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Teología Bíblica - Nº 7 - Diciembre 2004

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

La Palabra de Dios, fundamento de nuestra esperanza

(El tema de la “escucha”
en el libro de Isaías)

Gerson Amat Torregrosa
GERSONAMAT @ telefonica. net

Hace casi 2000 años, la comunidad cristiana en la que se escribió 1 Pedro se sentía “como extranjeros de paso por este mundo” (2,11). Al hablar así el autor se está refiriendo a la sociedad en la que está arraigando y creciendo la Iglesia, sociedad (Roma, la capital del Imperio) formada y, sobre todo, dirigida por quienes “no conocen a Dios” (2,12). Aunque ellos identifican su experiencia con la que vivieron sus antepasados en el exilio de Babilonia (5,13), la carta sale al paso de posibles miedos (3,14), desconfianzas o rebeldías a las autoridades paganas (2,13-15), llamando a vivir entre los demás la libertad de los que son servidores sólo de Dios (2,16), por medio de la práctica del amor y la bondad, siendo instrumentos de bendición de parte de Dios (3,8-9).

       En aquel contexto, que muchos cristianos encontramos similar al nuestro, y con estos planteamientos de fe, que también muchos creemos que es el que los cristianos debemos adoptar, el autor de la carta llama a los cristianos a estar “siempre preparados para responder a cualquiera que os pida razón de vuestra esperanza”, aunque haciéndolo siempre “con humildad y respeto” (3,15-16a). Esta esperanza procede de que “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... por su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo por la resurrección de Jesucristo” (1,3), y se fundamenta en la alegría que nos da la fe en esa salvación obrada por Cristo (1,8-9), acerca de la cual “ya los profetas estudiaron e investigaron” (1,10).

       Siguiendo la tradición de los primeros cristianos, también nosotros vamos a acudir al estudio de las profecías, para buscar en ellas lo que anunciaban “para nuestro bien” (1,12), aunque utilicemos métodos de estudio distintos a los empleados por ellos, más acordes con nuestros conocimientos. Nos vamos a centrar en el tema de la escucha de la Palabra de Dios a lo largo del libro de Isaías, un tema que nos puede ayudar a comprender mejor la importancia que para los cristianos de las primeras hornadas tenía la predicación del Evangelio, y que puede orientarnos en la tarea que también hoy (posiblemente hoy con mayor necesidad que en el pasado) tenemos los cristianos de dar razón de nuestra esperanza.

       Empezaremos por fijarnos en algunas cuestiones de gramática y diccionario. Pueden resultar un poco aburridas, pero son necesarias para comprender, en segundo lugar, el lenguaje de Isaías y de los profetas de su escuela en relación con el tema de la “escucha”. Dando un paso más, podremos fijarnos en el sentido que tiene para ellos la escucha “de Dios y su palabra”. Por último intentaremos profundizar en el tema, preparando el terreno para su actualización en las comunidades cristianas de hoy.

1. ALGUNAS CUESTIONES DE GRAMÁTICA Y DICCIONARIO

       Cualquiera puede constatar, a primera vista, que el tema de la escucha es ampliamente utilizado en el libro de Isaías. Cuando rastreamos a lo largo de todo el libro la utilización del verbo shema` (= oír, escuchar, entender, obedecer) lo encontramos en sus diversas formas 98 veces, según la siguiente distribución: 45 veces en el Protoisaías (PrIs), 40 veces en el Deuteroisaías (DtIs) y 13 veces en el Tritoisaías (TrIs). Este uso tan abundante pone en primer plano la importancia que tenía este tema para esta escuela profética que tuvo tanta trascendencia para la tradición bíblica y para la lectura de las Escrituras en los primeros tiempos del cristianismo. De entrada, ante tan abundante utilización ya podemos imaginarnos que aquí hay algo ante lo que quizá valga la pena detenerse y fijarse con atención, por si encontramos algo significativo para los cristianos de hoy.

