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Eclesiología - Nº 6 - Abril 2003

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

La Iglesia Española en los últimos
25 años

 José María Castillo

La Fundación Santa María, para la celebración del 25 aniversario de su fundación, me ha pedido un análisis de la Iglesia en España en este último cuarto de siglo. Si he entendido bien lo que se me pide, pienso que no se trata de presentar un resumen de la historia de la Iglesia española en los años que han transcurrido desde 1977 hasta el día de hoy. Para hablar sobre historia están los historiadores. Y yo no lo soy. Yo me he dedicado, más bien, a la teología. Por eso, me parece que lo que aquí corresponde es hacer una reflexión teológica sobre lo que ha sido la presencia y la actuación de la Iglesia en la sociedad española en los últimos 25 años.

Como es lógico, se trata de una reflexión teológica sobre unos hechos. Y, por tanto, sobre una historia. Pero no es mera descripción de lo que ha ocurrido. Es, más bien, la reflexión que brota de la fe en Jesucristo, cuando esa fe reflexiona, no sobre verdades abstractas, sino sobre hechos concretos. En este caso, algunos de los hechos más determinantes que han marcado la historia de nuestra Iglesia de España en el último cuarto de siglo. Quizá se pueda comparar este modesto intento de reflexión teológica con lo que, de hecho, realizó (según parece) el autor del libro de los Hechos de los apóstoles. Lucas no se limitó a escribir una historia de la primitiva Iglesia. Lucas nos informó de hechos que ocurrieron en aquellos primeros años de la Iglesia. Pero, sobre todo, elaboró una teología sobre cuestiones fundamentales de la Iglesia a partir de los hechos históricos que cuenta.

Dentro de este marco conceptual, y ajustándose a los límites que acabo de indicar, se sitúa la reflexión que presento en este trabajo. Pero, antes de iniciarlo, debo hacer una observación. Intencionadamente, el trabajo que presento tiene una limitación importante. El sistema organizativo de la Iglesia católica es, como sabemos, un sistema muy centralizado. Según el vigente Código de Derecho Canónico, las conferencias episcopales, cada obispo en concreto, los presbíteros, los religiosos y los fieles en general, dependemos todos de la Curia romana mucho más de lo que bastante gente se imagina. De ahí que la vida y los hechos de la Iglesia en un país determinado, en este caso España, están condicionados por el gobierno central de la Iglesia en muchas cosas que la mayor parte de los cristianos y la opinión pública en general seguramente no advierten. De toda esta problemática, sin duda importante y compleja, no se va a tratar en este trabajo. Por una cuestión de espacio y de tiempo. Comprendo que es una limitación que deja el trabajo incompleto. Pero, sinceramente, no he visto otra posibilidad de tratar el tema con cierta profundidad, aunque eso sea a base de dejar intactas cuestiones que necesitarían un tratamiento detenido. 

I. La Iglesia española en 1977

El año 1977, cuando nació la Fundación Santa María, fue un año determinante para la sociedad española. Y también para nuestra Iglesia. En junio de ese año se celebraron las primeras elecciones democráticas, después de los 40 años de dictadura que habían terminado en 1975. España estaba viviendo intensamente su transición hacia la democracia. Un proceso que cuajó el 31 de octubre de 1978, cuando las Cortes aprobaron la vigente Constitución del Estado español. Pues bien, lo primero que se debe destacar, al hablar de la Iglesia en España en los últimos 25 años, es la actitud positiva, acertada y, en cuestiones muy determinantes, enteramente decisiva que tuvo nuestra Iglesia en la transición democrática. De manera que, sin miedo a exageración de ningún tipo, se puede afirmar que, de no haber tenido la Iglesia la actitud que tuvo en la transición, esta no habría sido como de hecho fue. Más aún, parece razonable decir que, probablemente, si la Iglesia hubiese adoptado, en los años de la transición democrática, la pastura intransigente y partidista que tomó en los años de la República, lo más probable es que la transición pacífica no hubiera sido posible. Hasta ese extremo, me parece a mí, la postura de la Iglesia fue decisiva en aquellos años.

Pero aquí conviene recordar que, cuando hablamos de la Iglesia, no me estoy refiriendo solo a la jerarquía eclesiástica. Hablo de la Iglesia en su totalidad, es decir, hablo de los obispos, del clero y del laicado. Porque, si los hechos históricos que acabo de apuntar se analizan objetivamente y sin cargas emocionales, pronto se comprende que la confrontación de los años 30 del siglo pasado no fue, ni solo ni principalmente, una confrontación de políticos de izquierdas contra obispos de derechas. Fue la confrontación de las “dos españas”. La confrontación de una parte del pueblo español contra la otra. Lo que ocurrió entonces, como sabemos muy bien, es que la jerarquía eclesiástica (fuera de contadas excepciones) no se mantuvo neutral. Ni, por tanto, fue un agente de pacificación y de armonía. Todo lo contrario. Se erigió a la categoría de “cruzada” lo que, en realidad, había sido un “golpe de Estado”. Es cierto que la complejidad de aquellas circunstancias históricas hace todavía hoy muy difícil emitir un juicio enteramente imparcial y objetivo de lo que ocurrió entonces.

En todo caso, y se diga lo que se diga de los trágicos acontecimientos de los pasados años 30, lo que es seguro es que el comportamiento de la Iglesia española, en los años de la transición democrática, fue completamente distinto del que adoptó en los años de la II República. Y de nuevo nos encontramos con el mismo fenómeno que se produjo en los años 30. No fue solo la postura de los obispos y del clero. Fue la gran mayoría del pueblo español. La sociedad española estaba cansada de fanatismos y posturas intransigentes. La izquierda radical y la derecha radical se iban viendo reducidas a franjas cada vez más estrechas y minoritarias. Por otra parte, el comportamiento de las bases de la Iglesia católica en los últimos años del franquismo, junto con la postura abierta, tolerante, respetuosa de no pocos obispos y de muchísimos miembros del clero, preparó a la Iglesia española, en su conjunto, para que viera como lo más natural del mundo, como lo que tenía que ser, la histórica homilía del cardenal Tarancón ante el Rey, en noviembre de 1975. A partir de entonces, resultó incuestionable lo que, con todo derecho, se calificó como la “neutralización ideológica de la cuestión religiosa” en España [1][1]. Con toda razón, se puede afirmar que, en los años de la transición democrática, la confrontación pura y dura de las “dos Españas” estaba liquidada. Y eso, en gran medida, fue mérito de la Iglesia.

Por eso, hoy estamos en condiciones de asegurar que lo más positivo de la actuación de la Iglesia, concretamente de los obispos españoles, en los últimos años 70 del siglo pasado, fue el apoyo firme que dieron a la instauración de la democracia y a la elaboración de una nueva Constitución. La Iglesia, en su conjunto, luchó por las libertades. Y eso es lo que explica que no intentó formar un “bloque ideológico” católico frente a otras fuerzas. Además, favoreció un cierto pluralismo entre los católicos e invocó la tolerancia y la reconciliación entre los españoles. De ahí que no jugó la baza de crear un partido confesional ni de condenar explícitamente las opciones socialistas y comunistas de muchos católicos [2][2].  Un mes antes de ser aprobada la Constitución española por las Cortes (31 de octubre de 1978), y con vistas al referéndum nacional del 6 de diciembre de aquel mismo año, la Comisión Permanente del Episcopado publicó una nota en la que los obispos terminaban diciendo: «Actúen los creyentes como ciudadanos libres, adultos en su responsabilidad política, y solidarios con el porvenir de nuestro pueblo. Midan el alcance de esta decisión histórica, en la que se aspira a establecer las bases de convivencia para todas las personas y pueblos de España» [3][3]. Y pocos días después de ser ratificada la Constitución en el referéndum nacional, el cardenal Tarancón escribía, en una de sus Cartas cristianas: «No puede juzgarse la Constitución con criterios propiamente confesionales. El fin de la Constitución no es defender la fe o potenciar a una Iglesia determinada. Ella debe limitarse a garantizar la libertad de las confesiones religiosas para que estas puedan ser asumidas libremente por los ciudadanos y puedan colectivamente realizar su misión propia» [4][4].

Se podrían aducir numerosos testimonios de obispos, teólogos y grupos cristianos que apoyaron decididamente la postura global de la Conferencia Episcopal Española en aquel momento decisivo de la historia reciente de España, el momento de la transición democrática. Pero no hace falta. El hecho, en su conjunto, es bien conocido. Y tanto más meritorio cuanto que, como sabemos, hubo fuertes presiones cuyo origen estaba en grupos de católicos de derechas, en determinados colectivos de sacerdotes y, sobre todo, en algunos obispos [5][5], que presentaron serias resistencias a la aceptación de una Constitución que no empezaba nombrando a Dios y que no se pronunciaba por los planteamientos de la moral católica en cuestiones relacionadas con el matrimonio y la familia.

Todo esto ocurrió hace 25 años. Y ahora, desde la visión más amplia y objetiva que se hace posible con la distancia en el tiempo y el mejor conocimiento de lo que entonces sucedió,  podemos decir que, en la reciente historia de España, no se ha hecho todavía, ante la opinión pública, la debida justicia y la valoración positiva que merece la determinante actuación de la Iglesia española en los años decisivos de la transición democrática. No creo estar exagerando cuando digo esto. Ni me parece que estoy sobreestimando lo que realmente representó la postura de la Iglesia en aquella coyuntura histórica. Cuando el 13 de octubre de 1931, don Manuel Azaña planteó el “problema religioso” de España [6][6] (separación Iglesia-Estado, cuestión de la enseñanza, bienes eclesiásticos, ordenación laica del Estado), era impensable que llegase el día en que los obispos españoles adoptasen una postura de respeto y tolerancia ante tales cuestiones. Pero el hecho es que adoptaron tal postura. Más aún, el significado de la actuación episcopal, en vísperas del referéndum nacional del 6 de diciembre de 1978, fue más lejos. Lo que en realidad hicieron entonces los obispos fue algo mucho más decisivo. Podemos decir que, a partir de aquel momento, dejó de tener sentido hablar de la “cristiandad” en España. Como tampoco tiene sentido hablar del  “nacional-catolicismo”.  Desde este punto de vista, se puede (y se debe) hablar de un auténtico acontecimiento cultural. La religión dejó de ocupar el centro y perdió, por tanto, sus ancestrales pretensiones de ser la instancia última que legitima a cualquier otro poder o la institución que se considera con el derecho a ostentar privilegios que nadie más puede disfrutar. No sé si los obispos de entonces eran realmente conscientes de que era esto lo que estaban aprobando. Pero el hecho es que lo aprobaron. Y eso merece un reconocimiento y un respeto que, según creo, todavía no se les ha otorgado en grandes sectores de la opinión pública española. Porque, en última instancia, lo que la jerarquía eclesiástica vino a aceptar y a respetar, como señala el artículo primero de nuestra vigente Constitución, es que «la soberanía nacional», y por tanto el centro y el origen de todos los derechos y deberes, «reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».

