Introducción:
Eclesiología mínima La
Iglesia nace de la Resurrección de Jesús, en cuanto ésta significa la
irrupción en la historia de la Dimensión Definitiva del más-allá (= de
la Escatología). Si sólo hubiese vivido Jesús sin resurgir desde la muerte a
la Vida Plena, o si sólo hubiese una religiosidad general, no existiría la
Iglesia.
Por eso, si la Iglesia no es señal
de ese Más Allá presente ya de algún modo, o de ese "Fin de la
historia anticipado en ella"[1],
falsifica su misión. Si ella se cree simplemente guardiana de un orden moral y
religioso, deja de ser Iglesia y se convierte en una especie de
"institutriz" más o menos gruñona, y a la que se procura hacer el
menor caso posible.
La misión de la Iglesia no es reñir, ni siquiera enseñar verdades que los hombres quizá pueden aprender por otros caminos. La
misión de la Iglesia es significar, transparentar, hacer visible la
verdad que resume toda la revelación de Dios: "el amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús" (Rom 8,39). Por eso la carta a los Efesios,
con un juego de palabras que parece más complicado de lo que es en realidad,
define a la Iglesia como la plenificación
de Cristo que va alcanzando su plenitud conforme se cristifica el mundo (cf.
Ef 1,23).
Esto empalma a la Iglesia con el Jesús terreno, con quien también está
conectada la Resurrección (recuérdese que el Resucitado es aquel hombre Jesús y no un ser humano abstracto). Y por oscuro que
sea el acceso al Jesús terreno, puede decirse que ese empalme se da en estos
tres puntos, que hoy parecen incontestables: el anuncio del Reinado de Dios, la
llamada al seguimiento, y el grupo (el pequeño "pueblito") de discípulos
en torno a él.
Cristificar la historia es, por tanto, eliminar de ella todas las
esclavitudes: la esclavitud del mal, personal y estructurado. O la esclavitud de
la Ley y de ese afán de valer más y ser más, que los hombres religiosos y
morales buscan realizar a través de La Ley. O la esclavitud de la muerte que
resulta ser la verdad más irrebatible de esta historia y que parece dejar sin
fundamento a todas las utopías... En esto se percibe también la continuidad
entre la Iglesia y el Jesús terreno.
Según la carta a los corintios, sólo después de que el mundo haya sido
liberado de todas las esclavitudes, Cristo entregará el Reino al Padre y Dios
será "todo en todas las cosas" (1 Cor 15,28). Esa es al menos la óptica
del plan de Dios que, no obstante, ha de lidiar con nuestras libertades humanas.
Pero lo difícil de esta misión de la Iglesia es que ha de realizarla no
desde las nubes o desde fuera de la historia, sino dentro
de esta misma historia (también como la misión de Jesús), en ese caminar
oscuro por el desierto del tiempo que no se sabe si conduce a alguna parte. Por
eso el mejor símbolo de la Iglesia ha sido siempre el primer pueblo de Dios,
salido de la esclavitud de Egipto y caminando -ya con la certeza de la tierra
prometida- pero caminando por el desierto,
en medio de la oscuridad. Es allí donde aparece la palabra hebrea qahal
(traducida al griego como ekklesía)
que significa la asamblea del pueblo,
congregado para discernir sobre su marcha por el desierto. No se trata de una
asamblea "cúltica" (para eso existe otra palabra: "synagogê")
sino de una asamblea comunitaria, histórica.
Por todo ello, en la misión de la Iglesia es más importante la
"anticipación" de lo metahistórico, que el triunfo o el éxito histórico.
Se ha dicho muchas veces que, por ejemplo, los votos de las órdenes religiosas
(pobreza, castidad y obediencia) se justifican como una "anticipación"
del más-allá de Dios. Pero los votos religiosos afectan sólo a algunas
personas concretas. Y lo que buscamos aquí son formas de anticipación del más
allá que afecten a todo el pueblo de Dios, de modo que conviertan a la Iglesia
en utopía y profecía o -mejor formulado para ahora- en "profecía de la
utopía".
No es difícil encontrar algunos ejemplos de ello y en este breve artículo,
vamos a fijarnos en tres: la proclama paulina de Gal 3,28, la proclama jesuánica
de las bienaventuranzas, y el carácter "anticipador" (o sacramental)
de la eucaristía. 1.-
Una
Iglesia "en Cristo Jesús".
Según el texto de Pablo,"en Cristo Jesús ya no hay varón ni
mujer, señor ni esclavo, judío ni griego". Nos sabemos esa frase casi de
memoria, y a lo mejor hacemos de ella una lectura espiritualista o ajena a la
historia: como si en la historia debieran subsistir las diferencias, aunque Dios
no se fija en ellas.