       Para poder obtener una primera impresión acerca de la utilización concreta del verbo, podemos fijarnos en quién (o qué) ejerce en cada frase las funciones de sujeto y de objeto de la acción de “oír-escuchar”. Agrupando y sistematizando los resultados, encontramos algunos datos que nos arrojan ya algo de luz sobre el estudio:

1)    Podemos encontrar en bastantes casos (aunque nunca en el DtIs) el que se puede considerar como “uso ordinario”, antropológico, del verbo, es decir, cuando el hombre (= el ser humano, sin distinción de sexos) “oye” a otro hombre, o “se hace oír” por él, u “oye hablar” de acontecimientos puramente humanos.

2)   Sin embargo, por encima de este uso “ordinario” del verbo, su utilización más corriente en los textos estudiados, con mucha diferencia sobre las otras, es precisamente aquella en que la acción de “oír-escuchar” está relacionada con Dios. Es decir, aquellos casos en que el ser humano “oye-escucha” a Dios, o acerca de Dios, o acerca de las cosas que Dios ha hecho (o cuando deja de hacerlo, y como consecuencia “no oye-escucha” a Dios).

3)   Un tercer grupo lo constituyen aquellos otros casos en los que el sujeto es Dios, quien “oye-escucha” (o no lo hace) al ser humano en la plegaria.

4)   Aparecen, por último, algunos textos (pocos) en DtIs, en los que el sujeto o el objeto de la acción son los “otros dioses”, que no pueden oír ni hacerse oír, sencillamente porque para el autor sagrado son inexistentes.

       Lo que acabamos de decir se puede observar en la siguiente tabla, que recoge el número de veces que aparecen los cuatro aspectos que hemos mencionado, repartidos en cada una de las tres obras proféticas que componen el libro de Isaías:

 

Utilización

PrIs

DtIs

TrIs

Total

El hombre oye (no oye) al hombre

17

--

2

19

El hombre oye (no oye) a Dios (acerca de Dios)

23

34

6

63

Dios oye (no oye) al hombre

5

--

4

9

Los “otros dioses” (como sujeto u objeto)

--

6

1

7

Total

45

40

13

98

 

       En esta tabla se puede observar, a primera vista, que únicamente se dan los cuatro usos (es decir, incluyendo el puramente “humano”) en el Tritoisaías. Sin embargo, la utilización de shema` es aquí muy reducida, en términos absolutos, en comparación con las otras dos partes del libro, y lo continúa siendo si atendemos proporcionalmente al número de capítulos. De ello se podría inferir, siempre a primera vista, que el uso de este verbo en el Tritoisaías no tiene una significación especial, y que su utilización dependería, quizás sólo estilísticamente, de las otras dos partes del libro. En el estudio más detallado se podrá ver, sin embargo, que esto no es exactamente así, y que el uso del verbo shema` en TrIs, aunque más reducido y dependiente teológicamente de las partes más antiguas del libro de Isaías, hace también una aportación peculiar sobre el sentido de la “escucha”.

       Por otro lado, si nos atenemos a la comparación entre las dos primeras partes del libro (no presto aquí una atención específica a los textos considerados como interpolaciones tardías, que deberían ser estudiados aparte), podemos hacer también algunas observaciones:

1)    En el Protoisaías no aparecen los “otros dioses”: no se les menciona ni como sujetos ni como objetos de la acción de “oír-escuchar”.

2)   En el Deuteroisaías no aparece el uso “ordinario” del verbo, cuando el ser humano “(no) oye-escucha” a otro ser humano.

3)   Tampoco aparecen en DtIs las situaciones en que es Dios quien “(no) oye” al hombre, es decir, el tema de la plegaria.

4)   Sin embargo, el tema de la escucha (o no) del ser humano a Dios aparece en las dos primeras partes de la obra isaiana (también en TrIs, aunque en menor número), como aspecto destacado frente a los otros usos del verbo.

5)   Este último aspecto de la escucha de Dios  por parte del hombre se observa más veces en DtIs que en PrIs (tanto en términos absolutos como teniendo en cuenta la extensión de ambos): 34 veces en DtIs frente a 23 en PrIs.