No es mi competencia el derecho constitucional. Ni a mí se me ha pedido que presente aquí los avances y progresos de la Constitución española de 1978 con respecto a las anteriores constituciones que se sucedieron, desde las Cortes de Cádiz hasta la Segunda República. Lo que sí debo señalar es que nunca antes, en la historia del derecho constitucional español, la jerarquía de la Iglesia había tomado una postura tan clara en cuanto se refiere a la aceptación de un Estado de Derecho fundamentado no a partir de Dios y sin mención alguna de Dios, con sus poderes y sus privilegios que eso conlleva para la religión, sino un Estado de Derecho fundamentado en una soberanía que emana del pueblo. En este sentido, no parece exagerado hablar de un “giro copernicano” en la Iglesia española, con la consiguiente aceptación del «ordenamiento jurídico de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político» (Const., art. 1, 1) que semejante giro comporta.  

 

II. La Iglesia española en la democracia

 Han transcurrido casi 25 años desde aquel histórico 31 de octubre de 1978. Y la historia, con el paso del tiempo, no perdona. De ahí que, después de lo que hemos vivido en estos años, los españoles tengamos el derecho y el deber de preguntarle a la institución eclesiástica si ha sido realmente consecuente con lo que aceptó en vísperas del referéndum nacional del 6 de diciembre de 1978. Yo sé que es una pregunta incómoda. Pero es necesario hacerla. Porque son muchos los ciudadanos de este país que, a la vista de lo que la sociedad española ha tenido que presenciar en estos años, quieren saber (y tienen derecho a saber) si el ordenamiento jurídico, que emana de nuestra Constitución, obliga a todos los españoles por igual y tiene que ser tomado verdaderamente en serio por todos. O si, por el contrario, hay instituciones y ciudadanos que pueden, “legalmente”, gozar de privilegios que no están al alcance de todos. Debo aclarar que, al decir esto, no estoy haciendo una pregunta retórica. Y menos aún pretendo plantear una cuestión polémica, por el turbio interés de agitar los fondos de unas aguas que lo mejor que se puede hacer es dejarlas tranquilas. Sinceramente creo que no se trata de nada de eso. Estoy hablando de un problema que está en la calle, en boca de mucha gente (quizá demasiada), en los “medios” de información y de opinión que nos llegan a diario. Y, sobre todo, me estoy refiriendo a hechos que han dañado, y siguen dañando, mucho a nuestra Iglesia. Es inevitable, es necesario hablar de este asunto. ¿A qué me refiero?

Por más cierto que sea todo lo que he dicho acerca del comportamiento ejemplar de la Conferencia Episcopal Española en la transición democrática, no es menos verdad que, apenas habían transcurrido dos meses de la aprobación de la Constitución, el 3 de enero de 1979, el Estado español y la Santa Sede firmaron los acuerdos que regulaban los asuntos jurídicos, económicos, de enseñanza y de asistencia religiosa a las fuerzas armadas [7][7]. Según el artículo 14 de la Constitución, todos «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Por eso, el artículo 16, 3 establece que «ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal». Sin embargo, a renglón seguido se hace mención especial de la Iglesia católica en orden a mantener las «consiguientes relaciones de cooperación». Se ha discutido si esta mención de la Iglesia fue o no fue una incongruencia inconstitucional que se coló en la misma Constitución. En todo caso, y sea cual sea la respuesta que se dé a esa cuestión, el hecho es que el Estado español no tardó en firmar unos Acuerdos especiales con la Iglesia que, hasta ahora, no los ha firmado con ninguna otra institución religiosa. Como tampoco los ha firmado, obviamente, con los numerosos ciudadanos que en nuestro país se declaran ateos o agnósticos. Queda patente, por tanto, que la igualdad real de todos los españoles ante la ley duró (a partir del 31 de octubre de 1978) poco más de dos meses. Porque, desde el 3 de enero del 79, quienes nos confesamos católicos gozamos de privilegios que no tienen los demás ciudadanos de este país. Con un solo ejemplo basta para comprenderlo: es evidente que un obispo católico español goza de unos privilegios legales que no tiene un obispo protestante español. Por más explicaciones que se le quieran buscar a este hecho, el hecho está ahí. Y es incuestionable que se trata de un hecho anticonstitucional.

No es este ni el sitio ni el momento de ponerse a analizar los famosos Acuerdos Iglesia-Estado del 79 [8][8]. Pero, para lo que estoy tratando en este trabajo, me parece conveniente recordar lo que Dionisio Llamazares, uno de los mayores expertos en esta materia, hizo notar recientemente. En todos los Acuerdos se puso una cláusula final que exige el acuerdo entre el Estado y la Iglesia católica, para resolver las dudas que pueda plantear la aplicación del Acuerdo. ¿Pretendió la Iglesia, mediante esa cláusula, convertirse en colegisladora? El Tribunal Supremo ha rechazado reiteradamente la legitimidad de semejante pretensión. En todo caso, como señala el mismo Llamazares, «se trata de una cláusula envenenada: basta que una de las partes, dada la ambigüedad de los acuerdos, mantenga posiciones inamovibles para que a la otra no le quede más remedio que una de estas dos salidas: sumisión resignada a la otra, o verse acusada de incumplidora del acuerdo» [9][9].

Por otra parte, en los Acuerdos del 79 hay dos cuestiones que, como es bien sabido, han dado mucho que hablar en los meses pasados. Me refiero al estatuto jurídico de los profesores de religión y a la dotación económica de la Iglesia. No voy a repetir lo que ya se ha dicho muchas veces sobre el trato manifiestamente preferencial que el Estado español viene concediendo a la Iglesia católica, desde hace más de veinte años, si se compara ese trato con el que el mismo Estado concede a otras confesiones religiosas. Es claro que este trato de preferencia ha sido buscado y celosamente defendido por la jerarquía eclesiástica. En el caso concreto de la enseñanza de la religión, amparándose en el derecho de los padres a escoger libremente la educación que desean para sus hijos. Pero ocultando, ante la opinión pública, que los padres de un estudiante musulmán o de un hindú no tienen las mismas posibilidades prácticas que los padres de un estudiante católico. Lo que es tanto como decir que, de facto, no tienen los mismos derechos. Porque un derecho que se reduce a mera teoría, sin las garantías que lo hagan efectivo, es un derecho que al sujeto no le sirve para nada, o sea que es nulo.

Por lo que respecta a la dotación económica de la Iglesia, lo primero que se debe tener en cuenta es que el compromiso del Estado de financiar a la Iglesia católica expiró hace muchos años. Y esto es algo que mucha gente no sabe, pero que, por honestidad, debería ser tema de información objetiva para los ciudadanos de este país. De otra parte, independientemente de que sólo se asigne a la Iglesia católica el porcentaje del IRPF de los españoles que así lo soliciten (cosa que no pueden hacer otras iglesias o religiones), la inconstitucionalidad del sistema se pone más en evidencia si tenemos en cuenta que una parte de los ingresos estatales se dedican a financiar a un grupo religioso, a costa de los presupuestos generales del Estado y, por lo tanto, del dinero de todos, lo mismo los que están de acuerdo con la Iglesia que los que la rechazan abiertamente [10][10].

Pero hay algo más en todo este asunto. Los Acuerdos de 1979 fueron obra del gobierno de la UCD. Luego vinieron los sucesivos gobiernos del PSOE y la situación no cambió. Y ahora con el PP, por más que puedan presentarse situaciones problemáticas, como la que se provocó recientemente con los obispos vascos, la impresión que todos tenemos es que el estado de cosas, que vengo exponiendo, no va a cambiar. ¿Por qué? La respuesta es tan sencilla como preocupante. Ambas instituciones, la Iglesia y el Estado, tienen intereses comunes. Porque se necesitan mutuamente, para mantener el poder que cada una de ellas quiere mantener. Concretamente, la Iglesia necesita dinero que, tal como están las cosas, solo le puede venir de las arcas del Estado, o sea del bolsillo de todos los españoles, dado que, como es sabido, la cantidad de millones que el Estado asigna a la Iglesia supera con creces lo que los ciudadanos indican en su declaración de la renta. Además, la Iglesia quiere disponer de unas leyes de educación que le dejen las manos libres, no ya para instruir sobre lo que es el fenómeno religioso y sus diversas manifestaciones, sino para catequizar a los jóvenes en los dogmas católicos. Y eso también es el Estado quien se lo puede proporcionar a la Iglesia. Pero, a la inversa, cada gobernante de turno procura no enfrentarse con la Iglesia porque en ello se juega popularidad y votos. Y, más en el fondo, el Estado (por más laico que se declare) necesita ser “legitimado” por las instituciones que ejercen un poder efectivo sobre la opinión pública y sobre las conciencias. Y sabemos que, en España, la Iglesia sigue teniendo un poder muy considerable en ese orden de cosas.

Desde que, en 1975, se acabó en España la última dictadura, se ha hablado muchas veces del «malestar de la Iglesia en la democracia» [11][11]. ¿Se puede pensar en serio que la institución eclesiástica y sus dirigentes se sienten más cómodos en un régimen político autoritario (con tal que les favorezca) que en un régimen democrático? Es evidente que en una democracia, si se es fiel a las reglas del juego, a los individuos y a las instituciones no les queda más remedio, si hablamos desde el punto de vista de la legalidad, que aceptar ser uno más, sin privilegios ni derechos especiales. Privilegios y derechos a los que no tienen acceso los demás ciudadanos o las demás instituciones. Esto supuesto, ¿podemos decir que la Iglesia española ha dado pruebas, en los últimos 25 años, de buscar situaciones y leyes de privilegio, para gozar de un poder que no está al alcance de todos los españoles? Pienso que, al responder a esta pregunta, hay que proceder con extremada delicadeza, si es que queremos hablar con objetividad e imparcialidad. En la medida en que es posible hacer eso, pienso que no sería ni justo ni verdadero afirmar que los obispos españoles han sido ambiciosos, de manera que han buscado instalarse en un poder que no les corresponde. Y pienso que no es justo decir eso porque de esa manera daríamos una interpretación “moralizante” a un fenómeno y a un proceso que, en realidad, ha sido (y es) mucho más complejo.

