La
Fundación Santa María, para la celebración del 25 aniversario de su fundación,
me ha pedido un análisis de la Iglesia en España en este último cuarto de
siglo. Si he entendido bien lo que se me pide, pienso que no se trata de
presentar un resumen de la historia de la Iglesia española en los años que han
transcurrido desde 1977 hasta el día de hoy. Para hablar sobre historia están
los historiadores. Y yo no lo soy. Yo me he dedicado, más bien, a la teología.
Por eso, me parece que lo que aquí corresponde es hacer una reflexión teológica
sobre lo que ha sido la presencia y la actuación de la Iglesia en la sociedad
española en los últimos 25 años. Como
es lógico, se trata de una reflexión teológica sobre unos hechos. Y, por
tanto, sobre una historia. Pero no es mera descripción de lo que ha ocurrido.
Es, más bien, la reflexión que brota de la fe en Jesucristo, cuando esa fe
reflexiona, no sobre verdades abstractas, sino sobre hechos concretos. En este
caso, algunos de los hechos más determinantes que han marcado la historia de
nuestra Iglesia de España en el último cuarto de siglo. Quizá se pueda
comparar este modesto intento de reflexión teológica con lo que, de hecho,
realizó (según parece) el autor del libro de los Hechos de los apóstoles.
Lucas no se limitó a escribir una historia de la primitiva Iglesia. Lucas nos
informó de hechos que ocurrieron en aquellos primeros años de la Iglesia.
Pero, sobre todo, elaboró una teología sobre cuestiones fundamentales de la
Iglesia a partir de los hechos históricos que cuenta. Dentro
de este marco conceptual, y ajustándose a los límites que acabo de indicar, se
sitúa la reflexión que presento en este trabajo. Pero, antes de iniciarlo,
debo hacer una observación. Intencionadamente, el trabajo que presento tiene
una limitación importante. El sistema organizativo de la Iglesia católica es,
como sabemos, un sistema muy centralizado. Según el vigente Código
de Derecho Canónico, las conferencias episcopales, cada obispo en concreto,
los presbíteros, los religiosos y los fieles en general, dependemos todos de la
Curia romana mucho más de lo que bastante gente se imagina. De ahí que la vida
y los hechos de la Iglesia en un país determinado, en este caso España, están
condicionados por el gobierno central de la Iglesia en muchas cosas que la mayor
parte de los cristianos y la opinión pública en general seguramente no
advierten. De toda esta problemática, sin duda importante y compleja, no se va
a tratar en este trabajo. Por una cuestión de espacio y de tiempo. Comprendo
que es una limitación que deja el trabajo incompleto. Pero, sinceramente, no he
visto otra posibilidad de tratar el tema con cierta profundidad, aunque eso sea
a base de dejar intactas cuestiones que necesitarían un tratamiento detenido.
I. La Iglesia
española en 1977 El
año 1977, cuando nació la Fundación Santa María, fue un año determinante
para la sociedad española. Y también para nuestra Iglesia. En junio de ese año
se celebraron las primeras elecciones democráticas, después de los 40 años de
dictadura que habían terminado en 1975. España estaba viviendo intensamente su
transición hacia la democracia. Un proceso que cuajó el 31 de octubre de 1978,
cuando las Cortes aprobaron la vigente Constitución del Estado español. Pues
bien, lo primero que se debe destacar, al hablar de la Iglesia en España en los
últimos 25 años, es la actitud positiva, acertada y, en cuestiones muy
determinantes, enteramente decisiva que tuvo nuestra Iglesia en la transición
democrática. De manera que, sin miedo a exageración de ningún tipo, se puede
afirmar que, de no haber tenido la Iglesia la actitud que tuvo en la transición,
esta no habría sido como de hecho fue. Más aún, parece razonable decir que,
probablemente, si la Iglesia hubiese adoptado, en los años de la transición
democrática, la pastura intransigente y partidista que tomó en los años de la
República, lo más probable es que la transición pacífica no hubiera sido
posible. Hasta ese extremo, me parece a mí, la postura de la Iglesia fue
decisiva en aquellos años. Pero
aquí conviene recordar que, cuando hablamos de la Iglesia, no me estoy
refiriendo solo a la jerarquía eclesiástica. Hablo de la Iglesia en su
totalidad, es decir, hablo de los obispos, del clero y del laicado. Porque, si
los hechos históricos que acabo de apuntar se analizan objetivamente y sin
cargas emocionales, pronto se comprende que la confrontación de los años 30
del siglo pasado no fue, ni solo ni principalmente, una confrontación de políticos
de izquierdas contra obispos de derechas. Fue la confrontación de las “dos
españas”. La confrontación de una parte del pueblo español contra la otra.
Lo que ocurrió entonces, como sabemos muy bien, es que la jerarquía eclesiástica
(fuera de contadas excepciones) no se mantuvo neutral. Ni, por tanto, fue un
agente de pacificación y de armonía. Todo lo contrario. Se erigió a la
categoría de “cruzada” lo que, en realidad, había sido un “golpe de
Estado”. Es cierto que la complejidad de aquellas circunstancias históricas
hace todavía hoy muy difícil emitir un juicio enteramente imparcial y objetivo
de lo que ocurrió entonces. En
todo caso, y se diga lo que se diga de los trágicos acontecimientos de los
pasados años 30, lo que es seguro es que el comportamiento de la Iglesia española,
en los años de la transición democrática, fue completamente distinto del que
adoptó en los años de la II República. Y de nuevo nos encontramos con el
mismo fenómeno que se produjo en los años 30. No fue solo la postura de los
obispos y del clero. Fue la gran mayoría del pueblo español. La sociedad española
estaba cansada de fanatismos y posturas intransigentes. La izquierda radical y
la derecha radical se iban viendo reducidas a franjas cada vez más estrechas y
minoritarias. Por otra parte, el comportamiento de las bases de la Iglesia católica
en los últimos años del franquismo, junto con la postura abierta, tolerante,
respetuosa de no pocos obispos y de muchísimos miembros del clero, preparó a
la Iglesia española, en su conjunto, para que viera como lo más natural del
mundo, como lo que tenía que ser, la histórica homilía del cardenal Tarancón
ante el Rey, en noviembre de 1975. A partir de entonces, resultó incuestionable
lo que, con todo derecho, se calificó como la “neutralización ideológica de
la cuestión religiosa” en España [1][1].
Con toda razón, se puede afirmar que, en los años de la transición democrática,
la confrontación pura y dura de las “dos Españas” estaba liquidada. Y eso,
en gran medida, fue mérito de la Iglesia. Por
eso, hoy estamos en condiciones de asegurar que lo más positivo de la actuación
de la Iglesia, concretamente de los obispos españoles, en los últimos años 70
del siglo pasado, fue el apoyo firme que dieron a la instauración de la
democracia y a la elaboración de una nueva Constitución. La Iglesia, en su
conjunto, luchó por las libertades. Y eso es lo que explica que no intentó
formar un “bloque ideológico” católico frente a otras fuerzas. Además,
favoreció un cierto pluralismo entre los católicos e invocó la tolerancia y
la reconciliación entre los españoles. De ahí que no jugó la baza de crear
un partido confesional ni de condenar explícitamente las opciones socialistas y
comunistas de muchos católicos [2][2].
Un mes antes de ser aprobada la Constitución española por las Cortes
(31 de octubre de 1978), y con vistas al referéndum nacional del 6 de diciembre
de aquel mismo año, la Comisión Permanente del Episcopado publicó una nota en
la que los obispos terminaban diciendo: «Actúen los creyentes como ciudadanos
libres, adultos en su responsabilidad política, y solidarios con el porvenir de
nuestro pueblo. Midan el alcance de esta decisión histórica, en la que se
aspira a establecer las bases de convivencia para todas las personas y pueblos
de España» [3][3].
Y pocos días después de ser ratificada la Constitución en el referéndum
nacional, el cardenal Tarancón escribía, en una de sus Cartas
cristianas: «No puede juzgarse la Constitución con criterios propiamente
confesionales. El fin de la Constitución no es defender la fe o potenciar a una
Iglesia determinada. Ella debe limitarse a garantizar la libertad de las
confesiones religiosas para que estas puedan ser asumidas libremente por los
ciudadanos y puedan colectivamente realizar su misión propia» [4][4].
Se
podrían aducir numerosos testimonios de obispos, teólogos y grupos cristianos
que apoyaron decididamente la postura global de la Conferencia Episcopal Española
en aquel momento decisivo de la historia reciente de España, el momento de la
transición democrática. Pero no hace falta. El hecho, en su conjunto, es bien
conocido. Y tanto más meritorio cuanto que, como sabemos, hubo fuertes
presiones cuyo origen estaba en grupos de católicos de derechas, en
determinados colectivos de sacerdotes y, sobre todo, en algunos obispos [5][5],
que presentaron serias resistencias a la aceptación de una Constitución que no
empezaba nombrando a Dios y que no se pronunciaba por los planteamientos de la
moral católica en cuestiones relacionadas con el matrimonio y la familia. Todo
esto ocurrió hace 25 años. Y ahora, desde la visión más amplia y objetiva
que se hace posible con la distancia en el tiempo y el mejor conocimiento de lo
que entonces sucedió, podemos
decir que, en la reciente historia de España, no se ha hecho todavía, ante la
opinión pública, la debida justicia y la valoración positiva que merece la
determinante actuación de la Iglesia española en los años decisivos de la
transición democrática. No creo estar exagerando cuando digo esto. Ni me
parece que estoy sobreestimando lo que realmente representó la postura de la
Iglesia en aquella coyuntura histórica. Cuando el 13 de octubre de 1931, don
Manuel Azaña planteó el “problema religioso” de España [6][6]
(separación Iglesia-Estado, cuestión de la enseñanza, bienes eclesiásticos,
ordenación laica del Estado), era impensable que llegase el día en que los
obispos españoles adoptasen una postura de respeto y tolerancia ante tales
cuestiones. Pero el hecho es que adoptaron tal postura. Más aún, el
significado de la actuación episcopal, en vísperas del referéndum nacional
del 6 de diciembre de 1978, fue más lejos. Lo que en realidad hicieron entonces
los obispos fue algo mucho más decisivo. Podemos decir que, a partir de aquel
momento, dejó de tener sentido hablar de la “cristiandad” en España. Como
tampoco tiene sentido hablar del “nacional-catolicismo”.
Desde este punto de vista, se puede (y se debe) hablar de un auténtico
acontecimiento cultural. La religión dejó de ocupar el centro y perdió, por
tanto, sus ancestrales pretensiones de ser la instancia última que legitima a
cualquier otro poder o la institución que se considera con el derecho a
ostentar privilegios que nadie más puede disfrutar. No sé si los obispos de
entonces eran realmente conscientes de que era esto lo que estaban aprobando.