       De estos datos se podría ya concluir, de entrada, la importancia que para la obra de los tres Isaías tiene el tema de la escucha de Dios por parte del hombre, sobre todo para el DtIs, quien, al contemplar únicamente como real este uso del verbo (pues no admite que “los otros dioses” puedan escuchar o ser escuchados), transforma una función puramente sensitiva del ser humano, como es la de “oír-escuchar”, en un concepto teológico, tal y como se puede ver a continuación.

2. LA ESCUCHA DE DIOS

       La utilización que se hace de este verbo es muy similar en las tres grandes partes del libro de Isaías, aunque quizás sea más rico en matices en el DtIs. Nos detendremos, en primer lugar, en la utilización del modo imperativo en todo el libro de Isaías, para estudiar a continuación las otras formas verbales en cada una de sus partes.

2.1. El imperativo: “Escuchad”

       Desde el punto de vista teológico, destaca el uso del vebo en imperativo por parte de Dios (o del profeta en su nombre), que es  muy abundante en PrIs y que se hace más abundante aún en DtIs (aunque, como hemos visto, aparece una sola vez en TrIs).

2.1.1. En el Protoisaías: “Escuchadme”

       Todo el texto profético tiene aquí un punto de partida: Dios habla, y todos los seres creados (“el cielo y la tierra”) están convocados a escucharle: “Oíd, cielos; escucha, tierra; que habla el Señor” (1,2). Sin embargo, dentro de este ámbito cósmico en el que el cielo y la tierra son convocados por Dios como testigos, la llamada a escucharle va dirigida especial y directamente a los seres humanos, los “habitantes del orbe, moradores de la tierra” (18,3). Como en círculos concéntricos, los destinatarios de esta llamada de Dios a “escuchar” se van concretado cada vez más: la llamada va dirigida de modo especial al pueblo, que en muchas ocasiones se sobreentiende que se refiere al pueblo de Judá, o más concretamente de Jerusalén (“este pueblo”: 6,9). De una manera especial se cita a los gobernantes del reino de Judá: dejando aparte una llamada directa a Ezequías (“escucha la palabra del Señor de los ejércitos”: 39,5), han de escuchar los miembros de la dinastía reinante (la “casa de David”: 7,13), junto con los gobernantes de Jerusalén:

“Escuchad, pues, la palabra del Señor,
hombres insolentes

que gobernáis este pueblo de Jerusalén” (
28,14)

       También hace referencia a sus mujeres (“mujeres despreocupadas”, “damas confiadas”: 32,9). A todos ellos el profeta los hace responsables, de parte de Dios, de la situación ruinosa en que la tierra y el pueblo se encuentran.

2.1.2. En el Deuteroisaías: “Os voy a hacer escuchar”

       Esta llamada a escuchar a Dios se hace más insistente en el DtIs, y adquiere un nuevo matiz: el imperativo de escuchar parece adquirir un carácter salvífico, re-creador, capaz incluso de “hacer oír” a quienes no oyen. Así aparece en el primer texto en el que se utiliza esta forma verbal: “Sordos, escuchad y oíd” (42,18), en el que los carentes de audición son los miembros del pueblo, que se habían negado a escuchar la palabra de Dios que los profetas antiguos les habían dirigido. La llamada adquiere también un tono emotivo cuando devuelve al pueblo su identidad como pueblo de Dios: “Y ahora escucha, Jacob, siervo mío; Israel, mi elegido” (44,1), “a quien he llamado” (cf. 48,12.16).

       Es verdad que todavía seguimos encontrando el mismo tono de reproche que en el PrIs, reproche que aquí se dirige a “los de empedernido corazón” (46,12), a la “narcisista y amante del lujo”, la “desgraciada” ciudad de Jerusalén (47,8; 51,21), o a los que invocan a Dios “sin honradez ni rectitud” (48,1). Sin embargo, ahora escuchamos también una llamada a “los que van tras la justicia y buscan al Señor” (51,5), al “pueblo que lleva mi ley en el corazón” (51,7), y esta llamada se hace general cuando se dirige a todos los “sedientos” y “hambrientos”

“Todos los que tenéis sed, venid a beber agua;
los que no tenéis dinero, venid,
conseguid trigo de balde y comed;
conseguid vino y leche sin pagar nada.
¿Por qué dar dinero a cambio de lo que no es pan?
¿Por qué dar vuestro salario por algo que no deja satisfecho?
Oidme bien y comeréis buenos alimentos,
comeréis cosas deliciosas.
Venid a mí y poned atención,

escuchadme y viviréis (55,1-3).