En la teología y en la espiritualidad del episcopado católico, se suele insistir en que el “poder” es un “servicio”. Así lo dijo expresamente el concilio Vaticano II (L.G., 24, 1; 27, 1 y 3). Por supuesto, tal concepción del poder ha sido un notable progreso en la teología del episcopado. Pero se trata de un progreso que entraña un posible engaño: si poder y servicio son equivalentes, cualquiera puede caer en la tentación de pensar que, si tiene más poder, por eso mismo prestará un mayor servicio. Y entonces nos podemos encontrar con personas y grupos que buscan poderes especiales, no por ambición, sino por deseo sincero de servir a la comunidad. Creo que eso exactamente es lo que les ha ocurrido, y les sigue ocurriendo, a no pocos obispos. Estoy seguro de que la mayor parte de nuestros obispos no son hombres prepotentes o ambiciosos. Son hombres que quieren ser eficaces en su servicio a la comunidad católica. Y ahí es donde está la trampa. Se trata de la trampa que consiste en confundir la eficacia de las instituciones de este mundo con la eficacia del Evangelio y, en definitiva, con la desconcertante eficacia de la cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1,18-25). Es evidente, por poner un ejemplo, que un obispo que cada curso académico  puede admitir y excluir a los profesores de religión según sus propios criterios, tiene un poder que no lo tiene ni el jefe de Estado. Es evidente también que, utilizando ese poder, el obispo enseñará la religión con una eficacia que no tendría si careciese de ese poder. Pero lo que hay que preguntarse es si, utilizando tales privilegios, se transmite la memoria y la presencia de aquel Jesús que no quiso para sí privilegio alguno, ni pretendió jamás gozar de exenciones legales, por encima del resto de los ciudadanos de su tiempo. Si aceptamos de verdad que el Evangelio no es mera doctrina, sino “otra forma de vivir”, que no tolera situarse por encima de nadie (cf. Mc 10,35-45 par), ¿qué sentido tiene pretender transmitir esa forma de vivir contradiciendo exactamente lo que se quiere transmitir? 

Más aún, en el Acuerdo sobre asuntos económicos se establece que «el Estado se compromete a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico» (art. II, 1) [12][12]. No entro aquí en los complicados mecanismos que, de hecho, se han seguido para la financiación de la Iglesia por parte del Estado. Lo único que quiero recordar es que la Iglesia, al no poder autofinanciarse como era su propósito (art. II, 5) [13][13], ha tenido que aceptar cada año más y más dinero de parte del Estado, de manera que la asignación presupuestaria ha aumentado de los 15.260 millones de pesetas, en 1991, a los 21.746 millones en el año 2001 [14][14]. Como, por otra parte, la asignación económica que proviene de las declaraciones de la renta disminuye de año en año, el resultado es que, por supuesto, la Iglesia obtiene los recursos económicos que necesita. Pero, al mismo tiempo y de manera inevitable, la Iglesia se va quedando, cada año más y más, «éticamente prisionera y a merced de las presiones de los gobiernos de turno» [15][15]. Dicho de otra manera, la Iglesia ha perdido buena parte de la libertad que necesita ante los poderes públicos. Y es de temer que, si las cosas no cambian, en el futuro tendrá aún menos libertad de la que tiene hoy.

Por otra parte, como ya ha quedado suficientemente dicho, la dependencia no es solo de la Iglesia hacia el Estado, sino también del Estado hacia la Iglesia. Si el Estado español ha cedido ante la Iglesia en asuntos jurídicos, en asuntos económicos y en cuestiones muy serias relacionadas con la educación, hasta incurrir en la inconstitucionalidad de determinadas decisiones, sin duda eso tiene su explicación en que el Estado le debe favores muy importantes a la Iglesia. En asuntos de esta envergadura, no se actúa en política por altruismo o por motivos parecidos. Y la cosa resulta tanto más elocuente cuanto que, como sabemos, este comportamiento se ha mantenido sustancialmente lo mismo por parte de gobiernos tan distintos como ha sido el caso de la UCD, el PSOE y el PP. Hay, pues, en todo esto intereses políticos que son más fuertes que las ideologías.

 

La consecuencia que lógicamente resulta de todo lo dicho es que, de la misma manera que se puede hablar del malestar de la Iglesia en la democracia, igualmente habría que hablar del malestar de la democracia cuando en esta tiene que convivir con una institución religiosa tan fuerte como es el caso de la Iglesia en la sociedad española. Está claro que la Iglesia y el Estado se necesitan. Y por eso están condenados a entenderse. Pero tan cierto como eso es que están también condenados a agredirse: el Estado, recortando las libertades de la Iglesia, y la Iglesia, limitando la igualdad efectiva y real de los ciudadanos. Todos sabemos muy bien que no estoy elucubrando teorías. Estoy hablando de hechos que hemos vivido recientemente en España. El malestar de mucha gente, en relación a la religión y a la política, tiene su buena parte de explicación en lo que acabo de decir.  

 

 


III. Iglesia y sociedad

 

Es claro que la sociedad española ha experimentado cambios muy profundos en los últimos 25 años. Si es cierto que en el conjunto de la sociedad mundial se han producido transformaciones muy fuertes en estos últimos 25 años, es evidente que España no podía escapar de la fuerza y los efectos de esos cambios. Sobre todo si tenemos en cuenta que España es un país que, en los años de los que hablamos y en el ámbito nacional, ha pasado de la dictadura a la democracia. Y en sus relaciones  internacionales, se ha integrado en la Unión Europea. A lo que hay que añadir, como es lógico, el hundimiento de muros y fronteras en dos ámbitos fundamentales de la vida moderna. Me refiero a la globalización de los canales de la información y a la inexistencia de leyes y barreras para la libre circulación de capitales, dada la absoluta libertad que tienen los mercados financieros, que trasladan miles de millones, de un extremo al otro del mundo, durante las 24 horas de cada día. De ahí la rapidez y la profundidad de los cambios que se están produciendo en la llamada “aldea global” y, más concretamente, en nuestro país. Cambios que se están produciendo en la sociedad y en los individuos, sobre todo en los individuos, es decir, en cada uno de nosotros. Muchas veces, sin que cada uno de nosotros sea plenamente consciente de lo que realmente le está pasando.

Ahora bien, por lo que respecta a lo que aquí estamos tratando, en los últimos tiempos se han producido dos grandes hechos que es necesario recordar. Me refiero, en primer lugar, al proceso de secularización de la sociedad española, y, en segundo lugar, a los efectos que está teniendo en nuestro país la quiebra del “Estado del bienestar”.

1) La Iglesia y la secularización de nuestra sociedad

Ante todo, si queremos decir algo verdaderamente serio sobre la presencia de la Iglesia en nuestra sociedad, parece bastante claro que el cambio más fuerte que se ha producido en los últimos tiempos ha sido la rápida y profunda secularización de grandes sectores de la sociedad española. La cosa está clara. Ni siquiera hay que echar mano de estudios estadísticos pormenorizados para advertir el creciente declive de la afiliación religiosa que se detecta por todas partes. Los datos, por otra parte, son suficientemente conocidos. Si en 1970 los “católicos practicantes” eran el 87 %, en 1993 ya se habían reducido al 52 %. Y si los “católicos nominales” eran en 1970 el 9 %, en 1993 eran el 32 %. Finalmente, si los ciudadanos que se declaraban “sin religión” alguna eran en 1970 el 2 %, en 1993 habían crecido de manera significativa hasta el 15 % [16][16]. Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que, de 1993 al día de hoy, este proceso de secularización no se ha detenido, sino que más bien hay indicadores que hacen pensar justificadamente que el éxodo de gentes que han seguido abandonando las creencias religiosas se ha intensificado.

Ahora bien, sobre estos datos y este hecho global se ha dicho (seguramente con bastante razón) que «parece como si la religión hubiera perdido buena parte de sus funciones, y de ahí el mayor distanciamiento entre religión y sociedad. El hombre del mundo del progreso se ha desarrollado no en contra de Dios, sino sin contar con Dios y sin contar con el eje que el espíritu del cristianismo significó para Europa» [17][17]. Lo cual es verdad, al menos en líneas generales. Sin embargo, me parece que el fenómeno social que estamos viviendo en lo que respecta al hecho religioso es más profundo y, por tanto, más complejo de lo que nos pueden indicar los simples datos estadísticos.

Ante todo, cuando hablamos del hecho religioso en su conjunto, es necesario tener en cuenta que una cosa es la fe en Dios y otra cosa es la práctica religiosa. Porque la fe en Dios es una experiencia personal, mientras que la práctica religiosa comporta, con frecuencia, un hecho social y cultural. Y la experiencia de los últimos años nos dice que, en España al menos, hay una serie de prácticas religiosas que no están precisamente en crisis, sino todo lo contrario. De sobra sabemos que hay acontecimientos religiosos, como la Semana Santa o determinadas peregrinaciones, que cada año concentran cantidades mayores de gente, incluso de gente joven. Y es que nos encontramos ante un fenómeno nuevo, que es la religiosidad sin Dios. Hay cantidad de personas que no tienen claro lo de Dios, mientras que tienen muy clara su pertenencia a tal hermandad o que no pueden dejar de acudir a determinada peregrinación. Es más, no faltan individuos que se confiesan ateos militantes, pero que, al mismo tiempo, son incondicionales de una cofradía religiosa a la que no faltan jamás, por no se sabe qué mecanismo interno que los impulsa a semejante comportamiento. Pues bien, como es lógico, este tipo de hechos, que en alguna medida se han dado siempre, pero que se han acrecentado en los últimos tiempos, pueden ser motivo de enormes equívocos, o incluso de manifiestas aberraciones, a la hora de analizar la postura de la Iglesia en todo este orden de cosas. Porque bien puede ocurrir que los responsables de la institución eclesiástica se sientan razonablemente satisfechos por la creciente demanda de participación en determinadas concentraciones religiosas o manifestaciones públicas de la religión, cuando en realidad eso no indica necesariamente que la gente crea más en Dios. Ni siquiera que la fe en Dios se mantenga como factor determinante que da sentido a la vida de las personas. Y menos aún, que el espíritu y la letra del Evangelio sean efectivos cuando se trata de motivar las conductas individuales y sociales. 

Pero hay algo más hondo en todo este asunto. Juan Martín Velasco se refería no hace mucho a la tendencia, cada día más frecuente, de aquellas personas que mantienen o recuperan una referencia al vocabulario y las acciones de lo sagrado, pero que han invertido el significado que ese término comporta en las religiones. Lo sagrado ya no requiere un trascendimiento de la persona; es una expresión de su profundidad y de su dignidad. El resultado es entonces una religión, no del Dios único, sino de la humanidad o, mejor, del hombre individual y el círculo de los suyos y, en algunos casos, del “otro en general y no solo de aquel con quien mantengo un vínculo privilegiado”. Ese otro puede seguir suscitando la forma más clara de trascendimiento que es el don de sí, pero la suscita desde la llamada a la propia responsabilidad, no desde la imposición exterior de una tradición o de una autoridad. Es la religión sin Dios o la religión del “ser humano divinizado”, donde la divinización no supone la superación real de la condición humana, sino el desarrollo de sus mejores posibilidades. Como es lógico, en las personas que piensan de esta manera, la transformación que está experimentando lo sagrado da lugar a una impostación profana, a través de experiencias estéticas, éticas o de compromiso con los otros. En estas personas está apareciendo una configuración de lo esencial de lo sagrado con rasgos tomados de ámbitos humanos afines al mundo de lo sagrado y no identificados como religiosos. Tales personas representan una configuración de lo sagrado en términos estéticos, éticos y de relación humana que, vividos con radicalidad, servirían de mediaciones con el Absoluto, sin calificación religiosa alguna [18][18]. 