Es esa una lectura terriblemente cicatera y descontextuada. Cuando Pablo
escribe su frase, el mundo griego ha conocido ya la democracia, que es una de
las mayores utopías de la historia. Pero la democracia griega, de la que tan
ufanos nos sentimos, era una democracia que excluía expresamente a las mujeres,
a los esclavos y a los extranjeros. Es en este contexto cultural donde cobra su
fuerza la frase de Pablo, y marca todas las diferencias entre lo que llega a
ocurrir en la historia humana y lo que ocurre "en Cristo Jesús": en
esa "dimensión nueva" de la que la Iglesia ha de ser testigo, señal
y garante.
Las tareas que impone hoy esa dimensión de Cristo Jesús son fáciles de
ver:
1.1) Una Iglesia del respeto
profundo y casi exagerado a la dignidad de la mujer. Una Iglesia en la que
la diversidad mujer-varón no es ni razón ni fundamento para ninguna
diferencia. Donde tanto el amor sexual como la llamada "virginidad por el
reino" están cargados de esa actitud de respeto, igualdad y reciprocidad
entre los sexos. Una Iglesia donde, si se me apura un poco, se diera ahora una
especie de "discriminación negativa" para compensar una historia
pecadora de discriminación positiva.
Y todo esto no es cuestión de aparatosidades y de grandes declaraciones.
Es cosa de una elementalidad apabullante. Como tampoco es cuestión de idílicas
armonías preestablecidas, ajenas a este mundo, puesto que la diversidad
mujer-varón subsiste con toda su carga de riqueza y de amenaza; pero "en
Cristo Jesús" se la acepta, se la respeta y, cuando haga falta, se dialoga
desde ella.
1.2) Una Iglesia "sin
clases", para retomar una expresión hoy denigrada, de las utopías
históricas. Una Iglesia en la que no se da esa aberración de que la mayoría
de santos canonizados eran de clase alta, cuando ante Dios, la inmensa mayoría
de sus preferidos son de las clases más bajas o (al menos) de quienes han
optado radicalmente por ellas. Una Iglesia en la que no se reflejan las
divisiones entre primeros, terceros y cuartos mundos, en la que la paz que se
dan en la eucaristía el rico y el pobre (¡si es que se la dan y no la evitan
acudiendo a eucaristías distintas u ocupando lugares distintos!) no es un mero
rito vacío sino un punto de partida que marca todo el resto de la vida, en el
que rico y pobre se van a mirar como hermanos y, precisamente por eso, tenderán
a igualarse, sin dejar hipócritamente esa tarea igualadora al juicio de Dios.
¡Qué bien se comprende desde aquí aquel párrafo que escribía Simone
Weil (en 1938!) en una carta Bernanos: "a veces me digo que, con sólo que
a la puerta de la Iglesia hubiera un cartel diciendo que se prohibía la entrada
a todo aquel que tuviera unos ingresos superiores a una determinada cantidad, me
convertiría"[2]. No es una frase demagógica sino otra vez de una
profunda elementalidad cristológica. Si no la sentimos así es por el miedo que
nos da tratar de ponerla en práctica: porque entonces ¿quién pagaría esos
templos suntuosos donde tratamos falsamente de acomodar a Dios, mientras dejamos
por vestir y acomodar al verdadero templo de Dios que quizás está a la puerta del
edificio eclesiástico esperando una limosna?.
1.3) Y finalmente una Iglesia de
puertas abiertas. En la cual, aunque haya una disciplina del arcano y un
pudor por la propia intimidad creyente, no se vive de la hostilidad hacia fuera
ni de la exclusión o el anatema, porque no se confunde la intimidad con la
tranquilidad ni con la seguridad. Una Iglesia donde sólo está excluida la
antifraternidad. Donde al enemigo se le ofrece el perdón y la mano tendida en
lugar de la excomunión. Donde hay paciencia para comprender que los insultos o
los ataques de los hombres pueden herirnos a nosotros pero no afectan a Dios ni
a su Cristo, que no pueden ser alcanzados por ellos. Y donde hay voluntad de diálogo
para todo aquello que se encuentra fuera de ella y que, quizás de entrada, no
se entiende o se comprende menos. Donde también, todas esas actitudes no
implican en modo alguno una debilitación del propio compromiso creyente o una
excusa contra la propia radicalidad, sino que brotan precisamente de esa
radicalidad de la fe "en Cristo Jesús".
El segundo modelo utópico que quisiera proponer son las bienaventuranzas
de Jesús, en la formulación de san Mateo. Tenemos junto al rasgo anterior,
sacado de la fe en Jesús como Cristo, este otro sacado del Jesús histórico,
para marcar esa unidad indisoluble que constituye al cristiano y a la Iglesia:
creyente y discípulo: ni seguimiento
sin fe ni fe sin seguimiento.