       Por último, cuando interviene la figura del Siervo para hacer pública su vocación de parte de Dios, la llamada se convierte en universal, abierta a los “países del mar” y a los “pueblos lejanos” (49,1).

2.1.3. En el Tritoisaías: “Escuchadme, porque voy a crearos de nuevo”

       Como ya hemos mencionado anteriormente, la forma imperativa aparece una sola vez en TrIs, en el último capítulo de la obra, y está dirigida a “los que se estremecen ante las palabras del Señor”, a aquellos que son “odiados” y “perseguidos” por el resto del pueblo precisamente porque se han mantenido fieles al nombre de Dios (66,5): a ellos les asegura la salvación del Señor: la creación de un nuevo pueblo, en un cielo nuevo y una tierra nueva (66,22) .

2.2. Cuando Dios no sólo manda

       Los tres profetas que componen el libro de Isaías no se limitan a “ordenar” a los hombres que presten atención a Dios y/o a su palabra. Por el contrario, el uso complejo que los tres hacen del verbo shema` mediante otras formas verbales nos permite seguir rastreando, como ya hemos apuntado, el valor que adquiere el tema de la “escucha” para la elaboración de una antropología teológica.

2.2.1. Protoisaías: “No hay peor sordo que el que no quiere oír”

       El motivo de la insistencia de Dios en ser escuchado es precisamente la actitud de “sordera” por parte del hombre, especialmente del propio pueblo de Dios, que había sido constituido como tal precisamente para “escuchar-obedecer” las “palabras-mandatos” del Señor: “no quisieron obedecer” (28,12; cf. 42,24). Ellos son “hijos que no obedecen la ley del Señor” (30,9), porque no han comprendido nada de lo que Dios ha hecho: “con los oídos abiertos no te enterabas” (42,20). Todos, sin embargo, “cercanos y lejanos”, habían podido oír hablar de las acciones de Dios (33,13).

       Éste es el gran reproche que hace Dios a su pueblo, el motivo de que no escuche sus plegarias (1,15): ellos no han sido capaces de “oír” las grandes maravillas realizadas por Dios en su obra creadora (40,21.28), ni el anuncio de las acciones realizadas en la historia de su pueblo (44,8; cf. 37,26). Porque al no haber “oído” a Dios, que se ha manifestado “desde el principio”, los hombres (el pueblo) han hecho precisamente aquello que le desagrada (65,12b; 66,4b). Son los pecados del pueblo “los que os ocultan su rostro, e impiden que os oiga” (59,2), hasta el punto de que la misión del profeta incluye el “endurecer el oído” del pueblo para que, momentáneamente, “sus oídos no oigan” (6,10), y dar lugar de este modo a la corrección profunda que Dios tiene preparada para ellos.

       Cuando llegue ese momento, cuando Dios realice su proyecto, el profeta anuncia que “El Señor hará oír la majestad de su voz” (30,30). Casi podríamos decir que, para Isaías, Dios tiene preparado un cambio en la “estructura sensitiva” del hombre, porque anuncia que “en aquel día oirán los sordos las palabras del libro” (29,18). Es decir, por medio de aquello que Dios tiene preparado, y que va a realizar en la historia, el hombre (el pueblo que llegará entonces a ser creyente) será capaz de atender a la instrucción divina: “tus oídos oirán una llamada a la espalda:

Y si te desvías a la derecha o a la izquierda, oirás una voz detrás de ti, que te dirá: “Por aquí es el camino, id por aquí” (30,21).

       El ser humano, así transformado, no sólo será capaz de “oír”, sino también de “atender” a su Dios: “estarán dispuestos a escuchar con atención” (32,3). Entonces el Señor podrá, a su vez, atender a las plegarias de su pueblo: “apenas te oiga, te responderá” (30,19).