Por otra parte, como bien sabemos, esta nueva configuración de lo sagrado se ha concretado en las últimas décadas, entre otras formas, en las numerosas ONG y los múltiples voluntariados que canalizan la generosidad y la entrega altruista de muchos miles de personas. En unos casos, muchas de estas personas asumen este tipo de conductas por motivaciones estrictamente religiosas y son en realidad una manifestación más de la caridad cristiana. En otros casos, se puede decir que se trata de manifestaciones “profanas” de lo sagrado, es decir, estamos ante personas que viven su relación con lo trascendente a través de mediaciones humanas, de acuerdo con la “metamorfosis de lo sagrado” que se ha dado en la experiencia religiosa, según la acertada expresión de Juan Martín Velasco.

Así las cosas, ¿qué actitud ha adoptado la Iglesia en España ante el proceso de secularización, tan rápido y tan profundo, que estamos viviendo? Lo primero que se puede y se debe decir con toda razón, es que la Iglesia en España ha sido, y sigue siendo, el testigo sociológicamente más cualificado del hecho religioso en nuestra sociedad. Tan cierto es que la secularización ha sido imparable, como que la Iglesia ha mitigado sus efectos negativos. La secularización ha sido imparable porque depende de una serie de factores que no son precisamente religiosos, sino de orden cultural, social, económico y político. Es evidente que la Iglesia no puede ni manejar ni dominar todos esos ámbitos de la vida de un país. Pero aquí me parece que es de justicia tener presentes a tantos cristianos, a tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, que silenciosamente han trabajado generosamente, y muchas veces sin que se les reconozca su valiosa aportación, por dar sentido a la vida de las personas desde la fe y la esperanza en lo trascendente. Desde este punto de vista, se debe afirmar que la Iglesia ha prestado y sigue prestando un servicio de incalculable valor, no solo religioso, sino también social y humano, a la sociedad española.

Seguramente por lo que acabo de decir se explica que la presencia de la Iglesia en nuestra sociedad sigue siendo mucho más fuerte de lo que algunos se imaginan y de lo que otros quisieran. De hecho, la Iglesia sigue siendo noticia. Y, con bastante frecuencia, es más noticia que la información que proviene de otros grupos humanos o instituciones en nuestro país. De sobra sabemos que las noticias que se refieren a asuntos relacionados con el dinero, el sexo, la lucha contra el terrorismo, los derechos constitucionales, por poner algunos ejemplos, son noticia importante y con polémica añadida si el protagonista de la noticia es un “hombre de Iglesia”. Y no parece que la cosa se deba, ni solo ni principalmente, al posible “morbo” que puedan tener este tipo de noticias. Si cualquier información, en este orden de cosas, interesa y hasta apasiona, es que quienes protagonizan la noticia constituyen un colectivo que está muy presente en la sociedad. Y que, por tanto, toca en lo vivo del tejido social.

Pero tan cierto como lo que acabo de decir es que la Iglesia arrastra todavía un lastre, que le han legado las generaciones pasadas, del que no se ha desprendido por completo. Un lastre que le dificulta el cumplimiento debido de su misión de testigo de la trascendencia en la sociedad actual. Me refiero a hechos que están a la vista de todos los ciudadanos y ante los que determinados sectores de la población, por ejemplo las generaciones jóvenes, reaccionan negativamente, a veces con desagrado. Y en ocasiones, con manifiesto rechazo. Para ser más concreto, es claro que mucha gente ve a la Iglesia como una institución anacrónica, en la mentalidad que expresan determinados clérigos, en algunos de sus usos y costumbres, en no pocas de sus normas y hasta en su lenguaje y formas de aparecer en público. Es claro también que, ante muchas personas, la Iglesia aparece como una institución conservadora, que hace la impresión de mirar más al pasado que al presente y al futuro, porque parece que su mayor preocupación es conservar tradiciones de otros tiempos, en vez de dialogar con los agentes más determinantes de lo que está ocurriendo en este momento. De la misma manera, son muchos los españoles que, cuando oyen hablar de la Iglesia, tienen la impresión de que oyen hablar de una institución de derechas, cosa, por lo demás lógica, ya que la historia nos enseña, de manera elocuente, que a la Iglesia le ha ido mejor con las instituciones políticas de derechas que con los movimientos sociales y partidos de izquierdas. Por otra parte, querer mantenerse en una pretendida neutralidad absoluta es cosa que sabemos resulta imposible. Y la gente lo sabe. Por último, un lastre a tener muy en cuenta, en los tiempos que corren, es el hecho de que para muchos cristianos (y no cristianos) la Iglesia es una institución autoritaria porque, tanto en su constitución interna como en sus relaciones públicas, aparece como poseedora de unas verdades de las que no se puede disentir, y con el poder de imponer unas normas ante las que no cabe otra respuesta que no sea el sometimiento incondicional.

Ahora bien, es patente que una institución que aparece ante amplios sectores de la población como anacrónica, conservadora, de derechas y autoritaria, sea o no sea cierto todo eso, es una institución que encontrará serias dificultades para hacerse oír y respetar en la sociedad de nuestro tiempo. Porque, como muy bien sabemos, ni lo anacrónico, ni lo conservador, ni lo de derechas, ni lo autoritario, son cauces adecuados para conectar con los valores y aspiraciones más generalmente aceptados por las personas que viven integradas en la cultura dominante del momento actual. En este sentido, se puede asegurar que una institución, que es vista o valorada así, con mucha dificultad podrá encontrar audiencia y credibilidad en los más amplios sectores de nuestra sociedad.

Por lo demás, lo que acabo de decir no contradice, en modo alguno, lo que he indicado antes sobre la fuerte presencia que tiene la Iglesia en la sociedad española actual. La Iglesia está muy presente como institución gestora de los actos tradicionales de la religión. Lo que no sé si se puede afirmar con la misma seguridad es que esté presente en nuestra sociedad como institución defensora de los valores y aspiraciones más determinantes de la cultura de nuestro tiempo. De ahí la aparente contradicción (y no sé si la ambigüedad) de una Iglesia que está muy presente en la sociedad y, al mismo tiempo, es seriamente contestada por importantes componentes del tejido social y también por grandes sectores de la sociedad en su conjunto. 

2) La Iglesia y la quiebra del “Estado del bienestar”

Los estudios mejor documentados de economía política suelen estar de acuerdo en que el llamado “Estado del bienestar” es un proyecto que hizo quiebra en la década de los ochenta del siglo pasado, a partir de la gestión de los gobiernos del señor Reagan, en Estados Unidos, y de la señora Thatcher, en Gran Bretaña. Seguramente, lo más importante que hemos aprendido, por causa de esta quiebra, es que los indicadores macroeconómicos de un país determinado pueden ir bien y, sin embargo, la calidad de vida de grandes sectores de la población puede ir mal. Porque puede suceder (y de hecho sucede) que el crecimiento económico global de ese país sea alto, pero de hecho resulte que la distribución de la renta nacional, la calidad del empleo, el reparto social del trabajo y del paro (por citar solo algunos indicadores) sean tales que, de hecho, mucha gente viva mal [19][19].

Por supuesto, no se trata en este trabajo de hacer un estudio pormenorizado de esta problemática en el caso concreto de España. Porque ni yo soy competente en esa materia, ni es eso lo que se me ha pedido que explique en este estudio. Sin embargo, hay datos que afectan al bienestar de los españoles, y que es imprescindible tener en cuenta cuando se trata de hablar de la presencia de la Iglesia en nuestra sociedad. Por ejemplo, es bien sabido que España es uno de los países de la Unión Europea cuyo gobierno tiene una sensibilidad social baja, mientras que otros países (casos de Suecia, Noruega, Dinamarca y Holanda) tienen gobiernos con una sensibilidad social alta. Este hecho es tan patente que la distancia en el gasto social per cápita pasó de ser tres veces menor en España que en los países antes citados (en 1998), a ser cuatro veces menor en solo un año (en 1999). Y es que, según la Oficina de Estadística de la Comisión Europea (EUROSTAT), el gasto social público en España, en el año 2001, ha sido el más bajo de la Unión Europea (junto con Irlanda). Y otro tanto hay que decir por lo que se refiere al gasto social per cápita (3.244 euros frente a 5.606 euros, que fue la media europea). Pero lo significativo es que este escaso gasto social, en relación con el PIB, ha tenido lugar precisamente cuando el crecimiento económico de nuestro país ha sido uno de los más altos de Europa. De ahí que el gobierno español tiene motivos para sentirse satisfecho de estar a la cabeza de los países de la Unión Europea que han alcanzado un déficit presupuestario cero [20][20]. Un dato que se nos dice con frecuencia a los españoles a través de los medios de comunicación. Pero no se nos dice que las pensiones en España son las más bajas de la UE [21][21]. Como tampoco se nos informa de la sobrecarga de responsabilidades de las familias, y muy en particular de las mujeres, en la atención de niños, adolescentes y ancianos, debido a la escasa ayuda estatal (la mujer española es la que más horas trabaja en el cuidado de la familia, un total de 44 horas semanales, el doble que la mujer danesa, que trabaja 22 horas) [22][22]. Y tampoco se habla con claridad de la escasez de trabajo y vivienda para los jóvenes, lo cual es motivo de que España sea uno de los países de la UE donde los jóvenes viven con sus padres hasta edades más tardías, retrasando el proceso de formación familiar, causa a su vez de la baja tasa de natalidad, la más baja del mundo [23][23]. Todo esto, como es lógico, resulta preocupante. Porque incide de manera negativa en grandes sectores de la población, concretamente en los sectores más pobres y marginales. Pero el problema aparece en toda su crudeza cuando uno se entera de que, por ejemplo, España es uno de los países de la UE que mantiene uno de los presupuestos más altos en cuanto se refiere a la investigación, fabricación y tráfico de armamento. Y más problemático aún resulta enterarse de que, según el riguroso estudio comparativo internacional de la distribución de la renta del Luxemburg Study Group (LSG) [24][24], España es el país de la UE que tiene mayores desigualdades de renta, con el porcentaje más alto de gente que vive bajo el umbral de la pobreza. Como es lógico, un país en el que la riqueza ha aumentado tanto y en el que, al mismo tiempo, hay tanta desigualdad y tanta pobreza, es un país gobernado más en función de los intereses de los ricos que mirando a las necesidades de los pobres. Si los datos que nos ofrecen los organismos más autorizados son ciertos, no cabe otra explicación de lo que realmente está sucediendo en España.

