1.
Curioso
y alusivo título Sí,
no puedo negar que el título me ha resultado, al menos, chocante. Perspectiva
femenina y óptica de excluidos. ¿Será porque esos dos colectivos guardan
alguna relación? No es que quiera ponerme en plan de víctima. Sólo pregunto. En
mi caso, claro está que hablaré desde la perspectiva femenina porque soy mujer
desde que nací. Pero
tengo también una ventaja para ponerme en la segunda óptica que se pide en
esta ponencia: la de los excluidos. Y es que hace tiempo estoy muy cerca de
ellos y vivo los problemas de su mundo, afectándome continuamente por ellos. Ahora
bien, cuando hablamos de espiritualidad no distingo sexos, ni lugares sociales.
Sí, como dice el título de esta ponencia, perspectivas. No cabe duda que,
incluso mi espiritualidad, centrada desde la juventud en una escuela
determinada, como es la teresiana, ha ido cambiando al colocarme en una
perspectiva y en una óptica determinada. Ya lo veremos. La
verdad es que me alegra poder centrarme
en un tema que me ha venido interesando desde hace muchos años y en el que he
crecido, en continua adaptación a
los tiempos. Cuando
hablamos de una espiritualidad del siglo XXI, los que hemos vivido durante
muchas décadas en el siglo pasado, podemos colocarnos mejor en esta perspectiva
porque tenemos muchos términos de comparación. Por
otra parte, aunque de suyo, la espiritualidad cristiana no vincula a ninguna
perspectiva ni masculina ni femenina, la
óptica más cercana al mensaje evangélico es precisamente la de los
pobres y excluidos. Trabajando con ellos y viviendo junto a ellos, creo que
me encuentro en un lugar privilegiado para hablar de espiritualidad del
siglo XXI. 2.
Espíritu,
materia y yo personal Cuando
hablamos de espiritualidad lógicamente
hacemos alusión al espíritu. Y éste nos hemos acostumbrado a contraponerlo a la materia. Seguramente por influencia platónica,
esta división tan grande y drástica ha marcado la visión del hombre durante
muchos siglos. Esto ha hecho, en muchas ocasiones, que se separara todo aquello
que parecía pertenecer al mundo de lo “espiritual” de lo que casi se
despreciaba como el mundo de “lo material”. Dejando
a un lado la contraposición de San Pablo cuando se refiere al bien y el mal que
hay en nosotros -“espíritu y carne”-, esa división ha hecho que encerráramos
a menudo lo que llamábamos vida espiritual en un compartimento que nada tenía
que ver con el mundo que nos rodeaba. Mi propia
experiencia fue marcada por ese signo durante muchos años. Una separación
del “mundo”, una extracción de todo aquello que podía representar lo
material, hacía que la espiritualidad de los años anteriores al Concilio
Vaticano II fuese un tanto desencarnada
y ajena a muchas realidades temporales. Lo sé bien porque que me tocó vivir
esta espiritualidad en mi infancia y primera juventud, Aunque
se hacía notar más en la vida religiosa consagrada, también afectaba esta separación
ala vida laical. Cuando una joven, como en mi caso, se sentía llamada a vivir
la vida del espíritu en plenitud, creía no tener más que un camino: el del
convento. Si había tenido una fuerte experiencia de Dios que le acercaba a
gustar de Él y de la Palabra con
fuerza inexplicable, creía que debía abandonar
todo aquello, que por “mundano” y material, le separaba de esa
espiritualidad. Cuando
se intuía otra postura y se deseaba gustar de otras cosas, la formación de la
época lo presentaba, a menudo, como
tentación que había que desechar. Creo
que en un momento determinado de mi juventud empecé a entender algo que ahora
intento vivir plenamente y desde una perspectiva mucho más madura, la que da
los años... Descubrí,
gracias a las tendencias personalistas de algunos filósofos como Mounier, Kierkegard, Ortega y Gasset, etc. que el espíritu
es algo más profundo que una simple contraposición a la
materia, es lo que constituye el yo íntimo
e irrepetible de la persona, en donde crece la vida del Espíritu con mayúscula
y en donde se dan las operaciones más elevadas del ser humano. Pero
también entendí que la vida espiritual
no era algo circunscrito a una parte de la realidad humana, sino a toda la
realidad de la persona y lo que le rodea. Fue
a raíz de mi lectura de Teilhard de Chardin cuando comprendí más
profundamente lo que suponía ese crecimiento de la humanidad hasta la plenitud
y por tanto la riqueza de lo que el llamaba “el medio divino”. Todo está
impregnado de Dios y todo puede llegar a ser espiritual
desde nuestra vida si nuestra actitud lo impregna de ese espíritu que llamamos
evangélico y que constituye la verdadera espiritualidad cristiana. La del
mensaje de la Buena Nueva. 3.