       Mientras tanto, hasta que llegue ese momento, sólo es el profeta quien, en su soledad “oye la voz del Señor”, el único que responde afirmativamente a su llamada a ser portavoz de la palabra de Dios (6,8). A partir de su respuesta fundamental y fundamentadora de su misión, el profeta queda capacitado para “oír” lo que Dios va a hacer con su pueblo: “me he enterado de la destrucción decretada por el Señor de los ejércitos contra todo el país” (28,22), lo que le produce una gran angustia: “me agobia el oirlo” (21,3). El profeta, de este modo, cumple su misión al anunciar a su pueblo, bien a su pesar, lo que ha oído de parte de Dios:

Pueblo mío, pisoteado como el trigo,
yo te anuncio lo que escuché

del Señor todopoderoso, el Dios de Israel. (21,10)

2.2.2. Deuteroisaías: “Cada mañana me espabila el oído”

       Bien distinta aparece la misión del DtIs. El profeta se nos muestra como el heraldo que anuncia (“hace oír”) a Sión la buena noticia de la paz, de la victoria, del reinado de Dios (52,7). Su mensaje es una evocación constante de mensajes proféticos anteriores (podemos suponer que se trata de los del Isaías histórico, pero no necesaria ni exclusivamente): DtIs trae a la memoria del pueblo los antiguos anuncios del Señor, para, de este modo,  mostrarle cómo la gran experiencia que para todos ha supuesto el exilio en Babilonia no ha sido sino el cumplimiento del plan previsto y anunciado previamente por Dios. Las hazañas que Dios ha realizado, Él ya las había “hecho oír” desde antiguo (43,12; 45,21; 48,3), de antemano (48,5).

       Éste es el fundamento del argumento que muestra la falsedad de los “otros dioses” (los dioses de Babilonia, los que aparentemente habían vencido al Señor), que no han podido jamás “hacerse oír”, es decir, no han sido capaces, como el Señor, de anunciar lo que Dios se había propuesto realizar en la historia: “No hay quien haya oído vuestro oráculo” (41,26; cf. 43,9). Ni siquiera ahora, cuando los falsos dioses (y con ellos sus naciones) son llamados a juicio por el Señor, son capaces de “hacer oír” las cosas que Dios va a realizar en el futuro inmediato:

“Venid, ídolos, a presentar vuestra defensa,
venid a defender vuestra causa.
Venid a anunciarnos el futuro
y a explicarnos el pasado,
y pondremos atención;
anunciadnos las cosas por venir,
para ver en qué terminan;
decidnos qué va a suceder después,
demostradnos que en verdad sois dioses.
Haced lo que podáis, bueno o malo,
algo que nos llene de miedo y de terror.
¡Pero vosotros no sois nada
ni podéis hacer nada!
Despreciable es aquel que os escoge a vosotros.” (41,21-24)

       A punto de finalizar el exilio, y anulada la tentación a la idolatría, el Señor pide atención ahora, por boca del profeta, a las cosas nuevas que va a realizar:

“Mirad cómo se cumplió todo lo que antes anuncié,
y ahora voy a anunciar cosas nuevas;
os las hago saber a vosotros antes que aparezcan.” (42,9)

“Ahora te voy a anunciar cosas nuevas,
cosas secretas que no conocías,
cosas creadas ahora, no en tiempos antiguos,
de las que no habías oído hablar hasta hoy.

Así ya no podrás decir: ‘Ya lo sabía’” (48,6b-7)

       Lo que Dios ha comenzado ya a realizar es algo completamente nuevo, de lo que el hombre no había oído hablar hasta entonces, porque se trata algo semejante a una nueva creación. Sólo “ahora”, tras la conversión de su pueblo, puede Dios comenzar a realizar lo que tenía previsto. Porque sólo la transformación efectuada por Dios en la “capacidad de escucha” del hombre, que es “rebelde”, puede hacer a éste capaz de atender a la palabra que Dios realiza en la historia:

“Tú no habías oído hablar de ellas,
ni las conocías,
porque siempre has tenido los oídos sordos.
Yo sabía que eres infiel,

que te llaman rebelde desde que naciste.” (48,8)