Ahora bien, ante este estado de cosas, ¿cómo se viene comportando la Iglesia? Si hablamos de la Iglesia española en su conjunto, se puede afirmar con toda seguridad que la sensibilidad social de nuestra Iglesia es alta. Incluso se puede asegurar que es muy alta. Así lo demuestran la cantidad de ONG, voluntariados, iniciativas de solidaridad que nacen y se multiplican en parroquias, órdenes y congregaciones religiosas, colegios y centros docentes, etc. A fin de cuentas, nuestro país no es una excepción de lo que acertadamente ha dicho, hace pocos meses, René Girard: «Nunca una sociedad se ha preocupado tanto por las víctimas como la nuestra.... Ningún período histórico, ninguna de las sociedades hasta ahora conocidas, ha hablado nunca de las víctimas como nosotros lo hacemos» [25][25]. Este juicio, que es aplicable a la sociedad en general, lo es con mucho más motivo a la comunidad de los cristianos. Y más en concreto, a la gran comunidad que es la Iglesia española en su totalidad. Por otra parte, si los cristianos españoles tienen esta mentalidad y proceden de esta manera, eso se debe, en buena medida, a la predicación y animación insistente de obispos y sacerdotes, que impulsan a los fieles y a la sociedad en general para que camine en esta dirección que nos marca la caridad cristiana.

Pero, cuando hablamos de la quiebra del “Estado del bienestar”, no nos referimos propiamente a la mayor o menor preocupación que los ciudadanos tienen o dejan de tener por el sufrimiento de las víctimas de nuestra sociedad. El llamado “Estado del bienestar” no es el resultado de las preocupaciones sociales de los ciudadanos. El “Estado del bienestar” es aquella forma de organización de la Administración pública que consigue tres objetivos fundamentales: a) el pleno empleo; b) seguridad social para todos; c) un alto nivel de consumo para los ciudadanos en general. Ahora bien, acabamos de ver que, en el caso concreto de España, estamos muy lejos de alcanzar esas metas. Porque el sistema económico que se nos ha impuesto, fiel al modelo que marcaron las administraciones Reagan y Thatcher de los años 80, el modelo capitalista neoliberal, es un sistema económico-político que no puede conducir al “Estado del bienestar”, sino que, por el contrario, aumenta progresivamente la brecha entre ricos y pobres y hace cada vez más grandes las desigualdades sociales. El caso de EE.UU., donde hay 40 millones de ciudadanos sin seguro sanitario de ningún tipo y que ha producido, en el país más rico del mundo, más de 20 millones de pobres, es el ejemplo más elocuente de lo que acabo de decir. Por eso se comprende que en España, justamente cuando se ha producido un crecimiento económico más acelerado, las diferencias sociales se han hecho también más grandes. El problema del sistema capitalista no está en que no produce riqueza, sino en que la reparte mal.

Ahora bien, es evidente que la Iglesia, en España como en tantos otros países, es una institución que está integrada en el sistema. Si la Iglesia está aceptada y hasta privilegiada por la legislación oficial, y si además está costeada económicamente por el Estado, es claro que se trata de una institución sólidamente integrada en el sistema establecido. De ello, como sabemos, la Iglesia obtiene buenas ventajas, tanto legales como económicas. Pero de sobra sabemos que consigue esas ventajas a un precio muy alto. Es el precio de la libertad. No se trata de la libertad que consta en los papeles, en los documentos oficiales, en la Constitución y en los Acuerdos del 79. Hablo de la libertad real y efectiva. Hablo, por tanto, del escaso margen de libertad que le queda a la Iglesia ante unas instituciones oficiales de las que sabe que depende en cosas tan fundamentales como son las leyes que le permiten hacer lo que hace o recibir cada año el dinero que necesita para seguir costeando su personal y sus obras apostólicas, docentes y sociales. Es evidente que, en tales condiciones, la Iglesia no puede tocar ciertos temas. Porque, entre otras cosas, los hombres de la política y de la economía le dirán inmediatamente que hablar de esos temas no es su misión. Ni, por tanto, es competente para emitir un juicio sobre determinados asuntos. Con lo cual la Iglesia española se encuentra hoy en la humillante situación de tener que aceptar que sean otros los que le marquen los terrenos que puede pisar y le fijen los límites de lo que puede decir y lo que no puede decir. Resulta difícil imaginarse a Jesús aceptando que Herodes o Poncio Pilato le indicasen los temas que podía tratar y los que no podía tratar. Es claro que Jesús y sus apóstoles no disponían, en la Palestina de su tiempo, de las ventajas legales o económicas que actualmente tiene la Iglesia en España. Pero tan claro como eso es que Jesús y sus apóstoles tenían una libertad que muchos cristianos echan de menos en la Iglesia actual.

Seguramente, todo explica, en buena medida al menos, por qué los dirigentes eclesiásticos hablan con tanta frecuencia y firmeza de temas morales como son el aborto, la eutanasia o el sexo, y no hablan de otros temas morales como son, por ejemplo, los criterios éticos que se han de tener en cuenta cuando se trata de la especulación financiera, de la distribución de la renta nacional en los presupuestos generales del Estado, del gasto público que se dedica a la educación o a las pensiones y del que se destina a la investigación para armamentos bélicos.

Por supuesto, como es bien sabido, nuestros obispos no dejan de recordar (como es su obligación) la doctrina social de la Iglesia, que, concretamente en el magisterio de Juan Pablo II, ha llegado a formulaciones muy serias y muy fuertes contra los excesos del capitalismo y la corrupción de no pocos dirigentes de la política y de la economía global. No cabe duda de que, al recordar esta doctrina, el episcopado español, como los demás episcopados del mundo, representan un freno a no pocas injusticias y manifiestan una voluntad decidida de ponerse de parte de los estratos más desfavorecidos de la sociedad. De todas maneras, no vendrá mal recordar aquí lo que lúcidamente decía, no hace mucho,  el conocido sociólogo François Houtart: «De esta manera [...], aun con una crítica fuerte, hasta radical, de las injusticias provocadas como resultado de los abusos del capitalismo en su fase neoliberal, las enseñanzas religiosas dejan ilesa la lógica fundamental del sistema capitalista. Peor todavía, este tipo de doctrina social ayuda a su reproducción a medio y largo plazos, ya que ningún sistema económico o político puede reproducirse con abusos y todos necesitan instancias críticas que les permitan adaptarse” [26][26]. Dicho de otra manera, este tipo de discurso social puede tener un efecto boomerang: al pretender criticar el capitalismo, nos encontramos con que, en realidad y sin pretenderlo, lo estamos reforzando. Porque el mensaje real que pueden percibir muchos ciudadanos en semejante discurso es el siguiente: el sistema es bueno, lo que falla es la ejecución, porque quienes lo ejecutan son personas corruptas. Por tanto, mejoremos a los ejecutores del sistema y el sistema dará sus buenos resultados.

La conclusión que cabe deducir aquí es parecida a la que se desprende del análisis de la relación entre Iglesia y secularización. Nos encontramos de nuevo con la ambigüedad. Una ambigüedad que brota inevitablemente de la ambigüedad en que se mueve la institución. Una institución que vive instalada en el sistema y que, al mismo tiempo, pretende ser una instancia crítica frente al sistema del que, en aspectos fundamentales, vive. Y al que pretende presentar una oferta evangélica que, en realidad, es una denuncia radical de este sistema que genera tanta desigualdad, tanta violencia y tanto sufrimiento.  

IV. Iglesia, religión, Evangelio

1) Iglesia y evangelización en España

No es posible, en los reducidos límites de este trabajo, presentar (aunque solo fuese de manera resumida) los numerosos proyectos de pastoral y de evangelización que han elaborado los obispos españoles, ya haya sido en las reuniones plenarias de la Conferencia Episcopal, o cada uno en su diócesis. En este sentido, es de resaltar la cantidad de diócesis españolas que en los años pasados han celebrado sus sínodos diocesanos, con notable participación de la comunidad cristiana y, por lo general, con frutos abundantes. Al decir esto, se trata de apuntar solo un indicador -uno entre tantos- de la vitalidad de la Iglesia en España en los últimos 25 años. Esta vitalidad ha sostenido la fe vacilante de muchos ciudadanos españoles en tiempos difíciles. Y pienso que es necesario decir y destacar esto porque responde a hechos reales, de manera que callarlo sería lo mismo que hacerse cómplice de quienes se empeñan en desprestigiar a la Iglesia erosionando su imagen pública y limitando, por tanto, sus posibilidades de presencia y de acción en nuestra sociedad.

Hay otro aspecto que, según creo, es de justicia dejar muy claro. Me refiero a la unidad del episcopado. Los obispos españoles, no obstante los diferentes puntos de vista que pueda haber entre ellos, han aparecido siempre como un bloque unido. Unidos entre ellos mismos. Y unidos con su cabeza, el obispo de Roma. Es importante destacar este empeño de unidad, conseguida a costa de serias renuncias, porque es un hecho ejemplar en cualquier país, en cualquier tipo de sociedad, concretamente en la nuestra.

Y todavía otra cosa. Junto a la unidad, la soledad. El obispo es un hombre que, tal como se desarrolla la vida de la Iglesia, se tiene que sentir solo, muy solo. Porque en él se descargan problemas muy graves que no puede compartir con nadie. Y porque con frecuencia se tiene que ver incomprendido y, sobre todo, sometido a la tensión oculta de presiones que le vienen, ya sea de quienes están por encima de él, ya sea de quienes le ven desde abajo y le critican o incluso le faltan al respeto. Confieso que el silencio en soledad, que seguramente soportan a veces los obispos, es cosa que impresiona y de la que muchos ciudadanos no son conscientes. Digo esto aquí porque, en los tumultuosos y acelerados cambios que se han producido en la sociedad y en la Iglesia en los últimos 25 años, este tipo de situaciones se ha debido de hacer presente bastante más de lo que imaginamos.

No cabe duda de que la Iglesia española, aun con todas las limitaciones que cada cual pueda ver en ella, ha cumplido en los pasados 25 años una tarea determinante en nuestro país. La tarea de mantener vivo el sentimiento religioso. Y, sobre todo, la tarea de anunciar el Evangelio de Jesucristo, fuente de inspiración ética y de esperanza, que ha dado y sigue dando sentido a la vida de muchos ciudadanos. Cuando tantas voces se alzan criticando a la Iglesia con acritud y hasta con amargura, me parece que es de justicia decir, con claridad y firmeza, lo que acabo de indicar.

 

2) ¿Qué hemos hecho con el concilio Vaticano II?

Pero si es cierto y enteramente objetivo lo que he dicho hace un instante, pienso que no sería fiel a la realidad si dejo de decir algo que, cada día que pasa, resulta más preocupante. Lo voy a expresar con una pregunta muy directa: ¿Qué hemos hecho con el concilio Vaticano II? Planteo la pregunta en plural porque aquí entramos todos. Aunque, como es lógico, la responsabilidad es tanto mayor cuanto más alta es la posición que cada cual ocupa en el conjunto de la Iglesia.