Si se me permite una anécdota personal una de las cosas que me parecen más
heterodoxas de cuantas he escuchado me la dijo una vez un obispo amigo, en una
pequeña discusión sobre la Iglesia: "las bienaventuranzas no sirven para
configurar la comunidad eclesial. Sólo son para la piedad individual de cada
uno". También los políticos habían dicho aquello de que "con las
bienaventuranzas no se puede hacer política". A lo que Moltmann les añadió
que quizá sí; pero que sin las bienaventuranzas lo que se hace es mucho menos
que política. Y la historia se cansa de demostrarlo.
Y es innegable -para ser justo con mi amigo mitrado- que la realidad
tiene una dimensión de opacidad y de empecatamiento que parece convertir las
bienaventuranzas en ilusorias. Pero es innegable también que renunciar a ellas
en la vida eclesial, archivarlas, dejar de mirarlas como "utopía
vigente", vuelve simplemente inútil y carente de credibilidad a la
Iglesia, porque le impedirá ser "comunidad alternativa" y sacramento
de salvación.
Si acaso resultan muy duras en su formulación "positiva",
tratemos de acercarnos a las bienaventuranzas desde lejos, en una aproximación
negativa: preguntémonos qué es lo que
falta en las bienaventuranzas, y quizás así sabremos lo que la comunidad
eclesial debería alejar de sí. Veámoslo:
2.1) En las bienventuranzas falta el poder y la coacción. Falta todo poder que no sea la fuerza débil del amor. La
misericordia y el hambre y sed de justicia (que engloban todas las demás), no
son obra del poder; el empobrecimiento por el Espíritu tampoco. Sólo "la
persecución" es obra del poder. Y en este caso los bienaventurados ya no
son los que persiguen sino los perseguidos.
2.2) En las bienaventuranzas falta también una
determinada forma de saber que no implica para nada al sujeto y se convierte en
dominio del objeto. Frente al saber descomprometido y "técnico"
de la razón griega (del "logos"), en las bienaventuranzas habla la
razón judía (el "dabar" que, además de palabra, significa también
acción o compromiso): en ellas, los que ven son los limpios de corazón (o los
"sufridos", en la bienaventuranza paralela a ésta).
Si esto se tomara en serio, la "ortodoxia" no sería
simplemente una "doctrina" recta sino, antes de eso, una
"gloria" recta de Dios[3].
La historia de la teología muestra cómo una doctrina difundida como "muy
ortodoxa" (por ejemplo, la explicación jurídica de la redención) puede
ser una doctrina muy poco cristiana, porque niega a Dios su verdadera gloria[4].
Como ya hemos dicho, la revelación cristiana se resume toda en "el amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús" (Rom 8,39): en que "se ha
manifestado la benignidad y el amor de Dios a los hombres" (Tito 3,4). Todos
los demás dogmas y saberes teológicos no son más que modos de articular y de
expresar ese saberse amados por Dios (y pueden jugar un papel importante en
la fe, porque el amor necesita ser expresado). Pero no son ni pueden ser saberes
sobre Dios en el sentido griego del término que implica un domino del
objeto conocido por el sujeto cognoscente.
No quiero hablar en sentido excluyente
sino sólo reequilibrar y hacer una valoración justa, siguiendo el consejo de
Jesús: "¡esto es lo que había que potenciar!, aunque no se descuide lo
otro". La Iglesia no sólo camina hacia la utopía sino que camina en este
mundo. Y en este mundo duro y empecatado son indispensables algunas dosis de
poder y de ortodoxia intelectual, porque sin autoridad y sin lenguaje común no
habría comunidad. Pero dosis mínimas, so pena de que se coman al Evangelio.
Son mucho más necesarias la misericordia, el hambre de justicia, el trabajo por
la paz, la mansedumbre, el corazón dolorido por el dolor del mundo, la pureza
de corazón... Y son necesarias en dosis máximas. Ellas son las que harían
casi innecesario el poder, y volverían recto el entender.