       “Ahora”, cuando Dios lleve a cabo lo que está a punto de realizar, el pueblo redimido en su conjunto se convertirá en profeta, en portavoz de la obra de Dios ante los otros pueblos:

“Salid de Babilonia, huid de los caldeos.
Anunciad esta noticia con gritos de alegría,
y dadla a conocer hasta el extremo de la tierra.
Decid: “¡El Señor ha libertado

a Jacob su siervo!” (48,20)

       En medio de la obra del DtIs, destaca la enigmática figura del Siervo de Dios, también en relación con este tema de la “escucha”: en medio del pueblo rebelde, que no es capaz todavía de “escuchar” a Dios, el Siervo es un discípulo solitario, “habituado a escuchar” la palabra de su maestro y capacitado para decir palabras de aliento a los abatidos:

“El Señor me ha instruido
para que yo consuele a los cansados
con palabras de aliento.
Todas las mañanas me hace estar atento

para que escuche dócilmente”. (50,4)

       Con la actuación del Siervo parece haber un cambio en la manera en que Dios se dirige a los hombres: “No gritará, no clamará, no hará oír en la calle su voz” (42,2). Su fidelidad a Dios, entendida como capacidad de atenta escucha, hace al Siervo apto para pedir para sí esa misma confianza a los que “caminan en tinieblas”, convirtiéndose en portavoz del Señor y portador de su Nombre, hasta el punto de que respetar al Señor se concreta ahora en obedecer a su Siervo: “¿Quién de vosotros respeta al Señor y obedece a su Siervo?” (50,10). Porque lo radicalmente nuevo lo va a realizar Dios en la persona misma del Siervo: en él y por él se asombrarán pueblos y reyes, “al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito” (52,15).

2.2.3. Tritoisaías: “Anunciarán mi gloria a las naciones”

       Podría parecer, como decíamos al principio, que poco le queda al TrIs  por añadir sobre este tema. Sin embargo, aún da algunos pasos más en esta dirección. Según el profeta, el pueblo no puede fundamentar su pretensión de ser escuchado por Dios en sus prácticas de piedad: ”No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces” (58,4), porque el Señor no es “duro de oído para oír” (59,1). Por el contrario, el profeta vuelve a insistir en que es Dios mismo quien va a tomar la iniciativa, para “hacerse oír” desde Sión hasta el confín de la tierra: Él se anuncia a Sí mismo como Salvador victorioso, cuya recompensa le precede (62,11). Porque va a realizar algo que no se había oído jamás: “parir” un pueblo “todo de una vez”, “en un solo día” (cf. 66,7-9). Va a crear un pueblo nuevo, transfigurado, en medio de una realidad que se vislumbra como nueva:

“En tu tierra no se volverá a oir
el ruido de la violencia,
ni volverá a haber destrucción y ruina en tu territorio,
sino que llamarás a tus murallas ‘Salvación’
y a tus puertas ‘Alabanza’”. (60,18)

 

“Llenaos de gozo y alegría para siempre
por lo que voy a crear,
porque voy a crear una Jerusalén feliz
y un pueblo contento que viva en ella.
Yo mismo me alegraré por Jerusalén
y sentiré gozo por mi pueblo.
En ella no se volverá a oír llanto

ni gritos de angustia.” (65,18-19)

       Entonces habrá una comunicación perfecta entre Dios y su pueblo:

“Antes que ellos me llamen,
yo les responderé;
antes que terminen de hablar,

yo los escucharé.” (65,24)

       Cuando esto suceda, Dios suscitará de entre su nuevo pueblo a los “supervivientes” convertidos en anunciadores para los pueblos paganos,

“Yo os daré una señal:
dejaré que escapen algunos
y los enviaré a las naciones:
a Tarsis, a Libia,
a Lidia, país donde saben manejar el arco,
a Tubal, a Grecia
y a los lejanos países del mar,
que nunca han oído hablar de mí

ni han visto mi gloria;

ellos anunciarán mi gloria entre las naciones.” (66,19)

       La contemplación de esta nueva realidad sobrecoge al profeta, y le lleva a exclamar, en actitud de adoración:

“Jamás se ha escuchado ni se ha visto
que haya otro dios fuera de ti
que haga tales cosas

en favor de los que en él confían.” (64,3)

3. UNA PALABRA QUE NOS LLAMA A SER

       Al Llegar a este punto podríamos resumir todo lo que se ha dicho hasta aquí, poniendo de manifiesto la gran importancia que tiene el tema de la “escucha” para la triple obra que forma el libro de Isaías, desde el punto de vista antropológico: El hombre es un ser que oye. Naturalmente, hay que añadir enseguida que, para los tres Isaías, la importancia no recae en la capacidad sensitiva de la audición, que el ser humano comparte con los animales, ni siquiera en la posibilidad de la comunicación interhumana. Lo que constituye al hombre como tal, de un modo especial, es precisamente su capacidad de comunicación con Dios.

       Sin embargo, hay que comenzar a matizar. El peso de esta posibilidad de comunicación mutua entre Dios y el hombre no recae sobre el ser humano, sino sobre Dios. Lo verdaderamente importante no es la capacidad del hombre para dirigirse a Dios, que la tiene. De hecho, la práctica de la plegaria aparece como un elemento sumamente importante en todas las manifestaciones religiosas de la humanidad. Sin embargo, en la revelación bíblica, y concretamente en la obra de Isaías, que hemos estudiado, esta capacidad para la oración aparece desbancada e incluso puesta en crisis por otro elemento que es adelantado al primer plano: Es Dios quien toma la iniciativa y se dirige al ser humano, por lo que, cuando Dios habla, al hombre le toca callar y escuchar. Las muchas palabras por parte del hombre no han de hacer que Dios se muestre más propicio a sus requisiciones. Por el contrario, el punto de partida es que Dios está radicalmente a favor del hombre y, por ello, le pide atención a su palabra salvífica.

       La actitud de “escucha” se pide especialmente a todo el pueblo de Dios, en cuanto que es pueblo de Dios, constituido por Él para escuchar-obedecer su palabra, concretada en la Ley que pide justicia y derecho, en la alianza basada en las relaciones humanas, personales y sociales “ajustadas”. A través de esta escucha-cumplimiento de la voluntad de Dios, el pueblo es renovado constantemente, en profundidad, en su ser pueblo de Dios. Y aquí la mayor responsabilidad la tienen, en principio, los responsables de la comunidad, que son los encargados de educar al pueblo en la “escucha” de la palabra-mandato de Dios. En Isaías no aparece subrayada todavía, como sucederá con Ezequiel, el tema de la responsabilidad personal del ser humano ante Dios.

       Pero ya comienza a apuntarse. Esta “escucha” que el profeta, de parte de Dios, pide al ser humano es en realidad una actitud global, que afecta a toda la persona y a toda la vida del hombre y de la mujer. No se trata sólo de “oír” a Dios, posibilidad que ya de por sí podría considerarse como algo fuera de lo común. Tampoco del cumplimiento aséptico de unas normas cultuales, ni siquiera éticas, dictadas por una divinidad prepotente. Se trata, por el contrario, de “escuchar”, de “atender”, de “prestar atención” cordialmente a Dios que se da a conocer al ser humano, que se le comunica a Sí mismo, no sólo (y no tanto) por medio de palabras, sino también, y principalmente, por las obras que realiza en su favor.

       Por este motivo, Dios pide al hombre que “escuche” sus obras, que atienda a todo lo que Él ha realizado y realiza en su favor, no sólo en la creación, sino también, y principalmente, en la historia, en la que tanto el castigo como la liberación son vistas por el profeta como obras salvíficas de Dios destinadas a “abrir el oído” del hombre, a educarlo, como al Siervo, en el trato íntimo con Él. De la misma manera que el niño, desde su nacimiento, va configurando todas las estructuras de su personalidad en la escucha de la palabra de sus padres, hecha no sólo de voces, sino también de gestos, cuidados y, sobre todo de afectividad; de esta misma manera el ser humano viene a configurarse como “imagen de Dios”, más aún, a partir de Jesucristo como “hijo” de Dios, por medio de la “escucha” de Dios que le otorga su amor en sus palabras y obras.