Pero el hecho es que lo aprobaron. Y eso merece un reconocimiento y un respeto
que, según creo, todavía no se les ha otorgado en grandes sectores de la opinión
pública española. Porque, en última instancia, lo que la jerarquía eclesiástica
vino a aceptar y a respetar, como señala el artículo primero de nuestra
vigente Constitución, es que «la soberanía nacional», y por tanto el centro
y el origen de todos los derechos y deberes, «reside en el pueblo español, del
que emanan los poderes del Estado». No
es mi competencia el derecho constitucional. Ni a mí se me ha pedido que
presente aquí los avances y progresos de la Constitución española de 1978 con
respecto a las anteriores constituciones que se sucedieron, desde las Cortes de
Cádiz hasta la Segunda República. Lo que sí debo señalar es que nunca antes,
en la historia del derecho constitucional español, la jerarquía de la Iglesia
había tomado una postura tan clara en cuanto se refiere a la aceptación de un
Estado de Derecho fundamentado no a partir de Dios y sin mención alguna de
Dios, con sus poderes y sus privilegios que eso conlleva para la religión, sino
un Estado de Derecho fundamentado en una soberanía que emana del pueblo. En
este sentido, no parece exagerado hablar de un “giro copernicano” en la
Iglesia española, con la consiguiente aceptación del «ordenamiento jurídico
de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político» (Const.,
art. 1, 1) que semejante giro comporta.
II. La Iglesia
española en la democracia Han
transcurrido casi 25 años desde aquel histórico 31 de octubre de 1978. Y la
historia, con el paso del tiempo, no perdona. De ahí que, después de lo que
hemos vivido en estos años, los españoles tengamos el derecho y el deber de
preguntarle a la institución eclesiástica si ha sido realmente consecuente con
lo que aceptó en vísperas del referéndum nacional del 6 de diciembre de 1978.
Yo sé que es una pregunta incómoda. Pero es necesario hacerla. Porque son
muchos los ciudadanos de este país que, a la vista de lo que la sociedad española
ha tenido que presenciar en estos años, quieren saber (y tienen derecho a
saber) si el ordenamiento jurídico, que emana de nuestra Constitución, obliga
a todos los españoles por igual y tiene que ser tomado verdaderamente en serio
por todos. O si, por el contrario, hay instituciones y ciudadanos que pueden,
“legalmente”, gozar de privilegios que no están al alcance de todos. Debo
aclarar que, al decir esto, no estoy haciendo una pregunta retórica. Y menos aún
pretendo plantear una cuestión polémica, por el turbio interés de agitar los
fondos de unas aguas que lo mejor que se puede hacer es dejarlas tranquilas.
Sinceramente creo que no se trata de nada de eso. Estoy hablando de un problema
que está en la calle, en boca de mucha gente (quizá demasiada), en los
“medios” de información y de opinión que nos llegan a diario. Y, sobre
todo, me estoy refiriendo a hechos que han dañado, y siguen dañando, mucho a
nuestra Iglesia. Es inevitable, es necesario hablar de este asunto. ¿A qué me
refiero? Por
más cierto que sea todo lo que he dicho acerca del comportamiento ejemplar de
la Conferencia Episcopal Española en la transición democrática, no es menos
verdad que, apenas habían transcurrido dos meses de la aprobación de la
Constitución, el 3 de enero de 1979, el Estado español y la Santa Sede
firmaron los acuerdos que regulaban los asuntos jurídicos, económicos, de enseñanza
y de asistencia religiosa a las fuerzas armadas [7][7].
Según el artículo 14 de la Constitución, todos «los españoles son iguales
ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o
circunstancia personal o social». Por eso, el artículo 16, 3 establece que «ninguna
confesión religiosa tendrá carácter estatal». Sin embargo, a renglón
seguido se hace mención especial de la Iglesia católica en orden a mantener
las «consiguientes relaciones de cooperación». Se ha discutido si esta mención
de la Iglesia fue o no fue una incongruencia inconstitucional que se coló en la
misma Constitución. En todo caso, y sea cual sea la respuesta que se dé a esa
cuestión, el hecho es que el Estado español no tardó en firmar unos Acuerdos
especiales con la Iglesia que, hasta ahora, no los ha firmado con ninguna otra
institución religiosa. Como tampoco los ha firmado, obviamente, con los
numerosos ciudadanos que en nuestro país se declaran ateos o agnósticos. Queda
patente, por tanto, que la igualdad real de todos los españoles ante la ley duró
(a partir del 31 de octubre de 1978) poco más de dos meses. Porque, desde el 3
de enero del 79, quienes nos confesamos católicos gozamos de privilegios que no
tienen los demás ciudadanos de este país. Con un solo ejemplo basta para
comprenderlo: es evidente que un obispo católico español goza de unos
privilegios legales que no tiene un obispo protestante español. Por más
explicaciones que se le quieran buscar a este hecho, el hecho está ahí. Y es
incuestionable que se trata de un hecho anticonstitucional. No
es este ni el sitio ni el momento de ponerse a analizar los famosos Acuerdos
Iglesia-Estado del 79 [8][8].
Pero, para lo que estoy tratando en este trabajo, me parece conveniente recordar
lo que Dionisio Llamazares, uno de los mayores expertos en esta materia, hizo
notar recientemente. En todos los Acuerdos se puso una cláusula final que exige
el acuerdo entre el Estado y la Iglesia católica, para resolver las dudas que
pueda plantear la aplicación del Acuerdo. ¿Pretendió la Iglesia, mediante esa
cláusula, convertirse en colegisladora? El Tribunal Supremo ha rechazado
reiteradamente la legitimidad de semejante pretensión. En todo caso, como señala
el mismo Llamazares, «se trata de una cláusula envenenada: basta que una de
las partes, dada la ambigüedad de los acuerdos, mantenga posiciones inamovibles
para que a la otra no le quede más remedio que una de estas dos salidas: sumisión
resignada a la otra, o verse acusada de incumplidora del acuerdo» [9][9].
Por
otra parte, en los Acuerdos del 79 hay dos cuestiones que, como es bien sabido,
han dado mucho que hablar en los meses pasados. Me refiero al estatuto jurídico
de los profesores de religión y a la dotación económica de la Iglesia. No voy
a repetir lo que ya se ha dicho muchas veces sobre el trato manifiestamente
preferencial que el Estado español viene concediendo a la Iglesia católica,
desde hace más de veinte años, si se compara ese trato con el que el mismo
Estado concede a otras confesiones religiosas. Es claro que este trato de
preferencia ha sido buscado y celosamente defendido por la jerarquía eclesiástica.
En el caso concreto de la enseñanza de la religión, amparándose en el derecho
de los padres a escoger libremente la educación que desean para sus hijos. Pero
ocultando, ante la opinión pública, que los padres de un estudiante musulmán
o de un hindú no tienen las mismas posibilidades prácticas que los padres de
un estudiante católico. Lo que es tanto como decir que, de
facto, no tienen los mismos derechos. Porque un derecho que se reduce a mera
teoría, sin las garantías que lo hagan efectivo, es un derecho que al sujeto
no le sirve para nada, o sea que es nulo. Por
lo que respecta a la dotación económica de la Iglesia, lo primero que se debe
tener en cuenta es que el compromiso del Estado de financiar a la Iglesia católica
expiró hace muchos años. Y esto es algo que mucha gente no sabe, pero que, por
honestidad, debería ser tema de información objetiva para los ciudadanos de
este país. De otra parte, independientemente de que sólo se asigne a la
Iglesia católica el porcentaje del IRPF de los españoles que así lo soliciten
(cosa que no pueden hacer otras iglesias o religiones), la inconstitucionalidad
del sistema se pone más en evidencia si tenemos en cuenta que una parte de los
ingresos estatales se dedican a financiar a un grupo religioso, a costa de los
presupuestos generales del Estado y, por lo tanto, del dinero de todos, lo mismo
los que están de acuerdo con la Iglesia que los que la rechazan abiertamente [10][10].
Pero
hay algo más en todo este asunto. Los Acuerdos de 1979 fueron obra del gobierno
de la UCD. Luego vinieron los sucesivos gobiernos del PSOE y la situación no
cambió. Y ahora con el PP, por más que puedan presentarse situaciones problemáticas,
como la que se provocó recientemente con los obispos vascos, la impresión que
todos tenemos es que el estado de cosas, que vengo exponiendo, no va a cambiar.
¿Por qué? La respuesta es tan sencilla como preocupante. Ambas instituciones,
la Iglesia y el Estado, tienen intereses comunes. Porque se necesitan
mutuamente, para mantener el poder que cada una de ellas quiere mantener.
Concretamente, la Iglesia necesita dinero que, tal como están las cosas, solo
le puede venir de las arcas del Estado, o sea del bolsillo de todos los españoles,
dado que, como es sabido, la cantidad de millones que el Estado asigna a la
Iglesia supera con creces lo que los ciudadanos indican en su declaración de la
renta. Además, la Iglesia quiere disponer de unas leyes de educación que le
dejen las manos libres, no ya para instruir sobre lo que es el fenómeno
religioso y sus diversas manifestaciones, sino para catequizar a los jóvenes en
los dogmas católicos. Y eso también es el Estado quien se lo puede
proporcionar a la Iglesia. Pero, a la inversa, cada gobernante de turno procura
no enfrentarse con la Iglesia porque en ello se juega popularidad y votos. Y, más
en el fondo, el Estado (por más laico que se declare) necesita ser
“legitimado” por las instituciones que ejercen un poder efectivo sobre la
opinión pública y sobre las conciencias. Y sabemos que, en España, la Iglesia
sigue teniendo un poder muy considerable en ese orden de cosas. Desde
que, en 1975, se acabó en España la última dictadura, se ha hablado muchas
veces del «malestar de la Iglesia en la democracia» [11][11].
¿Se puede pensar en serio que la institución eclesiástica y sus dirigentes se
sienten más cómodos en un régimen político autoritario (con tal que les
favorezca) que en un régimen democrático? Es evidente que en una democracia,
si se es fiel a las reglas del juego, a los individuos y a las instituciones no
les queda más remedio, si hablamos desde el punto de vista de la legalidad, que
aceptar ser uno más, sin privilegios ni derechos especiales. Privilegios y
derechos a los que no tienen acceso los demás ciudadanos o las demás
instituciones. Esto supuesto, ¿podemos decir que la Iglesia española ha dado
pruebas, en los últimos 25 años, de buscar situaciones y leyes de privilegio,
para gozar de un poder que no está al alcance de todos los españoles? Pienso
que, al responder a esta pregunta, hay que proceder con extremada delicadeza, si
es que queremos hablar con objetividad e imparcialidad. En la medida en que es
posible hacer eso, pienso que no sería ni justo ni verdadero afirmar que los
obispos españoles han sido ambiciosos, de manera que han buscado instalarse en
un poder que no les corresponde. Y pienso que no es justo decir eso porque de
esa manera daríamos una interpretación “moralizante” a un fenómeno y a un
proceso que, en realidad, ha sido (y es) mucho más complejo. En
la teología y en la espiritualidad del episcopado católico, se suele insistir
en que el “poder” es un “servicio”. Así lo dijo expresamente el
concilio Vaticano II (L.G., 24, 1; 27, 1 y 3). Por supuesto, tal concepción del
poder ha sido un notable progreso en la teología del episcopado. Pero se trata
de un progreso que entraña un posible engaño: si poder y servicio son
equivalentes, cualquiera puede caer en la tentación de pensar que, si tiene más
poder, por eso mismo prestará un mayor servicio. Y entonces nos podemos
encontrar con personas y grupos que buscan poderes especiales, no por ambición,
sino por deseo sincero de servir a la comunidad. Creo que eso exactamente es lo
que les ha ocurrido, y les sigue ocurriendo, a no pocos obispos. Estoy seguro de
que la mayor parte de nuestros obispos no son hombres prepotentes o ambiciosos.