Mi
perspectiva de mujer No
creo que esta perspectiva añada algo nuevo a la espiritualidad
del siglo si no es precisamente
el poder hablar de ella y el tener un puesto para ser representativa en esta
espiritualidad. Tener voz y voto, opinión y testimonio... Y eso es algo que
durante mucho tiempo, en la Iglesia y en la sociedad en general, estaba rodeado
de dificultades. Lavar los manteles y poner floreros, o servir a los obispos en
el peor de los casos, era el papel de la mujer en la Iglesia. Pero creo que era
un asunto social no de
espiritualidad. Porque la espiritualidad iba marcada por otros elementos
comunes al hombre y a la mujer. Lo
que no estaba claro es cómo podía influirse en la sociedad desde una espiritualidad en
especial laica y femenina. Hace muchos años descubrí a una mujer excepcional
que me ayudó a entender muchas cosas en este campo de la vida espiritual encarnada
en el mundo. Fue Madaleine Delbrêl, laica de la primer mitad
del siglo XX, que se adelantó a su tiempo. Ella trabajó como obrera en un
mundo comunista, -símbolo en aquel momento del materialismo frente a cualquier
espiritualidad- y quiso mezclarse en medio de un mundo ateo con su vida llena de
Dios, para ser testimonio desde la propia vida de una riqueza interior que le
cambió por completo. En
los años cincuenta del siglo XX se adelantó al Vaticano II en su interpretación
de la fe en el mundo: “La
fe nos encomienda la misión de introducir en el mundo el amor mismo de Dios con
“medios humanos”, con “maneras de ser humanas”: las de Cristo. Nos
encarga realizar en el mundo una especie de compromiso temporal del amor eterno
de Dios. Al
lado de esto, el resto existe y debe existir, pero la fe sirve para que Dios ame
al mundo a través de nosotros como a través de su Hijo.” Del libro “La
alegría de creer”. MADALEINE DELBRÊL . Sal Terrae. Santander, 1997 De
esta mujer aprendí mucho. Como lo había hecho y lo sigo haciendo de una de las
más grandes mujeres de la historia de la Humanidad y de la Iglesia, Teresa de
Jesús. Ella me enseñó algo muy importante para una espiritualidad
encarnada, a pesar de ser la más grande mística del siglo XVI y vivir en
un convento como contemplativa: se puede resumir este tipo de espiritualidad en
alguna de sus frases más acertadas: “Obras
quiere el Señor”, “¿Sabéis que es ser espirituales de veras?: Ser siervos
de todos como lo fue Cristo...” (Moradas 5ªs. Y Moradas 6ªs.) 4.