 ¿Por qué hago esta pregunta? Desde hace algún tiempo, se viene hablando de la apremiante y urgente necesidad de un nuevo concilio ecuménico. Dicen incluso que hay numerosos obispos, en distintas partes del mundo, que así lo desean. ¿Significa eso que, para quienes piden el nuevo concilio, el Vaticano II fue insuficiente? ¿Se trata, más bien, de que aquel concilio, que tantas esperanzas y tanta ilusión despertó en su momento, ya no sirve? ¿Es admisible que, en menos de medio siglo, el acontecimiento que de hecho fue el concilio Vaticano II haya quedado desfasado?

Sobre estas preguntas, y otras parecidas, se podría discutir indefinidamente. En todo caso, hay algo que es, según creo, lo más evidente en todo este asunto: después de casi cuarenta años de terminado el concilio Vaticano II, aún no se ha producido en la Iglesia católica la debida “recepción” del acontecimiento eclesial más importante del último siglo. He aquí, me parece a mí, uno de los problemas más graves que tiene que afrontar la Iglesia -también nuestra Iglesia de España- en este momento.

Para hacerse cargo de la seriedad de lo que estoy diciendo, empezamos por recordar lo que se quiere decir cuando hablamos de “recepción”. Se trata de un concepto muy antiguo y bastante utilizado en la Iglesia, sobre todo durante el primer milenio. Después de los excelentes estudios de Grillmeier [27][27] y Congar [28][28] (entre otros), se suele entender por recepción «el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que él no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla que conviene a su vida» [29][29]. Aquí es decisivo tener presente que “recepción” no es lo mismo que “obediencia”. De acuerdo con el sentido clásico, que le dio sobre todo la teología medieval, la obediencia es el acto mediante el cual un súbdito ordena su voluntad y su conducta de acuerdo con el precepto legítimo de un superior por respeto a la autoridad de este. La obediencia es, por tanto, sumisión, que se realiza lógicamente en una relación de abajo-arriba, mientras que la recepción es comunión, que se hace vida y que inspira la vida de quienes comparten un mismo proyecto. Es conocida la historia de este concepto clave en la eclesiología del primer milenio, concretamente en el proceso mediante el cual los grandes concilios de la Iglesia antigua pasaron, de ser documentos magisteriales, a ser vida de la Iglesia. Por esto se comprende que la recepción de un concilio se confunde prácticamente con su eficacia, como fue el caso de los concilios de Nicea, Calcedonia, el IV de Letrán y el de Trento [30][30].

Ahora bien, ¿qué ha pasado con el concilio Vaticano II? ¿Por qué hoy a casi nadie se le ocurre pensar que la solución a los problemas actuales de la Iglesia estaría en el retorno al Concilio y en la puesta en práctica de sus documentos? Como es bien sabido, los principales documentos del Concilio fueron el resultado de fórmulas de compromiso, a las que se pudo llegar después de acuerdos parciales y concesiones por parte de las dos tendencias eclesiológicas que se confrontaron en el Vaticano II. Por una parte, la eclesiología de comunión o sacramental. Por otra parte, la eclesiología jurídica o societaria [31][31]. Como sabemos, no se trataba de dos eclesiologías excluyentes la una de la otra. Porque los defensores de ambas estaban de acuerdo en que la Iglesia tiene que ser, a la vez, “comunidad de creyentes” y “sociedad jerárquicamente estructurada”. Ambas cosas a un tiempo. La diferencia estuvo en el punto en que cada una de estas tendencias situaba la cuestión determinante para que la Iglesia sea lo que tiene que ser y actúe en el mundo como tiene que actuar. Ese punto ¿debe situarse en la “teoría” (teología) sobre la Iglesia o en el “derecho”  (normativa) con que se gobierna a la Iglesia? Por eso el problema no se planteó cuando se quiso explicar la naturaleza de la Iglesia, sino cuando se pretendió concretar cómo se tiene que poner en práctica el gobierno de la Iglesia. Porque, cuando se llegó a este punto, ya no se trataba de especulaciones sobre el “misterio”, sino de decisiones sobre el reparto y la gestión del “poder”. El hecho es que los defensores de la eclesiología jurídica cedieron a la hora de explicar el misterio de la Iglesia y su naturaleza profunda, mientras que los partidarios de la eclesiología de comunión cedieron cuando se trató de concretar cómo se tiene que gobernar la Iglesia. Y el resultado fue que, con una eclesiología teóricamente renovada, las fórmulas dieron pie y hasta justificaron el ejercicio de una eclesiología prácticamente conservadora. Puesto que, en realidad, se conservó intacta la forma de gobierno y el ejercicio del poder que, en su estructura fundamental, se venía practicando en la Iglesia desde los tiempos de la reforma de Gregorio VII (siglo xi). De ahí que, por ejemplo, los obispos que participaron en el Concilio expresaron su deseo de que los dicasterios de la Curia romana se sometieran a un nuevo ordenamiento (novae ordinationi... subiciantur) (Ch.D. 9, 2), pero la realidad es que tales dicasterios, en lugar de someterse al deseo de los obispos, hoy tienen más poder sobre los obispos que en los tiempos anteriores al Vaticano II.

Así las cosas, se comprende que, en la Iglesia actual, tenga más peso y sea más determinante la sumisión (concreción de la obediencia) que la comunión (que caracteriza a la recepción). De ahí que, en los últimos 25 años de la vida de nuestra Iglesia española, se ha puesto más empeño en exigir la sumisión de los fieles a las autoridades eclesiásticas que en favorecer la comunión de todos con todos. Eran dos posibles opciones a tomar. Quienes, en los años siguientes al Concilio, tenían el poder episcopal (entendido, por supuesto, como servicio: L.G . 24, 1), desde la lógica del poder, optaron “en teoría” por la comunión, pero “en la práctica” se ha exigido, ante todo, la sumisión. Ahora bien, en una sociedad tan secular y plural como la que se ha configurado en estos años en España, no ha sido posible conseguir la sumisión jerárquica de una notable mayoría de españoles que, según la lógica episcopal, se tendrían que haber sometido a la obediencia de la jerarquía eclesiástica. La consecuencia, que sin duda no se pudo prever hace 25 años, ha sido doble: por una parte, la fractura que se ha producido en el interior de la comunidad eclesial; por otra parte, la imposibilidad práctica de conseguir la recepción del Concilio.

3) La fractura en la Iglesia española

Cualquier persona que esté medianamente informada de lo que ocurre en los ambientes relacionados con la Iglesia en España, sabe muy bien que en este país no todo el mundo se relaciona lo mismo con la institución eclesiástica y sus dirigentes. De sobra sabemos que hay quienes se identifican incondicionalmente y, en algunos casos, fanáticamente con los obispos y sus directrices. Como hay quienes disienten de la Iglesia con el mismo o quizá con más fanatismo que los que la defienden. Por no hablar de la masa inmensa y creciente de los que se desentienden y no quieren saber nada de cuanto se relaciona con obispos y clérigos en general. Todo esto, hasta cierto punto, es normal y ha pasado siempre. La Iglesia ha sido, desde sus orígenes, una institución amada y odiada, defendida y perseguida. La novedad de lo que ocurre ahora es que el rechazo viene, no de los de fuera, ni tampoco de herejes o cismáticos que están (o quieren estar) dentro. La fractura se ha producido entre los que tienen como proyecto la sumisión, que se traduce en uniformidad, y los que han optado más bien por la comunión, que, cuando se pretende realizar en una sociedad abierta y respetuosa con todos, no tiene más remedio que traducirse en pluralismo. Esta fractura ha sido inevitable a partir del momento en que, desde las instancias oficiales de la Iglesia, se favorece, se alienta, se protege y se fomenta a determinados grupos y organizaciones, cuyos nombres tenemos todos en la cabeza, y que se componen de personas que alimentan la mística de la sumisión,  mientras que quienes piensan de otra manera y manifiestan puntos de vista que, sin romper en absoluto con la fe de la Iglesia, disienten de la “uniformidad oficial”, son marginados, desconocidos, desestimados y, a veces, públicamente descalificados hasta extremos que pueden resultar profundamente dolorosos.

Lo más preocupante, en esta situación, es que no se ve solución fácil, tal como están las cosas. Porque ambas posturas se basan en sólidos argumentos desde los que justifican su modo de pensar y de actuar. Y lo más delicado del caso es que en el episcopado español no se ve, en este momento, voluntad de facilitar un diálogo, un encuentro. Porque, según parece, la decisión firme es que quienes han optado por la comunión en el pluralismo, abandonen su postura y se acomoden a los que han optado por la sumisión en la uniformidad. Se puede pensar razonablemente que si Pedro y los demás apóstoles hubiesen tomado la postura firme que hoy ha adoptado el episcopado español, es seguro que no tendríamos la variedad y riqueza de teologías que encontramos en el Nuevo Testamento.

Por otra parte, cuando en un gran colectivo, como es la Iglesia, todos se ven obligados a pensar lo mismo, resulta inevitable el abandono de muchos. Esto explica, en buena medida, el éxodo creciente y masivo de gentes que no quieren saber nada de esta institución en la que a muchas personas no les queda otra solución que disimular sus profundos desacuerdos y callar ante hechos y situaciones que resultan incomprensibles. Por no hablar de los que, sin más, se marchan para siempre. Como es lógico, sería injusto atribuir la fuga de tantas gentes que abandonan la Iglesia a la simple y sola explicación del comportamiento de la cúpula eclesiástica. La secularización de la sociedad y los cambios que está experimentando nuestro mundo son motivos muy fuertes, que provocan en gran medida la crisis que atraviesan las instituciones religiosas en la actualidad. Esto es innegable. Pero tan cierto como esto es que hay muchas personas de buena voluntad, que creen firmemente en Jesús y su Evangelio, que encuentran en ese Evangelio una luz que les da sentido y esperanza, y que al mismo tiempo no ven (ni alcanzan a ver) en la orientación actual de la Iglesia un argumento serio, una coherencia y un impulso que les ayuden a pensar que “otro mundo es posible”, y que en Dios y en su Palabra puede haber una solución para tanto sufrimiento y para tantas preguntas que en este momento no tienen respuesta. 

2) La imposible recepción del Concilio

Si los documentos finales del Vaticano II fueron posibles gracias a que las dos tendencias confrontadas supieron ceder para llegar a un consenso, la recepción de aquellos documentos solo será posible el día en que quienes tienen en sus manos el gobierno de la Iglesia tomen en serio la decisión de fomentar el consenso, en lugar de empeñarse en imponer la sumisión. ¿Se puede esperar razonablemente que los obispos españoles tomen, en este momento, esa decisión? La respuesta a esta pregunta resulta cada día más problemática. La Iglesia está viviendo un final de pontificado, que se prolonga sin saber (ni poder saber) hasta cuándo podrá durar esta situación. En tales condiciones, los obispos de un país concreto no pueden tomar, por su cuenta y riesgo, una decisión que sería, de hecho, un giro opuesto a la dirección que desde Roma se ha marcado en los últimos veinte años. A estas alturas, esto es un secreto a voces. Lo sabe todo el mundo. Y no vamos a seguir representando el papel de quienes se empeñan en aparecer como quien ignora o se calla lo que es evidente y lo que es tema de conversación por todas partes.