Son hombres que quieren ser eficaces en su servicio a la comunidad católica. Y
ahí es donde está la trampa. Se trata de la trampa que consiste en confundir
la eficacia de las instituciones de este mundo con la eficacia del Evangelio y,
en definitiva, con la desconcertante eficacia de la cruz de Cristo (cf. 1 Cor
1,18-25). Es evidente, por poner un ejemplo, que un obispo que cada curso académico
puede admitir y excluir a los profesores de religión según
sus propios criterios, tiene un poder que no lo tiene ni el jefe de Estado. Es
evidente también que, utilizando ese poder, el obispo enseñará la religión
con una eficacia que no tendría si careciese de ese poder. Pero lo que hay que
preguntarse es si, utilizando tales privilegios, se transmite la memoria y la
presencia de aquel Jesús que no quiso para sí privilegio alguno, ni pretendió
jamás gozar de exenciones legales, por encima del resto de los ciudadanos de su
tiempo. Si aceptamos de verdad que el Evangelio no es mera doctrina, sino
“otra forma de vivir”, que no tolera situarse por encima de nadie (cf. Mc
10,35-45 par), ¿qué sentido tiene pretender transmitir esa forma de vivir
contradiciendo exactamente lo que se quiere transmitir?
Más
aún, en el Acuerdo sobre asuntos económicos se establece que «el Estado se
compromete a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su
adecuado sostenimiento económico» (art. II, 1) [12][12].
No entro aquí en los complicados mecanismos que, de hecho, se han seguido para
la financiación de la Iglesia por parte del Estado. Lo único que quiero
recordar es que la Iglesia, al no poder autofinanciarse como era su propósito
(art. II, 5) [13][13],
ha tenido que aceptar cada año más y más dinero de parte del Estado, de
manera que la asignación presupuestaria ha aumentado de los 15.260 millones de
pesetas, en 1991, a los 21.746 millones en el año 2001 [14][14].
Como, por otra parte, la asignación económica que proviene de las
declaraciones de la renta disminuye de año en año, el resultado es que, por
supuesto, la Iglesia obtiene los recursos económicos que necesita. Pero, al
mismo tiempo y de manera inevitable, la Iglesia se va quedando, cada año más y
más, «éticamente prisionera y a merced de las presiones de los gobiernos de
turno» [15][15].
Dicho de otra manera, la Iglesia ha perdido buena parte de la libertad que
necesita ante los poderes públicos. Y es de temer que, si las cosas no cambian,
en el futuro tendrá aún menos libertad de la que tiene hoy. Por
otra parte, como ya ha quedado suficientemente dicho, la dependencia no es solo
de la Iglesia hacia el Estado, sino también del Estado hacia la Iglesia. Si el
Estado español ha cedido ante la Iglesia en asuntos jurídicos, en asuntos económicos
y en cuestiones muy serias relacionadas con la educación, hasta incurrir en la
inconstitucionalidad de determinadas decisiones, sin duda eso tiene su explicación
en que el Estado le debe favores muy importantes a la Iglesia. En asuntos de
esta envergadura, no se actúa en política por altruismo o por motivos
parecidos. Y la cosa resulta tanto más elocuente cuanto que, como sabemos, este
comportamiento se ha mantenido sustancialmente lo mismo por parte de gobiernos
tan distintos como ha sido el caso de la UCD, el PSOE y el PP. Hay, pues, en
todo esto intereses políticos que son más fuertes que las ideologías. La
consecuencia que lógicamente resulta de todo lo dicho es que, de la misma
manera que se puede hablar del malestar de la Iglesia en la democracia,
igualmente habría que hablar del malestar de la democracia cuando en esta tiene
que convivir con una institución religiosa tan fuerte como es el caso de la
Iglesia en la sociedad española. Está claro que la Iglesia y el Estado se
necesitan. Y por eso están condenados a entenderse. Pero tan cierto como eso es
que están también condenados a agredirse: el Estado, recortando las libertades
de la Iglesia, y la Iglesia, limitando la igualdad efectiva y real de los
ciudadanos. Todos sabemos muy bien que no estoy elucubrando teorías. Estoy
hablando de hechos que hemos vivido recientemente en España. El malestar de
mucha gente, en relación a la religión y a la política, tiene su buena parte
de explicación en lo que acabo de decir.
III.
Iglesia y sociedad Es
claro que la sociedad española ha experimentado cambios muy profundos en los últimos
25 años. Si es cierto que en el conjunto de la sociedad mundial se han
producido transformaciones muy fuertes en estos últimos 25 años, es evidente
que España no podía escapar de la fuerza y los efectos de esos cambios. Sobre
todo si tenemos en cuenta que España es un país que, en los años de los que
hablamos y en el ámbito nacional, ha pasado de la dictadura a la democracia. Y
en sus relaciones internacionales,
se ha integrado en la Unión Europea. A lo que hay que añadir, como es lógico,
el hundimiento de muros y fronteras en dos ámbitos fundamentales de la vida
moderna. Me refiero a la globalización de los canales de la información y a la
inexistencia de leyes y barreras para la libre circulación de capitales, dada
la absoluta libertad que tienen los mercados financieros, que trasladan miles de
millones, de un extremo al otro del mundo, durante las 24 horas de cada día. De
ahí la rapidez y la profundidad de los cambios que se están produciendo en la
llamada “aldea global” y, más concretamente, en nuestro país. Cambios que
se están produciendo en la sociedad y en los individuos, sobre todo en los
individuos, es decir, en cada uno de nosotros. Muchas veces, sin que cada uno de
nosotros sea plenamente consciente de lo que realmente le está pasando. Ahora
bien, por lo que respecta a lo que aquí estamos tratando, en los últimos
tiempos se han producido dos grandes hechos que es necesario recordar. Me
refiero, en primer lugar, al proceso de secularización
de la sociedad española, y, en segundo lugar, a los efectos que está teniendo
en nuestro país la quiebra del “Estado
del bienestar”. 1)
La Iglesia y la secularización de
nuestra sociedad Ante
todo, si queremos decir algo verdaderamente serio sobre la presencia de la
Iglesia en nuestra sociedad, parece bastante claro que el cambio más fuerte que
se ha producido en los últimos tiempos ha sido la rápida y profunda secularización de grandes sectores de la sociedad española. La
cosa está clara. Ni siquiera hay que echar mano de estudios estadísticos
pormenorizados para advertir el creciente declive de la afiliación religiosa
que se detecta por todas partes. Los datos, por otra parte, son suficientemente
conocidos. Si en 1970 los “católicos practicantes” eran el 87 %, en 1993 ya
se habían reducido al 52 %. Y si los “católicos nominales” eran en 1970 el
9 %, en 1993 eran el 32 %. Finalmente, si los ciudadanos que se declaraban
“sin religión” alguna eran en 1970 el 2 %, en 1993 habían crecido de
manera significativa hasta el 15 % [16][16].
Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que, de 1993 al día de hoy, este
proceso de secularización no se ha detenido, sino que más bien hay indicadores
que hacen pensar justificadamente que el éxodo de gentes que han seguido
abandonando las creencias religiosas se ha intensificado. Ahora
bien, sobre estos datos y este hecho global se ha dicho (seguramente con
bastante razón) que «parece como si la religión hubiera perdido buena parte
de sus funciones, y de ahí el mayor distanciamiento entre religión y sociedad.
El hombre del mundo del progreso se ha desarrollado no en contra de Dios, sino
sin contar con Dios y sin contar con el eje que el espíritu del cristianismo
significó para Europa» [17][17].
Lo cual es verdad, al menos en líneas generales. Sin embargo, me parece que el
fenómeno social que estamos viviendo en lo que respecta al hecho religioso es más
profundo y, por tanto, más complejo de lo que nos pueden indicar los simples
datos estadísticos. Ante
todo, cuando hablamos del hecho religioso en su conjunto, es necesario tener en
cuenta que una cosa es la fe en Dios y
otra cosa es la práctica religiosa.
Porque la fe en Dios es una experiencia personal, mientras que la práctica
religiosa comporta, con frecuencia, un hecho social y cultural. Y la experiencia
de los últimos años nos dice que, en España al menos, hay una serie de prácticas
religiosas que no están precisamente en crisis, sino todo lo contrario. De
sobra sabemos que hay acontecimientos religiosos, como la Semana Santa o
determinadas peregrinaciones, que cada año concentran cantidades mayores de
gente, incluso de gente joven. Y es que nos encontramos ante un fenómeno nuevo,
que es la religiosidad sin Dios. Hay
cantidad de personas que no tienen claro lo de Dios, mientras que tienen muy
clara su pertenencia a tal hermandad o que no pueden dejar de acudir a
determinada peregrinación. Es más, no faltan individuos que se confiesan ateos
militantes, pero que, al mismo tiempo, son incondicionales de una cofradía
religiosa a la que no faltan jamás, por no se sabe qué mecanismo interno que
los impulsa a semejante comportamiento. Pues bien, como es lógico, este tipo de
hechos, que en alguna medida se han dado siempre, pero que se han acrecentado en
los últimos tiempos, pueden ser motivo de enormes equívocos, o incluso de
manifiestas aberraciones, a la hora de analizar la postura de la Iglesia en todo
este orden de cosas. Porque bien puede ocurrir que los responsables de la
institución eclesiástica se sientan razonablemente satisfechos por la
creciente demanda de participación en determinadas concentraciones religiosas o
manifestaciones públicas de la religión, cuando en realidad eso no indica
necesariamente que la gente crea más en Dios. Ni siquiera que la fe en Dios se
mantenga como factor determinante que da sentido a la vida de las personas. Y
menos aún, que el espíritu y la letra del Evangelio sean efectivos cuando se
trata de motivar las conductas individuales y sociales.
Pero
hay algo más hondo en todo este asunto. Juan Martín Velasco se refería no
hace mucho a la tendencia, cada día más frecuente, de aquellas personas que
mantienen o recuperan una referencia al vocabulario y las acciones de lo
sagrado, pero que han invertido el significado que ese término comporta en las
religiones. Lo sagrado ya no requiere un trascendimiento de la persona; es una
expresión de su profundidad y de su dignidad. El resultado es entonces una
religión, no del Dios único, sino de la humanidad o, mejor, del hombre
individual y el círculo de los suyos y, en algunos casos, del “otro en
general y no solo de aquel con quien mantengo un vínculo privilegiado”. Ese
otro puede seguir suscitando la forma más clara de trascendimiento que es el
don de sí, pero la suscita desde la llamada a la propia responsabilidad, no
desde la imposición exterior de una tradición o de una autoridad. Es la religión
sin Dios o la religión del “ser humano divinizado”, donde la divinización
no supone la superación real de la condición humana, sino el desarrollo de sus
mejores posibilidades. Como es lógico, en las personas que piensan de esta
manera, la transformación que está experimentando lo sagrado da lugar a una
impostación profana, a través de experiencias estéticas, éticas o de
compromiso con los otros. En estas personas está apareciendo una configuración
de lo esencial de lo sagrado con rasgos tomados de ámbitos humanos afines al
mundo de lo sagrado y no identificados como religiosos. Tales personas
representan una configuración de lo sagrado en términos estéticos, éticos y
de relación humana que, vividos con radicalidad, servirían de mediaciones con
el Absoluto, sin calificación religiosa alguna [18][18].
