Érase una vez un planeta en el que habitaban unos pocos
gigantes y mucha, mucha gente. Los gigantes eran personas normales que, llevadas por su
afán desmesurado de crecer, se habían convertido en auténticas máquinas de devorar.
Había uno en especial, llamado Guillermo, que era enorme, tanto que todos lo apodaban
Gulliver, porque engullía cuanto pillaba. Los demás gigantes, que le tenían mucho miedo
y envidia, le acusaban de todo tipo de crueldades. Pero, en el fondo, todos ellos se
dejaban guiar por la misma máxima: "Cuanto más, mejor".
Pero claro, no todo en la vida es comer. Hay que alimentar el
espíritu. Para ello los gigantes crearon una nueva religión y la bautizaron con el
nombre de Globalización. En su credo proclamaban que, gracias a la libertad de
mercado, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, iba a nacer un mundo sin
fronteras, una aldea global feliz. Los nuevos profetas auguraban que todos los habitantes
de aquel planeta podrían comunicarse a la velocidad de la luz. Esta comunicación,
decían, sería la base más sólida para una paz y prosperidad que generarían un
crecimiento económico sostenido e infinito.
Para promocionar la nueva fe, los gigantes comenzaron a repartir
unas gafas especiales que permitían contemplar este mundo lleno de armonía, libertad y
placer. Con estos visores se podía navegar por este territorio fantástico, recibir
enseñanza sobre cómo vivir en este nuevo medio, jugar con otras personas (bueno, más
bien las imágenes digitales de esas personas) y acceder a todo tipo de tiendas que
vendían todo lo imaginable e inimaginable siempre, claro está, que se tuviera dinero
para pagarlo. Y como toda religión necesita de templos, crearon unos templos virtuales
que llamaron portales. Enseguida, como es de suponer, aparecieron miles de sectas
que predicaban en sus portales diferentes doctrinas y proclamaban que, sin duda, la suya
era la mejor y la que más felicidad daba.
Ciertas personas, sin embargo, empezaron a darse cuenta de que aquellas
gafas, aunque fueran útiles para determinadas cosas, no mostraban el mundo tal como era
sino, más bien, tal como los gigantes querían que fuese visto. Al otro lado de la
pantalla donde supuestamente se experimentaba el paraíso había una realidad bien
distinta: un mundo donde unos pocos (los gigantes y sus amigos) tenían mucho -¡casi
todo!- y una gran mayoría que tenía muy poco o nada. Bastaba quitarse la gafas para
percatarse de que mucha gente nunca accedería a este nuevo mundo por carecer de servicios
tan básicos como el agua limpia, la comida suficiente y la tierra cultivable que los
gigantes acumulaban para su exclusivo disfrute.
Ocurrió entonces que los gigantes, satisfechos con su nueva religión,
organizaron una gran fiesta aprovechando que iba a ocurrir un cambio de milenio. A ella se
apuntaron los representantes de todos los gigantes de aquel planeta. |
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Pero la gente, alertada por sus miembros más activos y
despiertos, se presentó a millares para denunciar la mentira de los gigantes.
"¡Aguafiestas!", gritaban éstos mientras dispersaban con su ejército a tanto
manifestante, pero no lograron impedir que todo terminara en un gran caos.
La noticia del éxito de la protesta fue recibida de diversas
formas por el resto de habitantes del planeta. Unos no hicieron gran caso, pues creían a
pies juntillas en el mundo virtual de los gigantes y les encantaba vivir en él. Otros
decidieron irse a lugares remotos donde los gigantes no tuvieran el menor efecto en sus
vidas; al llegar allí encontraron gentes que llevaban siglos escondidas y que,
curiosamente, habían desarrollado sus propios mundos virtuales. Algunos más comenzaron a
usar unas viejas gafas que dividían al mundo en dos bloques separados por una valla alta
o un mar muy peligroso, sólo que antes aquellos bloques eran llamados este y oeste y
ahora se les conocía como norte y sur. No es que las murallas y alambradas no existieran,
pues las había de todas las formas y tamaños imaginables, pero no eran tan rectas ni tan
infranqueables como aquellas gafas hacían creer. De hecho ni todos los del sur eran
gentes sin aspiraciones de gigante ni todos los del norte lo eran. Había gigantes a ambos
lados de cada barrera. Parecía, pues, que todos estaban condenados a llevar unas gafas u
otras.
La solución vino cuando unos jóvenes consiguieron elaborar un
colirio a base de hierbas siguiendo fórmulas que se detallaban en los grandes libros que
la gente veneraba. Como estas escrituras carecían de patentes, marcas y derechos de
autor, comenzaron a distribuir el colirio gratuitamente bajo distintos nombres:
"Espíritu crítico", "Corazón limpio", "Libertad
interior"... Al ponerse unas gotitas en los ojos se conseguía ver más allá de las
apariencias y se entendía enseguida el trasfondo de los mensajes de los gigantes.
También se veía que las vallas que separaban a la gente del planeta no eran sólo
físicas, sino también morales y espirituales. El colirio permitía ver que en lugar de
ser rectas y continuas como la gran muralla china o el estrecho de Gibraltar, iban
cortando por el medio de cada persona, de cada familia, de cada colectivo. El colirio
permitía ver enseguida el plumero de cada cual, quién estaba con la gente -sobre todo
con los que carecían de lo más necesario- y quién seguía los dictados de los gigantes,
algo difícil de distinguir a simple vista pues muchos lo hacían casi sin darse cuenta,
incluso pretendiendo servir a ambos grupos a la vez. Así que la gente comenzó a ir por
la vida con los ojos muy, muy abiertos.
De esto resultó que en aquel cambio de milenio, cuya fiesta
habían querido apropiarse los gigantes, muchos comenzaron a analizar seriamente cómo
salir de aquella situación en la que unos pocos crecían a costa de la mayoría
desposeída.
Y como todo cuento tiene un final feliz, éste también lo tuvo,
pero no sin mucho trabajo, paciencia y tesón por parte de la gente de mirada nueva y
limpia.
Juan Yzuel
juanyzuel@ciberiglesia.net |