Cuando, en el Concilio, la discusión sobre esta problemática era más fuerte, los obispos alemanes se atrevieron a hacer una pregunta inquietante: «¿Cuál es el papel del ministerio jerárquico en la Iglesia?». Y aquellos mismos obispos pusieron el dedo en la llaga cuando afirmaron que la atención de la Iglesia ha de centrarse, antes que en el ministerio jerárquico, en todos los miembros del Cuerpo de Cristo (o sea, en todos los cristianos), en función de los cuales existe el ministerio [32][32]. La experiencia de los casi cuarenta años que han transcurrido desde el final del Concilio, ha puesto en evidencia que la propuesta de los obispos alemanes se quedó en mera propuesta. En la práctica de la vida de la Iglesia, durante el posconcilio, lo que de hecho se ha impuesto (y sigue imponiéndose) ha sido la idea que presentó, en los debates conciliares, el asesor del entonces llamado “Santo Oficio”, monseñor Parente. Se trata de la constante afirmación de la supremacía del Papa, cosa que en el escrito de Parente se repetía hasta 19 veces. Además de eso, en dicho escrito se insistía en la dependencia de los obispos con respecto al Papa. Y se hacía una apología del valor autoritativo del magisterio y del derecho de la Iglesia, es decir, una apología de “lo jurídico” en la Iglesia [33][33]. Era la formulación más exacta de quienes veían a la Iglesia como sociedad jerárquicamente estructurada, antes que como comunidad de creyentes seguidores de Jesús. En el Concilio se logró un consenso entre ambas ideas sobre la Iglesia. En el posconcilio se ha impuesto la idea de Parente, es decir, la idea de la Curia romana.

No vamos a discutir aquí si esto ha sido un bien o un mal para la Iglesia. Lo único que importa, en este momento, es saber situarse en la realidad de los hechos y de la vida. Porque no pertenecemos, ni queremos pertenecer, a la Iglesia que está en las ideas de algunos, por más brillantes que sean esas ideas. Pertenecemos y queremos pertenecer a la Iglesia que existe en la realidad, la única Iglesia que tiene derecho a ser considerada como la Iglesia de Jesucristo. Pero, precisamente por eso, porque estamos pensando en la Iglesia que existe en la realidad, nos preguntamos con profunda preocupación: ¿Puede ser recibida y aceptada por todos los cristianos una Iglesia que, de hecho, es el resultado de la imposición autoritativa de una parte de esta Iglesia sobre la otra parte, que no se reconoce en tal Iglesia?

Es evidente que la Iglesia concreta y real, que es el resultado de la propuesta de algunos y no del consenso de todos, esa Iglesia es y será la Iglesia de los que han sacado su idea adelante. Pero esa Iglesia no será recibida y vivida como la Iglesia de todos y en la que todos se sentirán como en su propia casa y a la que todos verán como algo suyo. Hay que reconocerlo con claridad y realismo: ya no es posible que todos los creyentes en Jesucristo se sientan en esta Iglesia como en su casa. Por eso se comprende el éxodo masivo y creciente de gentes que abandonan esta Iglesia, que no quieren saber nada de ella, porque se desentienden de algo que ven que no es de ellos ni les pertenece, algo que les resulta extraño y, en ocasiones, puede ser que hasta hiriente.

¿Se les puede reconocer algo de razón (por lo menos, algo) a los miles y miles de creyentes del “desacuerdo eclesial” o del “éxodo eclesial”? Esta pregunta no se responde poniéndose a analizar quién ha tenido o tiene la culpa de que las cosas estén como están. Porque el problema que aquí se debate no es un problema moral. Se trata de un problema eclesial o, más propiamente, eclesiológico. Es decir, se trata de saber si los que han tomado la postura del desacuerdo (y, a veces, del éxodo), en relación al modelo de Iglesia que se ha impuesto, tienen a su favor argumentos teológicos de peso para mantener dicha postura. No es este ni el sitio ni el momento de ponerse a discutir argumentos de una y otra parte. Solo quiero hacer una indicación. Muchos de los que hoy se sienten a disgusto en la Iglesia, se sintieron felices cuando terminó el Concilio. Señal evidente de que en la enseñanza del Concilio vieron una verdad y una esperanza de las que después se han visto privados. Por tanto, cuando hablamos de “fractura” en la Iglesia, no hablamos de una parte que ha roto el consenso y ha deteriorado la comunión, sino que estamos hablando de dos partes que están implicadas en dicha fractura. Sería suicida que alguna de estas dos partes se ponga a cantar  victoria, aunque no lo diga. Lo único razonable, en este momento, es entonar todos un sincero mea culpa. Y ponerse, entre todos, cada uno en el puesto que le corresponde, a reconstruir un futuro que esté más de acuerdo con el origen y fundamento de la Iglesia, el Evangelio del Reino que anunció nuestro Señor Jesús (L.G. 5, 1).

He hablado, en este último apartado, de “Iglesia”, “religión” y “Evangelio”. Tres palabras clave en el vocabulario de cualquier creyente. Y, sin embargo, tres palabras que han tenido una suerte muy desigual. Los cristianos sabemos que la Iglesia tiene su origen específico no en el fenómeno genérico de la Religión, sino en el hecho concreto del Evangelio. Pero ocurre que la gente en general, y los creyentes en concreto, suelen hablar mucho más de religión que de Evangelio. Por otra parte, los medios de comunicación, los informativos, las noticias que van y vienen, se interesan bastante más por la Iglesia que por el Evangelio. Es decir, de las tres palabras mencionadas, la que (según parece) se lleva la peor parte es el Evangelio. Por lo menos, es la que menos se usa en el argot popular y la que, por lo visto, encuentra más resistencias para ser asumida por la cultura de masas. Y también la que menos ha impregnado el tejido social. Además, al hacer caer en la cuenta de lo que ocurre con estas tres palabras, no creo que estemos simplemente ante un problema semántico. En este caso también, como es lógico, las palabras son un sistema de signos que ponen al descubierto los valores determinantes de una cultura y de una sociedad determinada.

Ahora bien, en la medida en que lo que acabo de indicar es cierto, el lenguaje nos traiciona. Y muestra hasta la evidencia que, en nuestra cultura y en nuestra sociedad, la Iglesia y la religión están más presentes que el Evangelio. Porque, además, son muchas las personas que tienen la idea de que, a fin de cuentas, el Evangelio no es sino un elemento más de la religión. Y entonces lo que en realidad resulta es que lo específico del Evangelio de Jesús se ha diluido (ante grandes sectores de la opinión pública) en lo genérico del fenómeno religioso. Seguramente, muchas personas no se dan cuenta de que si esto, efectivamente, es así, entonces hay que reconocer que en el cristianismo ha ocurrido algo muy grave. Porque eso significa que, para mucha gente, se ha perdido lo específico del Evangelio. Y, por tanto, se ha difuminado o incluso se ha perdido también lo nuevo, lo desconcertante y hasta lo increíble que entraña el mensaje de Jesús. En los primeros tiempos de la Iglesia, a los cristianos los acusaban de “ateos”. Porque, en la cultura de entonces, el ateísmo no era un problema filosófico o teológico, como ocurre ahora, sino que se trataba de una cuestión de prácticas religiosas. Los cristianos no tenían templos, ni altares, ni sacerdotes, ni un culto sagrado al estilo de las religiones establecidas. Y, para colmo, los cristianos decían que adoraban a un “Dios crucificado”. Lo cual era la subversión más radical del sentido mismo que tenía la religión. De ahí la acusación de ateísmo que pesaba sobre la Iglesia y sus miembros [34][34].

Han pasado los siglos, los tiempos, y se han producido profundos cambios culturales. Sin embargo, no obstante las profundas transformaciones que trajeron consigo la Ilustración, la modernidad y hasta la llamada posmodernidad, el hecho es que la religión y la Iglesia siguen estando presentes en nuestra sociedad, de manera que su presencia se hace notar con fuerza.  Del Evangelio no se puede decir lo mismo. En gran medida, porque muchos elementos específicamente evangélicos se han visto desplazados de su especificidad evangélica, y se han convertido en prácticas genéricas y rutinarias de la religión. O han sido integrados por la Iglesia en su sistema de usos, leyes y costumbres. Es lo que ha ocurrido, por poner un ejemplo, con la cruz. En tiempo de Jesús, la cruz era algo tan espantoso y repugnante, que era indicio de mala educación hablar de cruces y crucificados. Hoy, sin embargo, la cruz es un objeto sagrado que inspira respeto, pero no es ya el signo y el destino de los subversivos contra el sistema, como lo era en tiempo de Jesús. Cuando no termina siendo un distintivo, un honor, una condecoración. Y lo que decimos de la cruz se podría decir igualmente de la cena eucarística, otro ejemplo del mismo fenómeno del desplazamiento de “lo evangélico” a “lo religioso” o simplemente a “lo eclesiástico”.

Así las cosas, no parece exagerado decir que la Iglesia y la religión han “domesticado” al Evangelio, lo han integrado en su sistema de valores y en sus criterios de interpretación. De esta manera, al Evangelio se le han recortado las aristas más punzantes. Y se ha conseguido presentar un Evangelio que consuela, pero que no exige o que exige de acuerdo con las conveniencias de algunos.

La consecuencia que inevitablemente se ha seguido de esto es que la Iglesia y la Religión están muy presentes en el tejido social, mientras que el Evangelio no pasa de ser, para mucha gente, un libro de piedad o devoción del que suelen hablar los “hombres de Iglesia” o los “hombres de la religión”. Lo que concretamente se traduce en que la Iglesia y la religión tienen una considerable influencia social y configuran muchas de las costumbres y formas de vida en nuestra sociedad, mientras que el Evangelio no se suele percibir como forma de pensar y estilo de vivir en el conjunto de nuestras vidas y, menos aún, de nuestras instituciones. 

 Esta situación de hecho es una interpelación muy seria para la Iglesia, en general, y, más en concreto, para nuestra Iglesia de España. Porque el Evangelio no es solamente un texto doctrinal. El Evangelio es un texto normativo. Ahora bien, se cree en un texto normativo, se tiene fe en él, no simplemente cuando ese texto se tiene por verdadero, sino cuando ese texto se pone en práctica. Sin embargo, la impresión que tiene cualquier persona imparcial al contemplar cómo vive y cómo actúa nuestra Iglesia, la Iglesia en su conjunto, la Iglesia en la que entramos todos, es que tenemos el Evangelio por verdadero, como es lógico para un creyente. Lo tenemos también como sagrado, como corresponde a un hombre religioso. Pero lo que no hemos hecho muchos de nosotros es asumir el Evangelio como norma de vida. He aquí, sin duda alguna, el problema más serio que tenemos planteado en la Iglesia. 