Por
otra parte, como bien sabemos, esta nueva configuración de lo sagrado se ha
concretado en las últimas décadas, entre otras formas, en las numerosas ONG y
los múltiples voluntariados que canalizan la generosidad y la entrega altruista
de muchos miles de personas. En unos casos, muchas de estas personas asumen este
tipo de conductas por motivaciones estrictamente religiosas y son en realidad
una manifestación más de la caridad cristiana. En otros casos, se puede decir
que se trata de manifestaciones “profanas” de lo sagrado, es decir, estamos
ante personas que viven su relación con lo trascendente a través de
mediaciones humanas, de acuerdo con la “metamorfosis de lo sagrado” que se
ha dado en la experiencia religiosa, según la acertada expresión de Juan Martín
Velasco. Así
las cosas, ¿qué actitud ha adoptado la Iglesia en España ante el proceso de
secularización, tan rápido y tan profundo, que estamos viviendo? Lo primero
que se puede y se debe decir con toda razón, es que la Iglesia en España ha
sido, y sigue siendo, el testigo sociológicamente más cualificado del hecho
religioso en nuestra sociedad. Tan cierto es que la secularización ha sido
imparable, como que la Iglesia ha mitigado sus efectos negativos. La
secularización ha sido imparable porque depende de una serie de factores que no
son precisamente religiosos, sino de orden cultural, social, económico y político.
Es evidente que la Iglesia no puede ni manejar ni dominar todos esos ámbitos de
la vida de un país. Pero aquí me parece que es de justicia tener presentes a
tantos cristianos, a tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, que
silenciosamente han trabajado generosamente, y muchas veces sin que se les
reconozca su valiosa aportación, por dar sentido a la vida de las personas
desde la fe y la esperanza en lo trascendente. Desde este punto de vista, se
debe afirmar que la Iglesia ha prestado y sigue prestando un servicio de
incalculable valor, no solo religioso, sino también social y humano, a la
sociedad española. Seguramente
por lo que acabo de decir se explica que la presencia de la Iglesia en nuestra
sociedad sigue siendo mucho más fuerte de lo que algunos se imaginan y de lo
que otros quisieran. De hecho, la Iglesia sigue siendo noticia. Y, con bastante
frecuencia, es más noticia que la información que proviene de otros grupos
humanos o instituciones en nuestro país. De sobra sabemos que las noticias que
se refieren a asuntos relacionados con el dinero, el sexo, la lucha contra el
terrorismo, los derechos constitucionales, por poner algunos ejemplos, son
noticia importante y con polémica añadida si el protagonista de la noticia es
un “hombre de Iglesia”. Y no parece que la cosa se deba, ni solo ni
principalmente, al posible “morbo” que puedan tener este tipo de noticias.
Si cualquier información, en este orden de cosas, interesa y hasta apasiona, es
que quienes protagonizan la noticia constituyen un colectivo que está muy
presente en la sociedad. Y que, por tanto, toca en lo vivo del tejido social. Pero
tan cierto como lo que acabo de decir es que la Iglesia arrastra todavía un
lastre, que le han legado las generaciones pasadas, del que no se ha desprendido
por completo. Un lastre que le dificulta el cumplimiento debido de su misión de
testigo de la trascendencia en la sociedad actual. Me refiero a hechos que están
a la vista de todos los ciudadanos y ante los que determinados sectores de la
población, por ejemplo las generaciones jóvenes, reaccionan negativamente, a
veces con desagrado. Y en ocasiones, con manifiesto rechazo. Para ser más
concreto, es claro que mucha gente ve a la Iglesia como una institución
anacrónica, en la mentalidad que expresan determinados clérigos, en
algunos de sus usos y costumbres, en no pocas de sus normas y hasta en su
lenguaje y formas de aparecer en público. Es claro también que, ante muchas
personas, la Iglesia aparece como una institución
conservadora, que hace la impresión de mirar más al pasado que al presente
y al futuro, porque parece que su mayor preocupación es conservar tradiciones
de otros tiempos, en vez de dialogar con los agentes más determinantes de lo
que está ocurriendo en este momento. De la misma manera, son muchos los españoles
que, cuando oyen hablar de la Iglesia, tienen la impresión de que oyen hablar
de una institución de derechas, cosa,
por lo demás lógica, ya que la historia nos enseña, de manera elocuente, que
a la Iglesia le ha ido mejor con las instituciones políticas de derechas que
con los movimientos sociales y partidos de izquierdas. Por otra parte, querer
mantenerse en una pretendida neutralidad absoluta es cosa que sabemos resulta
imposible. Y la gente lo sabe. Por último, un lastre a tener muy en cuenta, en
los tiempos que corren, es el hecho de que para muchos cristianos (y no
cristianos) la Iglesia es una institución autoritaria porque, tanto en su constitución interna
como en sus relaciones públicas, aparece como poseedora de unas verdades de las
que no se puede disentir, y con el poder de imponer unas normas ante las que no
cabe otra respuesta que no sea el sometimiento incondicional. Ahora
bien, es patente que una institución que aparece ante amplios sectores de la
población como anacrónica, conservadora, de derechas y autoritaria, sea o no
sea cierto todo eso, es una institución que encontrará serias dificultades
para hacerse oír y respetar en la sociedad de nuestro tiempo. Porque, como muy
bien sabemos, ni lo anacrónico, ni lo conservador, ni lo de derechas, ni lo
autoritario, son cauces adecuados para conectar con los valores y aspiraciones más
generalmente aceptados por las personas que viven integradas en la cultura
dominante del momento actual. En este sentido, se puede asegurar que una
institución, que es vista o valorada así, con mucha dificultad podrá
encontrar audiencia y credibilidad en los más amplios sectores de nuestra
sociedad. Por
lo demás, lo que acabo de decir no contradice, en modo alguno, lo que he
indicado antes sobre la fuerte presencia que tiene la Iglesia en la sociedad
española actual. La Iglesia está muy presente como institución
gestora de los actos tradicionales de la religión. Lo que no sé si se
puede afirmar con la misma seguridad es que esté presente en nuestra sociedad
como institución defensora de los valores y aspiraciones más determinantes
de la cultura de nuestro tiempo. De ahí la aparente contradicción (y no sé
si la ambigüedad) de una Iglesia que está muy presente en la sociedad y, al
mismo tiempo, es seriamente contestada por importantes componentes del tejido
social y también por grandes sectores de la sociedad en su conjunto.
2)
La Iglesia y la quiebra del “Estado del
bienestar” Los
estudios mejor documentados de economía política suelen estar de acuerdo en
que el llamado “Estado del bienestar” es un proyecto que hizo quiebra en la
década de los ochenta del siglo pasado, a partir de la gestión de los
gobiernos del señor Reagan, en Estados Unidos, y de la señora Thatcher, en
Gran Bretaña. Seguramente, lo más importante que hemos aprendido, por causa de
esta quiebra, es que los indicadores macroeconómicos de un país determinado
pueden ir bien y, sin embargo, la calidad de vida de grandes sectores de la
población puede ir mal. Porque puede suceder (y de hecho sucede) que el
crecimiento económico global de ese país sea alto, pero de hecho resulte que
la distribución de la renta nacional, la calidad del empleo, el reparto social
del trabajo y del paro (por citar solo algunos indicadores) sean tales que, de
hecho, mucha gente viva mal [19][19].
Por
supuesto, no se trata en este trabajo de hacer un estudio pormenorizado de esta
problemática en el caso concreto de España. Porque ni yo soy competente en esa
materia, ni es eso lo que se me ha pedido que explique en este estudio. Sin
embargo, hay datos que afectan al bienestar de los españoles, y que es
imprescindible tener en cuenta cuando se trata de hablar de la presencia de la
Iglesia en nuestra sociedad. Por ejemplo, es bien sabido que España es uno de
los países de la Unión Europea cuyo gobierno tiene una sensibilidad social
baja, mientras que otros países (casos de Suecia, Noruega, Dinamarca y Holanda)
tienen gobiernos con una sensibilidad social alta. Este hecho es tan patente que
la distancia en el gasto social per cápita pasó de ser tres veces menor en
España que en los países antes citados (en 1998), a ser cuatro veces menor en
solo un año (en 1999). Y es que, según la Oficina de Estadística de la Comisión
Europea (EUROSTAT), el gasto social público en España, en el año 2001, ha
sido el más bajo de la Unión Europea (junto con Irlanda). Y otro tanto hay que
decir por lo que se refiere al gasto social per cápita (3.244 euros frente a
5.606 euros, que fue la media europea). Pero lo significativo es que este escaso
gasto social, en relación con el PIB, ha tenido lugar precisamente cuando el
crecimiento económico de nuestro país ha sido uno de los más altos de Europa.
De ahí que el gobierno español tiene motivos para sentirse satisfecho de estar
a la cabeza de los países de la Unión Europea que han alcanzado un déficit
presupuestario cero [20][20].
Un dato que se nos dice con frecuencia a los españoles a través de los medios
de comunicación. Pero no se nos dice que las pensiones en España son las más
bajas de la UE [21][21].
Como tampoco se nos informa de la sobrecarga de responsabilidades de las
familias, y muy en particular de las mujeres, en la atención de niños,
adolescentes y ancianos, debido a la escasa ayuda estatal (la mujer española es
la que más horas trabaja en el cuidado de la familia, un total de 44 horas
semanales, el doble que la mujer danesa, que trabaja 22 horas) [22][22].
Y tampoco se habla con claridad de la escasez de trabajo y vivienda para los jóvenes,
lo cual es motivo de que España sea uno de los países de la UE donde los jóvenes
viven con sus padres hasta edades más tardías, retrasando el proceso de
formación familiar, causa a su vez de la baja tasa de natalidad, la más baja
del mundo [23][23].
Todo esto, como es lógico, resulta preocupante. Porque incide de manera
negativa en grandes sectores de la población, concretamente en los sectores más
pobres y marginales. Pero el problema aparece en toda su crudeza cuando uno se
entera de que, por ejemplo, España es uno de los países de la UE que mantiene
uno de los presupuestos más altos en cuanto se refiere a la investigación,
fabricación y tráfico de armamento. Y más problemático aún resulta
enterarse de que, según el riguroso estudio comparativo internacional de la
distribución de la renta del Luxemburg
Study Group (LSG) [24][24],
España es el país de la UE que tiene mayores desigualdades de renta, con el
porcentaje más alto de gente que vive bajo el umbral de la pobreza. Como es lógico,
un país en el que la riqueza ha aumentado tanto y en el que, al mismo tiempo,
hay tanta desigualdad y tanta pobreza, es un país gobernado más en función de
los intereses de los ricos que mirando a las necesidades de los pobres. Si los
datos que nos ofrecen los organismos más autorizados son ciertos, no cabe otra
explicación de lo que realmente está sucediendo en España. Ahora
bien, ante este estado de cosas, ¿cómo se viene comportando la Iglesia? Si
hablamos de la Iglesia española en su conjunto, se puede afirmar con toda
seguridad que la sensibilidad social de nuestra Iglesia es alta. Incluso se
puede asegurar que es muy alta. Así lo demuestran la cantidad de ONG,
voluntariados, iniciativas de solidaridad que nacen y se multiplican en
parroquias, órdenes y congregaciones religiosas, colegios y centros docentes,
etc. A fin de cuentas, nuestro país no es una excepción de lo que
acertadamente ha dicho, hace pocos meses, René Girard: «Nunca una sociedad se
ha preocupado tanto por las víctimas como la nuestra.... Ningún período histórico,
ninguna de las sociedades hasta ahora conocidas, ha hablado nunca de las víctimas
como nosotros lo hacemos» [25][25].