       Aquí radica la diferencia fundamental entre el Dios de Israel y “los otros dioses”. Quienesquiera que sean, éstos no son dioses, verdaderamente no son nada, porque nada dicen, nada pueden decir, dar ni hacer a favor de los hombres. Sus palabras, en caso de que las profirieran, serían tan vacías como lo son ellos. El Señor, por el contrario, es el Dios vivo, el que otorga la vida a los seres humanos. No existe nada ni nadie que pueda ser “dios” a su lado, porque nada ni nadie hace hombre al hombre, como lo hace Dios al dirigirle su Palabra que le interpela, que le llama a ser, que le estimula a crecer, que lo convierte en persona.

 

4. LA FE VIENE POR EL OÍR

       la llamada a la “escucha” de la palabra de Dios adquiere en los profetas tonos dramáticos, trágicos incluso. Porque está en juego la propia existencia de Israel como pueblo de Dios, y la del hombre y la mujer como llamados a ser propiamente tales en la comunicación con Dios. Como leemos en el evangelio: “El hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). El hombre debe,  porque lo necesita, “escuchar”, “atender”, “obedecer”, lo que Dios ha hecho y hace por él, y, sobre todo, lo que Dios va a hacer por él. En los tiempos de los tres profetas esta acción futura de Dios en la historia de su pueblo tenía todavía un carácter casi exclusivamente material, aunque ya puedan advertirse matices trascendentes.

       Faltaba todavía mucho tiempo para que Dios enviara a su Palabra; para que, en medio de la historia de los hombres, esta Palabra se hiciera carne, realidad humana total, en el hombre Jesús, tal y como nos muestra el evangelista S. Juan: su cristología, la más “alta” de todo el Nuevo Testamento, está elaborada precisamente a partir del tema de la Palabra que se ha hecho carne. Pero en todo el Nuevo Testamento aparece, de manera más o menos explícita, la presentación de Jesús como el Siervo-Hijo de Dios, que “escucha-obedece” al Padre, que nos muestra verdadera y plenamente quien es Dios porque en Él y por medio de Él, en su vida, muerte y resurrección, se realiza la voluntad eterna de Dios: el Hombre-que-escucha-a-Dios. Por eso el Nuevo Testamento presenta a Jesús como Aquél en quien se cumplen las profecías.

       Para los cristianos, escuchar a Dios se convierte en escuchar, más aún, en “creer”, es decir, en “recibir-acoger” a Jesucristo como la Palabra de Dios, que da a los hombres la capacidad para llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12), hombres y mujeres que viven a la escucha del Dios cuya Palabra da la vida, “hace ser nuevamente” al hombre, trasforma internamente las estructuras de su personalidad para convertirlo en “oyente-vividor-realizador de la Palabra”. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a los primeros cristianos como “asiduos en escuchar” la enseñanza de los apóstoles, que estaba centrada en la predicación de Cristo como cumplimiento de las profecías. El centro de toda espiritualidad genuinamente cristiana lo constituye la escucha adorante y obediente de la Palabra que nos establece en comunión con Dios y, unidos a Él, en comunión mutua. Por eso la vida cristiana es vida vivida en comunidad, convocada por Dios en su Palabra definitiva que es Jesucristo: la vida en “ekklesía”, en Iglesia, que  es también en sí misma, unida por la fe a Cristo-Palabra, principio del cumplimiento definitivo de las profecías.

“Alabemos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su  gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo por la resurrección de Jesucristo...

Poned toda vuestra  esperanza en lo que Dios en su bondad os va a dar cuando Jesucristo  aparezca... 
Pues vosotros habéis vuelto a nacer, y esta vez no de padres humanos y mortales, sino de la palabra de Dios, que es viva y permanente. Porque la Escritura dice:

‘Todo hombre es como hierba,
y su grandeza es como la flor de la hierba.
La hierba se seca y la flor se cae,
pero la palabra del Señor permanece para siempre.’
Y esta palabra es el evangelio que se les ha anunciado a ustedes.”

                                   (1 Pe 1,3.13.23-24; cf. Is 40,6-8)

 


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