 

Conclusión

¿Qué ha aportado la Iglesia a la sociedad española en los últimos 25 años? ¿Qué puede y qué debe aportar en este momento? La Iglesia fue un factor determinante para la implantación de la democracia, en los años de la transición. Fue también, y por eso mismo, una institución que fomentó la paz, la armonía, la tolerancia y la convivencia, en el respeto de las diferencias y en el empeño por acabar con el viejo problema de las “dos Españas”, raíz de confrontación y de divisiones constantes entre los españoles. Esto quiere decir que la Iglesia, en aquel momento histórico, supo estar por encima de sus propios intereses. Es decir, fue capaz de anteponer los intereses de todos los españoles, incluso de los que tradicionalmente habían sido contrarios a ella, a los seculares intereses de una institución que estaba acostumbrada a ocupar el centro de la escena en el gran teatro del mundo, que se representaba constantemente en nuestra sociedad. De esta manera, y en buena medida gracias a este comportamiento, la Iglesia española se vio dotada de un “capital simbólico” [35][35] que acrecentó su credibilidad y, por tanto, sus posibilidades de seguir siendo un factor de estabilidad, armonía, donación de sentido y esperanza para los españoles.

Han transcurrido 25 años. ¿Estamos seguros de que hoy la Iglesia sigue teniendo, en la estimación de los ciudadanos, el mismo “capital simbólico” que llegó a alcanzar en los años del tardofranquismo y de la transición democrática? No cabe duda de que, en determinados sectores de la población, vinculados a instituciones religiosas (cuyos nombres todos sabemos) de orientación marcadamente  conservadora y hasta con pretensiones de auténtica “restauración” del pasado, la Iglesia goza de una aceptación incondicional e incluso es profundamente amada. Son los grupos e instituciones que hoy se sienten en la Iglesia como en su propio hogar. Porque en ella se ven acogidos, valorados, presentados como modelo para los demás. De esta manera, la Iglesia tiene hoy en España sus incondicionales seguidores, que por eso se sienten como los  hijos cabales de la Iglesia. De otra parte, está la gran masa de los que, en no pocos ambientes eclesiásticos, son considerados como los indiferentes, los alejados, los incrédulos, los que andan descarriados. Como es lógico, entre sus incondicionales, la Iglesia no solo conserva, sino que ha aumentado su “capital simbólico”. En los tenidos como indiferentes, alejados, incrédulos y descarriados, la cosa se ve de otra manera. Para estos, en efecto, la Iglesia se ha “descapitalizado” simbólicamente y, en consecuencia, tiene cada día menos credibilidad.

Ahora bien, esto quiere decir que la Iglesia española ya no es, para todos los ciudadanos por igual,  la Iglesia de todos los españoles, como pretendió serlo en los años de la transición. No es, por tanto,  la Iglesia para todos los españoles, como de hecho lo fue hace 25 años. La Iglesia española actual es la Iglesia de sus incondicionales. Los que no entran en esa categoría, cada día que pasa, la sienten menos suya, más extraña, más distante. De donde resulta que, en muchos momentos y situaciones de la vida diaria, la Iglesia va dejando de ser un factor de unidad, de encuentro y de solidaridad. Y se va configurando como un agente de distanciamientos, de mutuas descalificaciones, de alejamientos que dañan la fe, las creencias, los valores éticos de muchas personas y, en ocasiones, la convivencia de no pocos ciudadanos.  Esto no es bueno. Ni para la sociedad española, ni para la Iglesia. En la situación actual, el problema que esto genera no es un problema social, como ocurría en los años de la II República. Lo que ahora se plantea es un problema fundamentalmente religioso. El problema que vienen planteando, desde los años del concilio Vaticano II, los que piensan que es más importante la sumisión (en la uniformidad) que la comunión (en el pluralismo). Un problema, por otra parte, que hoy no tiene solución, si es que esa solución se busca por el camino que ha tomado la mayor parte de la jerarquía eclesiástica española. Nuestra sociedad es cada día más plural, más diversificada, más heterogénea. Y en una sociedad así, es sencillamente impensable lograr la uniformidad sumisa que muchos obispos pretenden obtener de los ciudadanos.        

Por otra parte, es claro que, tal como van las cosas, la Iglesia española se bloquea cada día más en su rebaño fiel. De manera que produce la impresión de vivir aislada en su burbuja religiosa y dedicada a cultivar el rebaño de sus incondicionales. Pero, como es lógico, desde el momento en que hace eso, la Iglesia se complica enormemente el camino para poder llegar a ser inspiradora de valores que puedan dar sentido a la vida de todos los ciudadanos. Es doloroso que esto esté sucediendo. Porque ahora, quizá más que nunca, la sociedad necesita ser impulsada por la dimensión ética y moral que brota del Evangelio, y que es determinante, en este momento, para hacer frente a un sistema económico-político que corrompe a las personas, genera violencia y, sobre todo, produce insensibilidad ante el sufrimiento humano.

Así las cosas, a nuestra Iglesia no le vendría mal caer en la cuenta de que los españoles que no se identifican con ella son muchos más de los que seguramente los obispos se imaginan. Y lo peor es que cada día aumenta el número de los disidentes. Europa es ya el continente menos religioso del mundo. El desinterés creciente de tantos miles de personas hacia casi todo lo que representa la Iglesia en este momento no queda paliado, ni se puede disimular, mediante concentraciones ocasionales de gente, organizadas por el rebaño de los incondicionales de la misma Iglesia. Así no es posible salir de la burbuja religiosa, sino que, por el contrario, los que están dentro de ella se sienten más fuertes en su aislamiento y se alejan (sin darse cuenta) del curso real de la historia.

Pero que nadie piense que hemos perdido la esperanza. Y menos aún, que nos hundimos en el derrotismo. Todavía creemos. Todavía esperamos. No creemos (ni esperamos) en una Iglesia imaginaria, que solo existe en nuestras ideas. Creemos en la Iglesia que existe. Queremos a esta Iglesia. Porque estamos persuadidos de que, desde la comunión crítica, es posible la comunión plena, no ya solo ni principalmente con la Iglesia, sino sobre todo con el Evangelio del que la Iglesia nació. Y al que la Iglesia siempre tiene que ser enteramente fiel.      


[1][1] R. Morodo, "Balance positivo de una etapa constituyente", en El País, 12-1-1979. Cf. R. Díaz Salazar, Iglesia, Dictadura y Democracia, HOAC, Madrid, 1981, p. 345.

[2][2] R. Díaz Salazar, o.c., pp. 347-348.

[3][3] Nota del 28 de septiembre de 1978. Ecclesia (1978), p. 1245.

[4][4] Ecclesia (1978), p. 1552.

[5][5] Fue el caso, concretamente, del cardenal de Toledo, M. González Martín, y de los obispos de Alicante, Tenerife, Ciudad Rodrigo, Sigüenza y Orense, que pusieron serios reparos a la Constitución, sobre todo por excluir el nombre de Dios y por problema morales relacionados con el matrimonio y la familia. Cf. Ecclesia (1978), p. 1531.

[6][6] Cf. P. R. Santidrián, España ha dejado de ser católica. Las razones de Azaña. Las razones de hoy, Centro de Investigaciones y Publicaciones, Madrid, 1978, pp. 139-160.

[7][7] Texto íntegro de los Acuerdos, en Ecclesia (1979), pp. 1673-1679.

[8][8] Un buen estudio, con bibliografía escogida, en O. Celador Angón, «Los Acuerdos de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede. Reflexiones sobre su inconstitucionalidad», en Frontera 22, abril-junio de 2002, pp. 141-166.

[9][9] Cf. El País, 25 de marzo de 2002. Citado por O. Celador Aragón, o.c., p. 143.

[10][10] Cf. O. Celador Aragón, o.c., p. 159.

[11][11] Cf., por ejemplo, R. Díaz Salazar, "El 'malestar' de la Iglesia española en la sociedad democrática. Claves para una comprensión", en Iglesia Viva 93 (1981), pp. 47-62. Estudio ampliado en Iglesia, Dictadura y Democracia, pp. 375-401.

[12][12] Ecclesia (1979), p. 1674.

[13][13] Ecclesia (1979), p. 1675.

[14][14] Cf. V. Urrutia, "Las cuentas claras: Aportaciones económicas del Estado a la Iglesia Católica", en Frontera 22, abril-junio 2002, p. 173.

[15][15] V. Urrutia, o.c., p. 179.

[16][16] "Informe sociológico sobre la situación social en España. Síntesis del V Informe Foessa", en Documentación Social 101, octubre-diciembre 1995, p. 203.

[17][17] "Informe sociológico sobre la situación social en España...", en Documentación Social, p. 202.

[18][18] J. Martín Velasco, "Metamorfosis de lo sagrado", publicado en Cuadernos Aquí y Ahora 36, Sal Térrea, Santander, 1999.

[19][19] Cf. V. Navarro, Bienestar insuficiente, democracia incompleta, Anagrama, Barcelona, Anagrama 2002, p. 47.

[20][20] Cf. V. Navarro, o.c., p. 50.

[21][21] OCDE, 1997.

[22][22] EUROSTAT, 1998.

[23][23] UNDP, 1998. Cf. V. Navarro, o.c., p. 32.

[24][24] Income Inequalities in Twenty Nations, 1998. Cf. V. Navarro, o.c., p. 83.

[25][25] R. Girard, Veo a Satán caer como un relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 209.

[26][26] F. Houtart, "Religiones y humanismo en el siglo xxi", en F. Houtart (ed.), Religiones: sus conceptos fundamentales, Siglo XXI, México, 2002, p. 240.

[27][27] A. Grillmeier, "Konzil und Rexeption. Methodische Bemerkungen zu einem Thema der ökumenischen Discusión", en Theologie und Philosophie 45 (1970), pp. 321-352.

[28][28] Y. Congar, "La recepción como realidad eclesiológica", en Concilium 77 (1972), pp. 57-86. Cf. más ampliamente en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques (1972).

[29][29] Y. Congar, o.c., p. 58.

[30][30] Cf. Y. Congar, o.c., pp. 82-83.

[31][31] Cf. J. M. Castillo, La Iglesia que quiso el Concilio, PPC, Madrid, 2001, pp. 30-33.

[32][32] Cf. J. M. Castillo, La Iglesia que quiso el Concilio, p. 32.

[33][33] J. M. Castillo, o.c., p. 32.

[34][34] Cf. A. Harnack, "Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten", en TU 28, Leipzig, 1905.

[35][35] Cf. R. Díaz Salazar, Iglesia, Dictadura y Democracia, pp. 381-384, que cita a P. Berger y T. Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires, 1978, pp. 124-125.


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