Este juicio, que es aplicable a la sociedad en general, lo es con mucho más
motivo a la comunidad de los cristianos. Y más en concreto, a la gran comunidad
que es la Iglesia española en su totalidad. Por otra parte, si los cristianos
españoles tienen esta mentalidad y proceden de esta manera, eso se debe, en
buena medida, a la predicación y animación insistente de obispos y sacerdotes,
que impulsan a los fieles y a la sociedad en general para que camine en esta
dirección que nos marca la caridad cristiana. Pero,
cuando hablamos de la quiebra del “Estado del bienestar”, no nos referimos
propiamente a la mayor o menor preocupación que los ciudadanos tienen o dejan
de tener por el sufrimiento de las víctimas de nuestra sociedad. El llamado
“Estado del bienestar” no es el resultado de las preocupaciones sociales de
los ciudadanos. El “Estado del bienestar” es aquella forma de organización
de la Administración pública que consigue tres objetivos fundamentales: a) el
pleno empleo; b) seguridad social para todos; c) un alto nivel de consumo para
los ciudadanos en general. Ahora bien, acabamos de ver que, en el caso concreto
de España, estamos muy lejos de alcanzar esas metas. Porque el sistema económico
que se nos ha impuesto, fiel al modelo que marcaron las administraciones Reagan
y Thatcher de los años 80, el modelo capitalista neoliberal, es un sistema económico-político
que no puede conducir al “Estado del bienestar”, sino que, por el contrario,
aumenta progresivamente la brecha entre ricos y pobres y hace cada vez más
grandes las desigualdades sociales. El caso de EE.UU., donde hay 40 millones de
ciudadanos sin seguro sanitario de ningún tipo y que ha producido, en el país
más rico del mundo, más de 20 millones de pobres, es el ejemplo más elocuente
de lo que acabo de decir. Por eso se comprende que en España, justamente cuando
se ha producido un crecimiento económico más acelerado, las diferencias
sociales se han hecho también más grandes. El problema del sistema capitalista
no está en que no produce riqueza, sino en que la reparte mal. Ahora
bien, es evidente que la Iglesia, en España como en tantos otros países, es
una institución que está integrada en el sistema. Si la Iglesia está aceptada
y hasta privilegiada por la legislación oficial, y si además está costeada
económicamente por el Estado, es claro que se trata de una institución sólidamente
integrada en el sistema establecido. De ello, como sabemos, la Iglesia obtiene
buenas ventajas, tanto legales como económicas. Pero de sobra sabemos que
consigue esas ventajas a un precio muy alto. Es el precio de la libertad. No se
trata de la libertad que consta en los papeles, en los documentos oficiales, en
la Constitución y en los Acuerdos del 79. Hablo de la libertad real y efectiva.
Hablo, por tanto, del escaso margen de libertad que le queda a la Iglesia ante
unas instituciones oficiales de las que sabe que depende en cosas tan
fundamentales como son las leyes que le permiten hacer lo que hace o recibir
cada año el dinero que necesita para seguir costeando su personal y sus obras
apostólicas, docentes y sociales. Es evidente que, en tales condiciones, la
Iglesia no puede tocar ciertos temas. Porque, entre otras cosas, los hombres de
la política y de la economía le dirán inmediatamente que hablar de esos temas
no es su misión. Ni, por tanto, es competente para emitir un juicio sobre
determinados asuntos. Con lo cual la Iglesia española se encuentra hoy en la
humillante situación de tener que aceptar que sean otros los que le marquen los
terrenos que puede pisar y le fijen los límites de lo que puede decir y lo que
no puede decir. Resulta difícil imaginarse a Jesús aceptando que Herodes o
Poncio Pilato le indicasen los temas que podía tratar y los que no podía
tratar. Es claro que Jesús y sus apóstoles no disponían, en la Palestina de
su tiempo, de las ventajas legales o económicas que actualmente tiene la
Iglesia en España. Pero tan claro como eso es que Jesús y sus apóstoles tenían
una libertad que muchos cristianos echan de menos en la Iglesia actual. Seguramente,
todo explica, en buena medida al menos, por qué los dirigentes eclesiásticos
hablan con tanta frecuencia y firmeza de temas morales como son el aborto, la
eutanasia o el sexo, y no hablan de otros temas morales como son, por ejemplo,
los criterios éticos que se han de tener en cuenta cuando se trata de la
especulación financiera, de la distribución de la renta nacional en los
presupuestos generales del Estado, del gasto público que se dedica a la educación
o a las pensiones y del que se destina a la investigación para armamentos bélicos.
Por
supuesto, como es bien sabido, nuestros obispos no dejan de recordar (como es su
obligación) la doctrina social de la Iglesia, que, concretamente en el
magisterio de Juan Pablo II, ha llegado a formulaciones muy serias y muy fuertes
contra los excesos del capitalismo y la corrupción de no pocos dirigentes de la
política y de la economía global. No cabe duda de que, al recordar esta
doctrina, el episcopado español, como los demás episcopados del mundo,
representan un freno a no pocas injusticias y manifiestan una voluntad decidida
de ponerse de parte de los estratos más desfavorecidos de la sociedad. De todas
maneras, no vendrá mal recordar aquí lo que lúcidamente decía, no hace
mucho, el conocido sociólogo François
Houtart: «De esta manera [...], aun con una crítica fuerte, hasta radical, de
las injusticias provocadas como resultado de los abusos del capitalismo en su
fase neoliberal, las enseñanzas religiosas dejan ilesa la lógica fundamental
del sistema capitalista. Peor todavía, este tipo de doctrina social ayuda a su
reproducción a medio y largo plazos, ya que ningún sistema económico o político
puede reproducirse con abusos y todos necesitan instancias críticas que les
permitan adaptarse” [26][26].
Dicho de otra manera, este tipo de discurso social puede tener un efecto boomerang:
al pretender criticar el capitalismo, nos encontramos con que, en realidad y sin
pretenderlo, lo estamos reforzando. Porque el mensaje real que pueden percibir
muchos ciudadanos en semejante discurso es el siguiente: el sistema es bueno, lo
que falla es la ejecución, porque quienes lo ejecutan son personas corruptas.
Por tanto, mejoremos a los ejecutores del sistema y el sistema dará sus buenos
resultados. La
conclusión que cabe deducir aquí es parecida a la que se desprende del análisis
de la relación entre Iglesia y secularización. Nos encontramos de nuevo con la
ambigüedad. Una ambigüedad que brota inevitablemente de la ambigüedad en que
se mueve la institución. Una institución que vive instalada en el sistema y
que, al mismo tiempo, pretende ser una instancia crítica frente al sistema del
que, en aspectos fundamentales, vive. Y al que pretende presentar una oferta
evangélica que, en realidad, es una denuncia radical de este sistema que genera
tanta desigualdad, tanta violencia y tanto sufrimiento. IV.
Iglesia, religión, Evangelio 1)
Iglesia y evangelización en España No
es posible, en los reducidos límites de este trabajo, presentar (aunque solo
fuese de manera resumida) los numerosos proyectos de pastoral y de evangelización
que han elaborado los obispos españoles, ya haya sido en las reuniones
plenarias de la Conferencia Episcopal, o cada uno en su diócesis. En este
sentido, es de resaltar la cantidad de diócesis españolas que en los años
pasados han celebrado sus sínodos diocesanos, con notable participación de la
comunidad cristiana y, por lo general, con frutos abundantes. Al decir esto, se
trata de apuntar solo un indicador -uno
entre tantos-
de la vitalidad de la Iglesia en España en los últimos 25 años. Esta
vitalidad ha sostenido la fe vacilante de muchos ciudadanos españoles en
tiempos difíciles. Y pienso que es necesario decir y destacar esto porque
responde a hechos reales, de manera que callarlo sería lo mismo que hacerse cómplice
de quienes se empeñan en desprestigiar a la Iglesia erosionando su imagen pública
y limitando, por tanto, sus posibilidades de presencia y de acción en nuestra
sociedad. Hay
otro aspecto que, según creo, es de justicia dejar muy claro. Me refiero a la
unidad del episcopado. Los obispos españoles, no obstante los diferentes puntos
de vista que pueda haber entre ellos, han aparecido siempre como un bloque
unido. Unidos entre ellos mismos. Y unidos con su cabeza, el obispo de Roma. Es
importante destacar este empeño de unidad, conseguida a costa de serias
renuncias, porque es un hecho ejemplar en cualquier país, en cualquier tipo de
sociedad, concretamente en la nuestra. Y
todavía otra cosa. Junto a la unidad, la soledad. El obispo es un hombre que,
tal como se desarrolla la vida de la Iglesia, se tiene que sentir solo, muy
solo. Porque en él se descargan problemas muy graves que no puede compartir con
nadie. Y porque con frecuencia se tiene que ver incomprendido y, sobre todo,
sometido a la tensión oculta de presiones que le vienen, ya sea de quienes están
por encima de él, ya sea de quienes le ven desde abajo y le critican o incluso
le faltan al respeto. Confieso que el silencio en soledad, que seguramente
soportan a veces los obispos, es cosa que impresiona y de la que muchos
ciudadanos no son conscientes. Digo esto aquí porque, en los tumultuosos y
acelerados cambios que se han producido en la sociedad y en la Iglesia en los últimos
25 años, este tipo de situaciones se ha debido de hacer presente bastante más
de lo que imaginamos. No
cabe duda de que la Iglesia española, aun con todas las limitaciones que cada
cual pueda ver en ella, ha cumplido en los pasados 25 años una tarea
determinante en nuestro país. La tarea de mantener vivo el sentimiento
religioso. Y, sobre todo, la tarea de anunciar el Evangelio de Jesucristo,
fuente de inspiración ética y de esperanza, que ha dado y sigue dando sentido
a la vida de muchos ciudadanos. Cuando tantas voces se alzan criticando a la
Iglesia con acritud y hasta con amargura, me parece que es de justicia decir,
con claridad y firmeza, lo que acabo de indicar. 2)
¿Qué hemos hecho con el concilio
Vaticano II? Pero
si es cierto y enteramente objetivo lo que he dicho hace un instante, pienso que
no sería fiel a la realidad si dejo de decir algo que, cada día que pasa,
resulta más preocupante. Lo voy a expresar con una pregunta muy directa: ¿Qué
hemos hecho con el concilio Vaticano II? Planteo la pregunta en plural porque
aquí entramos todos. Aunque, como es lógico, la responsabilidad es tanto mayor
cuanto más alta es la posición que cada cual ocupa en el conjunto de la
Iglesia. ¿Por
qué hago esta pregunta? Desde hace algún tiempo, se viene hablando de la
apremiante y urgente necesidad de un nuevo concilio ecuménico. Dicen incluso
que hay numerosos obispos, en distintas partes del mundo, que así lo desean. ¿Significa
eso que, para quienes piden el nuevo concilio, el Vaticano II fue insuficiente?