Pero fue la óptica de los excluidos la que me enseñó una espiritualidad
actual Cuando
decimos que alguien tiene un “espíritu
artista”, o tiene un “espíritu ahorrador” o bien que tiene un “espíritu comercial” todos lo entendemos muy bien. Del mismo
modo podemos hablar de tener “espíritu
cristiano” que no es otro sino el “el Espíritu de Jesús”. Y ésa es la
auténtica espiritualidad cristiana. No hay otra. Pero aún así, podemos hablar
de una espiritualidad cristiana actual, o de una determinada época. Quiere eso
decir que, siendo el mismo Espíritu el que mueve, hay unos “signos de los
tiempos”, que pueden hacer que es espíritu de Jesús muestre distintos
matices en unas u otras épocas. No
cabe duda de que en este momento hay una sensibilidad especial para todo lo que
se oponga al desequilibrio de clases que se va manifestando cada día con más
hiriente realidad, creando distancias cada vez mayores entre Norte, Sur, entre
ricos y pobres. Esto engendra, entre otras cosas, un movimiento de solidaridad
que contrasta con el egoísmo consumista que, por otra parte, nos domina a
todos. Desde
la óptica de los excluidos la espiritualidad se tiñe de exigencia, no sólo
solidaria sino contracultural,
oponiéndose al consumismo, a la injusticia, a todo lo que excluya.... Vivir una
espiritualidad desde el ámbito de los excluidos quiere decir, a mi entender,
estar atenta al grito de los que no tienen voz y tener en nosotros los
sentimientos de Cristo, aquellos por los que seremos examinados en el último día
y que identifican a los excluidos con el mismo Jesús: “Porque
tuve hambre, sed, estaba desnudo, encarcelado, enfermo... y me atendiste”.
Y nos coloca en la postura que se nos pide en el Evangelio que es precisamente
la contraria a la que todos aspiramos, la del poder, el dinero, la
influencia...: “Sabéis que los que
gobiernan a los pueblos, los tiranizan y que los grandes los oprimen, pero no ha
de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, ha de ser
servidor vuestro, y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos, porque el
Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir”. Esta
actitud de servicio a los pobres y de ocupar un lugar en las fronteras, es lo
que marca una de las características más inteligibles del mensaje evangélico
y de la espiritualidad del siglo XXI. Se
ha dicho mucho que los pobres nos evangelizan. Y yo creo que esta frase ya
estereotipada nos lleva a una realidad profunda. Y es que, junto a ellos y con
ellos, el mandamiento del amor se hace más inteligible. Y cuando tus propios
intereses llegan a tener menos espacio porque lo ocupan aquellos a quienes amas,
la vida cambia por completo, el Evangelio se entiende mejor y ocupa en nuestra
vida un lugar de exigencia que antes no tenía. Pero
hay algo más. Cuando aquí, en el Primer Mundo, hablamos de los excluidos, nos
referimos a los que nosotros, en nuestra sociedad de consumo, en nuestras
sociedades de opulencia, hemos dejado relegados por un complejo de problemas
económicos y sociales. Es evidente que las bolsas de pobreza de lo que llamamos
el Cuarto Mundo aumentan. Y ahora se hacen alarmantes con la llegada masiva de
inmigrantes que han tenido que dejar su país por los mismos motivos
excluyentes, llamémosle globalización o como queramos. En
ese mundo desestructurado y excluyente, los marginados están también al margen
de los grandes valores de la existencia, a donde les ha lanzado nuestro egoísmo.
Siempre me ha angustiado el hecho de que en nuestras Iglesias sólo tienen un
lugar: en la puerta y con la mano extendida. Hablamos
de ver el rostro de Dios en los pobres. Pero creo que una espiritualidad de hoy,
en este mundo sin fe, y a menudo sin esperanza, nos llama a que los pobres vean
el rostro de Dios en nosotros. Sólo a través del amor que nosotros podamos
darles, van a reconocer el amor de Dios que el Espíritu ha derramado en
nuestros corazones. Porque, como dice San Juan, “a
Dios nadie le ha visto, pero si nos amamos mutuamente, Dios está en nosotros y
su amor se está realizando en nosotros...” Esto
es lo que he experimentado en muchas ocasiones y lo que ha cambiado mi vida y mi
espiritualidad. ¡Cuántas lecciones he recibido de personas que no se lo pueden
ni imaginar! Sin hablar directamente de Dios, he podido experimentar que el
lenguaje del amor es el más claro y evidente y el que lleva a la fuente del
amor, Dios. Volver al sumario del Nº 5 Volver a Principal de Discípulos
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