Por eso, si la Iglesia renuncia a dejarse constituir un poco por las
bienaventuranzas, firma su partida de defunción como Iglesia. 3.-
Una Iglesia eucarística
Frente al poder de la doctrina impuesta, aparece en los hechos cristianos
la interpelación de la mesa compartida. Jesús no hablaba como los escribas y
fariseos, con una enseñanza impartida desde una posición de dominio. El
impacto que causaba la autoridad de su palabra iba junto al escándalo que
producía su cercanía en el gesto de la mesa compartida. Y todo lo cristiano
está marcado por ese gesto que, desde su sentido más laico de compartir el
pan, converge hacia la mesa eucarística, en la cual lo que se comparte y con lo
que se comulga es la Persona y la Vida (= el cuerpo y la sangre) de Cristo, y
culmina en el Reino de Dios como mesa de Plenitud compartida. Por tanto:
3.1) La Iglesia debería estar mucho más marcada y más configurada por
este gesto, que la constituye mucho más profundamente que el ser guardiana de
unas verdades. De Lubac escribió hace tiempo que no sólo la Iglesia hace la
Eucaristía, sino que también la Eucaristía hace a la Iglesia. Y mucho antes
que él había escrito san Ireneo que nuestra "ortodoxia" debe
responder a nuestra eucaristía. La Iglesia necesita pues un magisterio más
"eucarístico" y una autoridad más "eucarística". Porque
si la Eucaristía deja de configurar a la Iglesia, se convierte en un sacrificio
(en el sentido supersticioso del término, criticado por la carta a los Hebreos)
con el que los hombres se imaginan aplacar a Dios y "mantenerlo a
raya", para impedir así que Dios penetre y configure su vida de cada día.
3.2) Una Iglesia eucarística es además, y necesariamente, una Iglesia del perdón y la paz. Estamos viviendo una época de
crecimiento y recrudecimiento de la violencia (nacionalista, económica,
mafiosa, pseudojusticiera o simplemente doméstica). Y creo que deberíamos
preguntarnos hasta qué punto no tiene algo que ver en ese renacer de la
violencia el que los cristianos estemos perdiendo la experiencia del perdón,[5].
Desde que los cristianos no recibimos ni celebramos el perdón, parece que la
sociedad se está acostumbrando a no darlo (salvo en ese gesto del
"perdonavidas" que no es verdadero perdón sino un simple acto de
superioridad humillante).
Y es que, en mi opinión, los seres humanos, o nos sabemos de algún modo
graciosamente perdonados o no somos capaces de perdonarnos. Conclusión.
Basten estos tres capítulos de reflexión para marcar un poco el camino
de una Iglesia que quiere juntar utopía y profecía en su peregrinar por la
historia o, con palabras más clásicas: ser "sacramento" (profecía)
"de salvación" (de la utopía). Resumiendo ahora, el caminar de la
comunidad creyente podría ir por el empeño
* hacia una Iglesia sin discriminación alguna entre mujer y varón,
* hacia una Iglesia sin clases,
* hacia una Iglesia de puertas abiertas,
* hacia una Iglesia más orientada a las bien-aventuranzas que a las
bien-enseñanzas y, por eso, en la que el ejercicio de la autoridad y el
magisterio tienen más de "eucarísticos" que de formas de poder
pagano o político,
* hacia una Iglesia orientada a la comunidad de mesa, para compartir la
necesidad humana (simbolizada en el pan) y comunicar la alegría y la esperanza
(simbolizadas en el vino), en ese gesto a la vez tan humano y tan
presencializador de Jesucristo.
Ahora, permítaseme terminar esta reflexión con un par de anécdotas
recientes que interpelan más que las teorías.
a) En la Apertura de un congreso ya lejano de la organización Juan XXIII
(dedicado a "neoliberalismo y cristianismo"), E. Miret Magdalena hizo
la siguiente confesión: este congreso católico se celebra en el local de
"Comisiones Obreras" porque la jerarquía eclesiástica nos ha negado
todas las autorizaciones para celebrarlo en un local de la Iglesia. Y añadió
que los organizadores del Congreso habían salido ganando porque, en otros años
en que el congreso se celebraba en locales eclesiásticos, el alquiler oscilaba
en torno al millón de pesetas. Y en este año 1998, Comisiones Obreras había
cedido su local gratuitamente.
Léase esta anécdota histórica como una parábola. Por ejemplo como
versión actual de la parábola del buen samaritano. Y después de la lectura
apliquemos las palabras de Jesús: "¿quién de todos ellos se portó como
prójimo?... Pues anda y haz tú lo mismo".
b) En una recensión de un libro, publicada hace años en El Ciervo, Diez Alegría citaba una frase del mexicano Augusto
Monterroso, que viene a decir: el evangelio es algo tan bueno que hubo necesidad
de crear toda la organización de la Iglesia para combatirlo.
Ante esa frase caben tres posturas: desautorizar al autor como
anticlerical, descreído etc, porque nos molesta. O generar mecanismos de
autodefensa para tranquilizarnos y luego "perdonar la vida" al autor.
O bien: dejarnos interpelar y preguntarnos si -como Iglesia que somos- no nos
dice Dios algo a través de ella.
¿Cuál es la actitud más evangélica? Pues no quepa duda de que esa será
la que marca el camino del pueblo de Dios peregrino.
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