¿Se trata, más bien, de que aquel concilio, que tantas esperanzas y tanta
ilusión despertó en su momento, ya no sirve? ¿Es admisible que, en menos de
medio siglo, el acontecimiento que de hecho fue el concilio Vaticano II haya
quedado desfasado? Sobre
estas preguntas, y otras parecidas, se podría discutir indefinidamente. En todo
caso, hay algo que es, según creo, lo más evidente en todo este asunto: después
de casi cuarenta años de terminado el concilio Vaticano II, aún no se ha
producido en la Iglesia católica la debida “recepción” del acontecimiento
eclesial más importante del último siglo. He aquí, me parece a mí, uno
de los problemas más graves que tiene que afrontar la Iglesia -también
nuestra Iglesia de España-
en este momento. Para
hacerse cargo de la seriedad de lo que estoy diciendo, empezamos por recordar lo
que se quiere decir cuando hablamos de “recepción”. Se trata de un concepto
muy antiguo y bastante utilizado en la Iglesia, sobre todo durante el primer
milenio. Después de los excelentes estudios de Grillmeier [27][27]
y Congar [28][28]
(entre otros), se suele entender por recepción
«el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una
determinación que él no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida
promulgada una regla que conviene a su vida» [29][29].
Aquí es decisivo tener presente que “recepción” no es lo mismo que
“obediencia”. De acuerdo con el sentido clásico, que le dio sobre todo la
teología medieval, la obediencia es el acto mediante el cual un súbdito ordena
su voluntad y su conducta de acuerdo con el precepto legítimo de un superior
por respeto a la autoridad de este. La obediencia es, por tanto, sumisión,
que se realiza lógicamente en una relación de abajo-arriba, mientras que la
recepción es comunión, que se hace
vida y que inspira la vida de quienes comparten un mismo proyecto. Es conocida
la historia de este concepto clave en la eclesiología del primer milenio,
concretamente en el proceso mediante el cual los grandes concilios de la Iglesia
antigua pasaron, de ser documentos magisteriales, a ser vida de la Iglesia. Por
esto se comprende que la recepción de un concilio se confunde prácticamente
con su eficacia, como fue el caso de los concilios de Nicea, Calcedonia, el IV
de Letrán y el de Trento [30][30].
Ahora
bien, ¿qué ha pasado con el concilio Vaticano II? ¿Por qué hoy a casi nadie
se le ocurre pensar que la solución a los problemas actuales de la Iglesia
estaría en el retorno al Concilio y en la puesta en práctica de sus
documentos? Como es bien sabido, los principales documentos del Concilio fueron
el resultado de fórmulas de compromiso, a las que se pudo llegar después de
acuerdos parciales y concesiones por parte de las dos tendencias eclesiológicas
que se confrontaron en el Vaticano II. Por una parte, la eclesiología de comunión
o sacramental. Por otra parte, la eclesiología jurídica o societaria [31][31].
Como sabemos, no se trataba de dos eclesiologías excluyentes la una de la otra.
Porque los defensores de ambas estaban de acuerdo en que la Iglesia tiene que
ser, a la vez, “comunidad de creyentes” y “sociedad jerárquicamente
estructurada”. Ambas cosas a un tiempo. La diferencia estuvo en el punto en
que cada una de estas tendencias situaba la cuestión
determinante para que la Iglesia sea lo que tiene que ser y actúe en el
mundo como tiene que actuar. Ese punto ¿debe situarse en la “teoría”
(teología) sobre la Iglesia o en el “derecho”
(normativa) con que se gobierna a la Iglesia? Por eso el problema no se
planteó cuando se quiso explicar la naturaleza
de la Iglesia, sino cuando se pretendió concretar cómo se tiene que poner en
práctica el gobierno de la Iglesia.
Porque, cuando se llegó a este punto, ya no se trataba de especulaciones sobre
el “misterio”, sino de decisiones sobre el reparto y la gestión del
“poder”. El hecho es que los defensores de la eclesiología jurídica
cedieron a la hora de explicar el misterio de la Iglesia y su naturaleza
profunda, mientras que los partidarios de la eclesiología de comunión cedieron
cuando se trató de concretar cómo se tiene que gobernar la Iglesia. Y el
resultado fue que, con una eclesiología teóricamente
renovada, las fórmulas dieron pie y hasta justificaron el ejercicio de una
eclesiología prácticamente conservadora.
Puesto que, en realidad, se conservó intacta la forma de gobierno y el
ejercicio del poder que, en su estructura fundamental, se venía practicando en
la Iglesia desde los tiempos de la reforma de Gregorio VII (siglo xi).
De ahí que, por ejemplo, los obispos que participaron en el Concilio expresaron
su deseo de que los dicasterios de la Curia romana se sometieran a un nuevo
ordenamiento (novae ordinationi...
subiciantur) (Ch.D. 9, 2), pero la realidad es que tales dicasterios, en
lugar de someterse al deseo de los obispos, hoy tienen más poder sobre los
obispos que en los tiempos anteriores al Vaticano II. Así
las cosas, se comprende que, en la Iglesia actual, tenga más peso y sea más
determinante la sumisión (concreción de la obediencia) que la comunión (que
caracteriza a la recepción). De ahí que, en los últimos 25 años de la vida
de nuestra Iglesia española, se ha puesto más empeño en exigir la sumisión
de los fieles a las autoridades eclesiásticas que en favorecer la comunión
de todos con todos. Eran dos posibles opciones a tomar. Quienes, en los años
siguientes al Concilio, tenían el poder episcopal (entendido, por supuesto,
como servicio: L.G . 24, 1), desde la lógica del poder, optaron “en teoría”
por la comunión, pero “en la práctica” se ha exigido, ante todo, la sumisión.
Ahora bien, en una sociedad tan secular y plural como la que se ha configurado
en estos años en España, no ha sido posible conseguir la sumisión jerárquica
de una notable mayoría de españoles que, según la lógica episcopal, se tendrían
que haber sometido a la obediencia de la jerarquía eclesiástica. La
consecuencia, que sin duda no se pudo prever hace 25 años, ha sido doble: por
una parte, la fractura que se ha
producido en el interior de la comunidad eclesial; por otra parte, la imposibilidad
práctica de conseguir la recepción del Concilio. 3)
La fractura en la Iglesia española Cualquier
persona que esté medianamente informada de lo que ocurre en los ambientes
relacionados con la Iglesia en España, sabe muy bien que en este país no todo
el mundo se relaciona lo mismo con la institución eclesiástica y sus
dirigentes. De sobra sabemos que hay quienes se identifican incondicionalmente
y, en algunos casos, fanáticamente con los obispos y sus directrices. Como hay
quienes disienten de la Iglesia con el mismo o quizá con más fanatismo que los
que la defienden. Por no hablar de la masa inmensa y creciente de los que se
desentienden y no quieren saber nada de cuanto se relaciona con obispos y clérigos
en general. Todo esto, hasta cierto punto, es normal y ha pasado siempre. La
Iglesia ha sido, desde sus orígenes, una institución amada y odiada, defendida
y perseguida. La novedad de lo que ocurre ahora es que el rechazo viene, no de
los de fuera, ni tampoco de herejes o cismáticos que están (o quieren estar)
dentro. La fractura se ha producido entre los que tienen como proyecto la sumisión, que se traduce en uniformidad,
y los que han optado más bien por la comunión,
que, cuando se pretende realizar en una sociedad abierta y respetuosa con todos,
no tiene más remedio que traducirse en pluralismo. Esta fractura ha sido inevitable a partir del momento en
que, desde las instancias oficiales de la Iglesia, se favorece, se alienta, se
protege y se fomenta a determinados grupos y organizaciones, cuyos nombres
tenemos todos en la cabeza, y que se componen de personas que alimentan la mística
de la sumisión, mientras que
quienes piensan de otra manera y manifiestan puntos de vista que, sin romper en
absoluto con la fe de la Iglesia, disienten de la “uniformidad oficial”, son
marginados, desconocidos, desestimados y, a veces, públicamente descalificados
hasta extremos que pueden resultar profundamente dolorosos. Lo
más preocupante, en esta situación, es que no se ve solución fácil, tal como
están las cosas. Porque ambas posturas se basan en sólidos argumentos desde
los que justifican su modo de pensar y de actuar. Y lo más delicado del caso es
que en el episcopado español no se ve, en este momento, voluntad de facilitar
un diálogo, un encuentro. Porque, según parece, la decisión firme es que
quienes han optado por la comunión en el pluralismo, abandonen su postura y se
acomoden a los que han optado por la sumisión en la uniformidad. Se puede
pensar razonablemente que si Pedro y los demás apóstoles hubiesen tomado la
postura firme que hoy ha adoptado el episcopado español, es seguro que no tendríamos
la variedad y riqueza de teologías que encontramos en el Nuevo Testamento. Por
otra parte, cuando en un gran colectivo, como es la Iglesia, todos se ven
obligados a pensar lo mismo, resulta inevitable el abandono de muchos. Esto
explica, en buena medida, el éxodo creciente y masivo de gentes que no quieren
saber nada de esta institución en la que a muchas personas no les queda otra
solución que disimular sus profundos desacuerdos y callar ante hechos y
situaciones que resultan incomprensibles. Por no hablar de los que, sin más, se
marchan para siempre. Como es lógico, sería injusto atribuir la fuga de tantas
gentes que abandonan la Iglesia a la simple y sola explicación del
comportamiento de la cúpula eclesiástica. La secularización de la sociedad y
los cambios que está experimentando nuestro mundo son motivos muy fuertes, que
provocan en gran medida la crisis que atraviesan las instituciones religiosas en
la actualidad. Esto es innegable. Pero tan cierto como esto es que hay muchas
personas de buena voluntad, que creen firmemente en Jesús y su Evangelio, que
encuentran en ese Evangelio una luz que les da sentido y esperanza, y que al
mismo tiempo no ven (ni alcanzan a ver) en la orientación actual de la Iglesia
un argumento serio, una coherencia y un impulso que les ayuden a pensar que
“otro mundo es posible”, y que en Dios y en su Palabra puede haber una
solución para tanto sufrimiento y para tantas preguntas que en este momento no
tienen respuesta. 2)
La imposible recepción del Concilio Si
los documentos finales del Vaticano II fueron posibles gracias a que las dos
tendencias confrontadas supieron ceder para llegar a un consenso, la recepción
de aquellos documentos solo será posible el día en que quienes tienen en sus
manos el gobierno de la Iglesia tomen en serio la decisión de fomentar el
consenso, en lugar de empeñarse en imponer la sumisión. ¿Se puede esperar
razonablemente que los obispos españoles tomen, en este momento, esa decisión?
