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Colaboraciones - Nº 5 - Enero 2002

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

VALOR Y SENTIDO DEL CUERPO

"Y vio Dios que era bueno"

JUAN PEDRO CASTELLANO
Boletín ENCOMÚN, diciembre de 2001

 

Laa bondad del cuerpo queda declarada desde el mismo momento de su creación: Y vio Dios que era bueno (Gen 1, 31).

Desde entonces el cuerpo humano se convierte en tarea humana: es el lugar donde cada uno debe realizarse humanamente. Toda virtualidad humana, para actuarse y realizarse, debe expresarse en el cuerpo visible: las ideas, el amor, los sentimientos, las decisiones, necesitan expresarse en el cuerpo para llegar a ser realmente humanas. Se podría decir que, de algún modo, el cuerpo es el sacramento del hombre, en cuanto que actúa y realiza una realidad invisible a través de su expresión visible.

Si el plan de Dios es un plan de totalidad, hay que contar con todo y formarnos la idea de que, por aparentemente no espiritual que parezca, el cuerpo, el sistema nervioso, el cerebro, nuestros miembros, son nuestra posibilidad de respuesta a Dios. Disponernos a realizar el plan de Dios en nosotros no es otra cosa que disponer de todas las dimensiones de nuestra persona e integrarlas.

Tanto para el pensamiento judío como para el Nuevo Testamento, el cuerpo representa la inserción en la familia humana. El destino presente y futuro del individuo está ligado a los diferentes cuerpos sociales cuya existencia misma lo hace a la vez dependiente, solidario y responsable. Es imposible salvarse solo.

El mismo Cristo Jesús predicó con toda claridad, siguiendo la gran tradición del profetismo del Antiguo Testamento, que el auténtico amor a Dios no es posible sin una clara expresión y concreción en el amor al prójimo.

Puesto que todo hombre está ordenado constitutivamente para los demás -situación radical humana, que queda revalorizada por Cristo y plasmada y realizada en la comunidad cristiana- el cuerpo es también fundamentalmente el lugar de la comunicación y de la comunión con los otros hombres. El cuerpo es presencia en el mundo de los hombres.

El Dios cristiano es un Dios que habla. Su palabra es una fuerza que conduce la historia y decide el destino del mundo desde su comienzo hasta el final. Parte de la Palabra creadora (Genesis), hasta que se cumpla lo que Dios ha dicho (Ap. 17, 17), al final de los tiempos. Es a la vez palabra y acción de Dios, mediante las cuales El gratuitamente se dirige al hombre en la historia, a todo el hombre, en su realidad global. La eficacia, la sensibilidad, la misma inteligencia de la Palabra son acogidas y expresadas por el cuerpo, que se convierte en la realidad en la que se encarna la Palabra de Dios.

El gesto es el mensajero de nuestras vivencias, el signo que convierte en símbolo al cuerpo.

Cuando movemos el cuerpo al ritmo que marcan nuestros sentimientos lo convertimos en Palabra viva y mensajera de nuestra fe compartida con los cristianos. Necesitamos expresarnos corporalmente para dar énfasis a nuestro contenido de comunicación y para dar unidad a lo que nos inunda en totalidad: la fe.

Dios, al encarnarse en nuestra condición, realiza una maravillosa síntesis entre el lenguaje divino y el lenguaje humano, hace de nuestra realidad humana su propio lugar de revelación, convirtiendo nuestro cuerpo en esa realidad mediadora donde acontece la Palabra de Dios. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, hecho uno como nosotros, participando enteramente en la condición humana, excepto en el pecado (hb 4, 15). En El, como afirma la carta a los Colosenses (2,9) reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad.

En Jesús su servir y dar la vida se verifica, se desarrolla y madura, a través de su propio cuerpo y se concreta en la comunicación: palabras y gestos. La plenitud de toda esta expresión, de toda esta libre espontaneidad, de esta comunicación está en el amor, en la entrega de sí mismo hasta la muerte y muerte de cruz (Filp. 2, 8). Y todo su ser queda glorificado en la resurrección.

A la luz de su Encarnación, Muerte y Resurrección, captamos plenamente nuestro ser humano como cuerpo que se espiritualiza, se personaliza o como espíritu que se encarna, se corporaliza. La tarea del hombre, como ser dinámico, consiste en hacerse cada vez más cuerpo, más relación con Dios y con los hombres.

Sin el cuerpo, toda nuestra espiritualidad cristiana corre el riesgo de ser ingenua, angelical, incluso difícil de ser captada y comprendida, puesto que no se puede dar una religiosidad de la persona sin ser persona del todo, capaz de admirarse, de acoger, de agradecer, de pasmarse ante el símbolo, de celebrar con hondura y regocijo la fiesta.

Expresarse es mostrar lo que se lleva dentro, tanto a nivel de ideas como de afectos y sentimientos. Los contenidos de la fe sirven de contenido expresivo, si bien necesitan del símbolo para expresarse. Encontrar la correspondencia entre los símbolos profundos que duermen en el hombre y las expresiones actuales del cristianismo, que se han convertido poco a poco en una superestructura, es el reto que el mundo actual presenta a la fe cristiana.

La expresión conlleva un doble dinamismo: por un lado, supone el encuentro de la persona consigo misma, con su realidad más profunda; y por otro, un salir de sí mismo para acercarse a los otros, para encontrarse con ellos, para comunicarse.

Ahora bien, todo estilo de vida nace de las opciones de fondo que previamente ha hecho la persona. Para el hombre creyente una de las opciones de fondo es la fe. Opción por un Dios experimental dentro de la realidad y que en última y definitiva instancia determina las actitudes tendentes a construir un tipo determinado de hombre, de historia y de sociedad. La pregunta por la fe de una persona es buscar la experiencia de Dios que hay en el origen de su opción como creyente y el camino para encontrar la respuesta, el análisis de su estilo de vida.

Por ser la fe una de las vivencias humanas más indefinibles, precisamente por su hondura y complejidad, el lenguaje más adecuado para expresarla es el lenguaje simbólico. Los términos abiertos de está forma de expresión insinúan, una realidad que se nos escapa. Es el hombre, el que expresa al expresar su fe, y, al hacerlo, no puede prescindir del cuerpo, su órgano de expresión. Su cuerpo, su gesto, es un lenguaje, el lenguaje simbólico más expresivo, y el más trasparente, por ser el que más se resiste a la manipulación y el que mejor la desvela.

El creyente que interpreta la expresión de la fe sabe, vitalmente, que esa expresión responde a una experiencia común, y como tal surge una comunidad de sentido. La expresión de la fe y la interpretación de esa expresión como experiencia común, crean una comunidad de fe, en esa comunidad creyente cada uno expresa lo que es suyo, su propia fe personal, y todos quedan vinculados en un hallazgo común más allá de la vivencia y del horizonte de cada uno.


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