La respuesta a esta pregunta resulta cada día más problemática. La Iglesia
está viviendo un final de pontificado, que se prolonga sin saber (ni poder
saber) hasta cuándo podrá durar esta situación. En tales condiciones, los
obispos de un país concreto no pueden tomar, por su cuenta y riesgo, una decisión
que sería, de hecho, un giro opuesto a la dirección que desde Roma se ha
marcado en los últimos veinte años. A estas alturas, esto es un secreto a
voces. Lo sabe todo el mundo. Y no vamos a seguir representando el papel de
quienes se empeñan en aparecer como quien ignora o se calla lo que es evidente
y lo que es tema de conversación por todas partes. Cuando,
en el Concilio, la discusión sobre esta problemática era más fuerte, los
obispos alemanes se atrevieron a hacer una pregunta inquietante: «¿Cuál es el
papel del ministerio jerárquico en la Iglesia?». Y aquellos mismos obispos
pusieron el dedo en la llaga cuando afirmaron que la atención de la Iglesia ha
de centrarse, antes que en el ministerio jerárquico, en todos los miembros del
Cuerpo de Cristo (o sea, en todos los cristianos), en función de los cuales
existe el ministerio [32][32].
La experiencia de los casi cuarenta años que han transcurrido desde el final
del Concilio, ha puesto en evidencia que la propuesta de los obispos alemanes se
quedó en mera propuesta. En la práctica de la vida de la Iglesia, durante el
posconcilio, lo que de hecho se ha impuesto (y sigue imponiéndose) ha sido la
idea que presentó, en los debates conciliares, el asesor del entonces llamado
“Santo Oficio”, monseñor Parente. Se trata de la constante afirmación de
la supremacía del Papa, cosa que en el escrito de Parente se repetía hasta 19
veces. Además de eso, en dicho escrito se insistía en la dependencia de los
obispos con respecto al Papa. Y se hacía una apología del valor autoritativo
del magisterio y del derecho de la Iglesia, es decir, una apología de “lo jurídico”
en la Iglesia [33][33].
Era la formulación más exacta de quienes veían a la Iglesia como sociedad
jerárquicamente estructurada, antes que como comunidad de creyentes seguidores de Jesús. En el Concilio se logró
un consenso entre ambas ideas sobre la Iglesia. En el posconcilio se ha impuesto
la idea de Parente, es decir, la idea de la Curia romana. No
vamos a discutir aquí si esto ha sido un bien o un mal para la Iglesia. Lo único
que importa, en este momento, es saber situarse en
la realidad de los hechos y de la vida. Porque no pertenecemos, ni queremos
pertenecer, a la Iglesia que está en las ideas de algunos, por más brillantes
que sean esas ideas. Pertenecemos y queremos pertenecer a la Iglesia que existe
en la realidad, la única Iglesia que tiene derecho a ser considerada como la
Iglesia de Jesucristo. Pero, precisamente por eso, porque estamos pensando en la
Iglesia que existe en la realidad, nos preguntamos con profunda preocupación:
¿Puede ser recibida y aceptada por todos los cristianos una Iglesia que, de
hecho, es el resultado de la imposición autoritativa de una parte de esta
Iglesia sobre la otra parte, que no se reconoce en tal Iglesia? Es
evidente que la Iglesia concreta y real, que es el resultado de la propuesta de algunos
y no del consenso de todos, esa
Iglesia es y será la Iglesia de los que han sacado su idea adelante. Pero esa
Iglesia no será recibida y vivida como la Iglesia de todos y en la que todos se
sentirán como en su propia casa y a la que todos verán como algo suyo. Hay que
reconocerlo con claridad y realismo: ya no
es posible que todos los creyentes en Jesucristo se sientan en esta Iglesia como
en su casa. Por eso se comprende el éxodo masivo y creciente de gentes que
abandonan esta Iglesia, que no quieren saber nada de ella, porque se
desentienden de algo que ven que no es de ellos ni les pertenece, algo que les
resulta extraño y, en ocasiones, puede ser que hasta hiriente. ¿Se
les puede reconocer algo de razón (por lo menos, algo) a los miles y miles de
creyentes del “desacuerdo eclesial” o del “éxodo eclesial”? Esta
pregunta no se responde poniéndose a analizar quién ha tenido o tiene la culpa
de que las cosas estén como están. Porque el problema que aquí se debate no
es un problema moral. Se trata de un problema eclesial o, más propiamente,
eclesiológico. Es decir, se trata de saber si los que han tomado la postura del
desacuerdo (y, a veces, del éxodo), en relación al modelo de Iglesia que se ha
impuesto, tienen a su favor argumentos teológicos de peso para mantener dicha
postura. No es este ni el sitio ni el momento de ponerse a discutir argumentos
de una y otra parte. Solo quiero hacer una indicación. Muchos de los que hoy se
sienten a disgusto en la Iglesia, se sintieron felices cuando terminó el
Concilio. Señal evidente de que en la enseñanza del Concilio vieron una verdad
y una esperanza de las que después se han visto privados. Por tanto, cuando
hablamos de “fractura” en la Iglesia, no hablamos de una
parte que ha roto el consenso y ha deteriorado la comunión, sino que
estamos hablando de dos partes que están implicadas en dicha fractura. Sería suicida
que alguna de estas dos partes se ponga a cantar victoria, aunque no lo diga. Lo único razonable, en este
momento, es entonar todos un sincero mea
culpa. Y ponerse, entre todos, cada uno en el puesto que le corresponde, a
reconstruir un futuro que esté más de acuerdo con el origen y fundamento de la
Iglesia, el Evangelio del Reino que anunció nuestro Señor Jesús (L.G. 5, 1). He
hablado, en este último apartado, de “Iglesia”, “religión” y
“Evangelio”. Tres palabras clave en el vocabulario de cualquier creyente. Y,
sin embargo, tres palabras que han tenido una suerte muy desigual. Los
cristianos sabemos que la Iglesia tiene su origen específico no en el fenómeno
genérico de la Religión, sino en el hecho concreto del Evangelio. Pero ocurre
que la gente en general, y los creyentes en concreto, suelen hablar mucho más
de religión que de Evangelio. Por otra parte, los medios de comunicación, los
informativos, las noticias que van y vienen, se interesan bastante más por la
Iglesia que por el Evangelio. Es decir, de las tres palabras mencionadas, la que
(según parece) se lleva la peor parte es el Evangelio. Por lo menos, es la que
menos se usa en el argot popular y la que, por lo visto, encuentra más
resistencias para ser asumida por la cultura de masas. Y también la que menos
ha impregnado el tejido social. Además, al hacer caer en la cuenta de lo que
ocurre con estas tres palabras, no creo que estemos simplemente ante un problema
semántico. En este caso también, como es lógico, las palabras son un sistema
de signos que ponen al descubierto los valores determinantes de una cultura y de
una sociedad determinada. Ahora
bien, en la medida en que lo que acabo de indicar es cierto, el lenguaje nos
traiciona. Y muestra hasta la evidencia que, en nuestra cultura y en nuestra
sociedad, la Iglesia y la religión están más presentes que el Evangelio.
Porque, además, son muchas las personas que tienen la idea de que, a fin de
cuentas, el Evangelio no es sino un elemento más de la religión. Y entonces lo
que en realidad resulta es que lo específico
del Evangelio de Jesús se ha diluido (ante grandes sectores de la opinión pública)
en lo genérico del fenómeno
religioso. Seguramente, muchas personas no se dan cuenta de que si esto,
efectivamente, es así, entonces hay que reconocer que en el cristianismo ha
ocurrido algo muy grave. Porque eso significa que, para mucha gente, se ha
perdido lo específico del Evangelio. Y, por tanto, se ha difuminado o incluso
se ha perdido también lo nuevo, lo desconcertante y hasta lo increíble que
entraña el mensaje de Jesús. En los primeros tiempos de la Iglesia, a los
cristianos los acusaban de “ateos”. Porque, en la cultura de entonces, el
ateísmo no era un problema filosófico o teológico, como ocurre ahora, sino
que se trataba de una cuestión de prácticas religiosas. Los cristianos no tenían
templos, ni altares, ni sacerdotes, ni un culto sagrado al estilo de las
religiones establecidas. Y, para colmo, los cristianos decían que adoraban a un
“Dios crucificado”. Lo cual era la subversión más radical del sentido
mismo que tenía la religión. De ahí la acusación de ateísmo que pesaba
sobre la Iglesia y sus miembros [34][34].
Han
pasado los siglos, los tiempos, y se han producido profundos cambios culturales.
Sin embargo, no obstante las profundas transformaciones que trajeron consigo la
Ilustración, la modernidad y hasta la llamada posmodernidad, el hecho es que la
religión y la Iglesia siguen estando presentes en nuestra sociedad, de manera
que su presencia se hace notar con fuerza.
Del Evangelio no se puede decir lo mismo. En gran medida, porque muchos
elementos específicamente evangélicos se han visto desplazados de su
especificidad evangélica, y se han convertido en prácticas genéricas y
rutinarias de la religión. O han sido integrados por la Iglesia en su sistema
de usos, leyes y costumbres. Es lo que ha ocurrido, por poner un ejemplo, con la
cruz. En tiempo de Jesús, la cruz era algo tan espantoso y repugnante, que era
indicio de mala educación hablar de cruces y crucificados. Hoy, sin embargo, la
cruz es un objeto sagrado que inspira respeto, pero no es ya el signo y el
destino de los subversivos contra el sistema, como lo era en tiempo de Jesús.
Cuando no termina siendo un distintivo, un honor, una condecoración. Y lo que
decimos de la cruz se podría decir igualmente de la cena eucarística, otro
ejemplo del mismo fenómeno del desplazamiento de “lo evangélico” a “lo
religioso” o simplemente a “lo eclesiástico”. Así
las cosas, no parece exagerado decir que la Iglesia y la religión han
“domesticado” al Evangelio, lo han integrado en su sistema de valores y en
sus criterios de interpretación. De esta manera, al Evangelio se le han
recortado las aristas más punzantes. Y se ha conseguido presentar un Evangelio
que consuela, pero que no exige o que exige de acuerdo con las conveniencias de
algunos. La
consecuencia que inevitablemente se ha seguido de esto es que la Iglesia y la
Religión están muy presentes en el tejido social, mientras que el Evangelio no
pasa de ser, para mucha gente, un libro de piedad o devoción del que suelen
hablar los “hombres de Iglesia” o los “hombres de la religión”. Lo que
concretamente se traduce en que la Iglesia y la religión tienen una
considerable influencia social y configuran muchas de las costumbres y formas de
vida en nuestra sociedad, mientras que el Evangelio no se suele percibir como
forma de pensar y estilo de vivir en el conjunto de nuestras vidas y, menos aún,
de nuestras instituciones. Esta
situación de hecho es una interpelación muy seria para la Iglesia, en general,
y, más en concreto, para nuestra Iglesia de España. Porque el Evangelio no es
solamente un texto doctrinal. El
Evangelio es un texto normativo. Ahora
bien, se cree en un texto normativo, se tiene fe en él, no simplemente cuando
ese texto se tiene por verdadero, sino
cuando ese texto se pone en práctica.
Sin embargo, la impresión que tiene cualquier persona imparcial al contemplar cómo
vive y cómo actúa nuestra Iglesia, la Iglesia en su conjunto, la Iglesia en la
que entramos todos, es que tenemos el Evangelio por verdadero, como es lógico
para un creyente. Lo tenemos también como sagrado, como corresponde a un hombre
religioso. Pero lo que no hemos hecho muchos de nosotros es asumir el Evangelio
como norma de vida. He aquí, sin duda alguna, el problema más serio que
tenemos planteado en la Iglesia. Conclusión ¿Qué
ha aportado la Iglesia a la sociedad española en los últimos 25 años? ¿Qué
puede y qué debe aportar en este momento? La Iglesia fue un factor determinante
para la implantación de la democracia, en los años de la transición. Fue
también, y por eso mismo, una institución que fomentó la paz, la armonía, la
tolerancia y la convivencia, en el respeto de las diferencias y en el empeño
por acabar con el viejo problema de las “dos Españas”, raíz de confrontación
y de divisiones constantes entre los españoles. Esto quiere decir que la
Iglesia, en aquel momento histórico, supo estar por encima de sus propios
intereses. Es decir, fue capaz de anteponer los intereses de todos los españoles,
incluso de los que tradicionalmente habían sido contrarios a ella, a los
seculares intereses de una institución que estaba acostumbrada a ocupar el
centro de la escena en el gran teatro del mundo, que se representaba
constantemente en nuestra sociedad. De esta manera, y en buena medida gracias a
este comportamiento, la Iglesia española se vio dotada de un “capital simbólico”
[35][35]
que acrecentó su credibilidad y, por tanto, sus posibilidades de seguir siendo
un factor de estabilidad, armonía, donación de sentido y esperanza para los
españoles. Han
transcurrido 25 años. ¿Estamos seguros de que hoy la Iglesia sigue teniendo,
en la estimación de los ciudadanos, el mismo “capital simbólico” que llegó
a alcanzar en los años del tardofranquismo y de la transición democrática? No
cabe duda de que, en determinados sectores de la población, vinculados a
instituciones religiosas (cuyos nombres todos sabemos) de orientación
marcadamente conservadora y hasta
con pretensiones de auténtica “restauración” del pasado, la Iglesia goza
de una aceptación incondicional e incluso es profundamente amada. Son los
grupos e instituciones que hoy se sienten en la Iglesia como en su propio hogar.
Porque en ella se ven acogidos, valorados, presentados como modelo para los demás.
De esta manera, la Iglesia tiene hoy en España sus incondicionales seguidores,
que por eso se sienten como los hijos
cabales de la Iglesia. De otra parte, está la gran masa de los que, en no pocos
ambientes eclesiásticos, son considerados como los indiferentes, los alejados,
los incrédulos, los que andan descarriados. Como es lógico, entre sus
incondicionales, la Iglesia no solo conserva, sino que ha aumentado su
“capital simbólico”. En los tenidos como indiferentes, alejados, incrédulos
y descarriados, la cosa se ve de otra manera. Para estos, en efecto, la Iglesia
se ha “descapitalizado” simbólicamente y, en consecuencia, tiene cada día
menos credibilidad. Ahora
bien, esto quiere decir que la Iglesia española ya no es, para todos los
ciudadanos por igual, la Iglesia de todos los españoles, como pretendió serlo en los años de la
transición. No es, por tanto, la
Iglesia para todos los españoles,
como de hecho lo fue hace 25 años. La Iglesia española actual es la Iglesia de
sus incondicionales. Los que no entran en esa categoría, cada día que
pasa, la sienten menos suya, más extraña, más distante. De donde resulta que,
en muchos momentos y situaciones de la vida diaria, la Iglesia va dejando de ser
un factor de unidad, de encuentro y de solidaridad. Y se va configurando como un
agente de distanciamientos, de mutuas descalificaciones, de alejamientos que dañan
la fe, las creencias, los valores éticos de muchas personas y, en ocasiones, la
convivencia de no pocos ciudadanos. Esto
no es bueno. Ni para la sociedad española, ni para la Iglesia. En la situación
actual, el problema que esto genera no es un problema social, como ocurría en
los años de la II República. Lo que ahora se plantea es un problema
fundamentalmente religioso. El problema que vienen planteando, desde los años
del concilio Vaticano II, los que piensan que es más importante la sumisión
(en la uniformidad) que la comunión
(en el pluralismo). Un problema, por otra parte, que hoy no tiene solución, si
es que esa solución se busca por el camino que ha tomado la mayor parte de la
jerarquía eclesiástica española. Nuestra sociedad es cada día más plural, más
diversificada, más heterogénea. Y en una sociedad así, es sencillamente
impensable lograr la uniformidad sumisa que muchos obispos pretenden obtener de
los ciudadanos.
Por
otra parte, es claro que, tal como van las cosas, la Iglesia española se
bloquea cada día más en su rebaño fiel. De manera que produce la impresión
de vivir aislada en su burbuja religiosa y dedicada a cultivar el rebaño de sus
incondicionales. Pero, como es lógico, desde el momento en que hace eso, la
Iglesia se complica enormemente el camino para poder llegar a ser inspiradora de
valores que puedan dar sentido a la vida de todos los ciudadanos. Es doloroso
que esto esté sucediendo. Porque ahora, quizá más que nunca, la sociedad
necesita ser impulsada por la dimensión ética y moral que brota del Evangelio,
y que es determinante, en este momento, para hacer frente a un sistema económico-político
que corrompe a las personas, genera violencia y, sobre todo, produce
insensibilidad ante el sufrimiento humano. Así
las cosas, a nuestra Iglesia no le vendría mal caer en la cuenta de que los
españoles que no se identifican con ella son muchos más de los que seguramente
los obispos se imaginan. Y lo peor es que cada día aumenta el número de los
disidentes. Europa es ya el continente menos religioso del mundo. El desinterés
creciente de tantos miles de personas hacia casi todo lo que representa la
Iglesia en este momento no queda paliado, ni se puede disimular, mediante
concentraciones ocasionales de gente, organizadas por el rebaño de los
incondicionales de la misma Iglesia. Así no es posible salir de la burbuja
religiosa, sino que, por el contrario, los que están dentro de ella se sienten
más fuertes en su aislamiento y se alejan (sin darse cuenta) del curso real de
la historia. Pero
que nadie piense que hemos perdido la esperanza. Y menos aún, que nos hundimos
en el derrotismo. Todavía creemos. Todavía esperamos. No creemos (ni
esperamos) en una Iglesia imaginaria, que solo existe en nuestras ideas. Creemos
en la Iglesia que existe. Queremos a esta Iglesia. Porque estamos persuadidos de
que, desde la comunión crítica, es posible la comunión plena, no ya solo ni
principalmente con la Iglesia, sino sobre todo con el Evangelio del que la
Iglesia nació. Y al que la Iglesia siempre tiene que ser enteramente fiel.
[1][1]
R. Morodo, "Balance positivo de una etapa
constituyente", en El País, 12-1-1979.
Cf. R. Díaz Salazar,
Iglesia, Dictadura y Democracia,
HOAC, Madrid, 1981, p. 345. [2][2]
R. Díaz Salazar, o.c.,
pp. 347-348. [3][3]
Nota del 28 de septiembre de 1978. Ecclesia
(1978), p. 1245. [4][4]
Ecclesia (1978), p. 1552. [5][5]
Fue el caso, concretamente, del cardenal de Toledo, M. González Martín, y
de los obispos de Alicante, Tenerife, Ciudad Rodrigo, Sigüenza y Orense,
que pusieron serios reparos a la Constitución, sobre todo por excluir el
nombre de Dios y por problema morales relacionados con el matrimonio y la
familia. Cf. Ecclesia (1978), p.
1531. [6][6]
Cf. P. R. Santidrián, España ha dejado de ser católica. Las razones de Azaña. Las razones
de hoy, Centro de Investigaciones y Publicaciones, Madrid, 1978, pp.
139-160. [7][7]
Texto íntegro de los Acuerdos, en Ecclesia
(1979), pp. 1673-1679. [8][8]
Un buen estudio, con bibliografía escogida, en O. Celador
Angón, «Los Acuerdos de 1979
entre el Estado español y la Santa Sede. Reflexiones sobre su
inconstitucionalidad», en Frontera
22, abril-junio de 2002, pp. 141-166. [9][9]
Cf. El País, 25 de marzo de 2002. Citado por O. Celador Aragón,
o.c., p. 143. [10][10]
Cf. O. Celador Aragón,
o.c., p. 159. [11][11]
Cf., por ejemplo, R. Díaz Salazar,
"El 'malestar' de la Iglesia española en la sociedad democrática.
Claves para una comprensión", en Iglesia
Viva 93 (1981), pp. 47-62. Estudio ampliado en Iglesia, Dictadura y
Democracia, pp. 375-401. [12][12]
Ecclesia (1979), p. 1674. [13][13]
Ecclesia (1979), p. 1675. [14][14]
Cf. V. Urrutia, "Las cuentas claras: Aportaciones económicas
del Estado a la Iglesia Católica", en Frontera
22, abril-junio 2002, p. 173. [15][15]
V. Urrutia, o.c., p.
179. [16][16]
"Informe sociológico sobre la situación social en España. Síntesis
del V Informe Foessa", en Documentación
Social 101, octubre-diciembre 1995, p. 203. [17][17]
"Informe sociológico sobre la situación social en España...",
en Documentación Social, p. 202. [18][18]
J. Martín Velasco,
"Metamorfosis de lo sagrado", publicado en Cuadernos Aquí y Ahora 36, Sal Térrea, Santander, 1999. [19][19]
Cf. V. Navarro, Bienestar
insuficiente, democracia incompleta, Anagrama, Barcelona, Anagrama 2002,
p. 47. [20][20]
Cf. V. Navarro, o.c., p.
50. [21][21]
OCDE, 1997. [22][22]
EUROSTAT, 1998. [23][23]
UNDP, 1998. Cf. V. Navarro, o.c., p. 32. [24][24]
Income Inequalities in Twenty Nations,
1998. Cf. V. Navarro,
o.c., p. 83. [25][25]
R. Girard, Veo a Satán
caer como un relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 209. [26][26]
F. Houtart, "Religiones y humanismo en el siglo xxi",
en F. Houtart (ed.), Religiones: sus conceptos fundamentales, Siglo XXI, México, 2002,
p. 240. [27][27]
A. Grillmeier, "Konzil und Rexeption. Methodische
Bemerkungen zu einem Thema der ökumenischen Discusión", en Theologie
und Philosophie 45 (1970), pp. 321-352. [28][28]
Y. Congar, "La recepción como realidad eclesiológica",
en Concilium 77 (1972), pp. 57-86.
Cf. más ampliamente en Revue des
Sciences Philosophiques et Théologiques (1972). [29][29]
Y. Congar, o.c., p. 58. [30][30]
Cf. Y. Congar, o.c., pp.
82-83. [31][31]
Cf. J. M. Castillo, La Iglesia que quiso el Concilio, PPC, Madrid, 2001, pp. 30-33. [32][32]
Cf. J. M. Castillo, La Iglesia que quiso el Concilio, p. 32. [33][33]
J. M. Castillo, o.c., p.
32. [34][34]
Cf. A. Harnack, "Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten
Jahrhunderten", en TU 28,
Leipzig, 1905. [35][35]
Cf. R. Díaz Salazar, Iglesia,
Dictadura y Democracia, pp. 381-384, que cita a P. Berger
y T. Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires,
1978, pp. 124-125. Volver al sumario del Nº 6 Volver a Principal de Discípulos
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