Parto de una convicción fundamental que informará todo el desarrollo de este artículo. Podría formularse así: la injusticia actualmente existente, con todas sus manifestaciones de desigualdad, pobreza, marginación y exclusión -es decir, con todo el sufrimiento que engendra y que acerca a tantos a la “muerte antes de tiempo”- es el hecho mayor o el problema ético más decisivo de la humanidad. Considerado a la luz de la fe cristiana, el problema de la injusticia no se sitúa solamente en el campo de la ética sino que adquiere además un “estatuto rigurosamente teologal”. El hecho de la injusticia, la insolidaridad que la perpetúa, la mentira que la encubre y la ideología que la justifica, oculta el rostro del Dios de Jesús, es incluso su negación más radical[1]. Y es que en un mundo dominado por la injusticia que genera tantas víctimas ¿cómo conocer y dónde encontrar al Dios Padre y Madre, amor misericordioso y liberador, Dios de vida que ofrece preferentemente a los pobres un Reino de justicia y de paz, que nos reveló Jesús? La “muerte de Dios” está, para muchos, estrechamente vinculada a la realidad de la injusticia. Hace ahora algo más de un cuarto de siglo H. Assmann escribía: “Si la situación histórica de dependencia y dominación de dos tercios de la humanidad, con sus treinta millones anuales de muertos de hambre y desnutrición, no se convierte en el punto de partida de cualquier teología cristiana hoy, aun en los países ricos y dominadores, la teología no podrá situar y concretar históricamente sus temas fundamentales. Sus preguntas no serán preguntas reales. Pasarán al lado del hombre real...Es necesario salvar a la teología de su cinismo”[2]. Tiene razón el teólogo brasileño. Pero habría que precisar que no es la teología, sin más, la que está en cuestión si no asume el desafío que tal situación representa. Cuando los cristianos pretendemos vivir nuestra fe sin dejarnos desafiar por el sufrimiento de las víctimas de la injusticia, es el mismo Dios Padre y Madre que confesamos quien queda cuestionado y, con él, la validez de la causa de Jesús en la historia, la credibilidad de su Iglesia, la posibilidad de una evangelización significativa[3]. El futuro del cristianismo, en fin, queda amenazado. Si lo dicho anteriormente es cierto, podríamos entonces igualmente decir, ahora en formulación positiva, que el compromiso por la justicia -que, bíblicamente hablando, es el que busca eficazmente humanizar, dar vida y darla en plenitud a las mayorías pobres y oprimidas de la humanidad[4]- es la forma más significativa de afirmar a Dios en el momento presente, la manifestación más perceptible de su presencia amorosa y salvífica en la historia, el mejor resumen del mensaje y la vida de Jesús al servicio del Reino de Dios, la manera más elocuente de conceder credibilidad a su Iglesia, la contribución más decisiva al futuro del cristianismo. Queda así situado ya desde el comienzo el reto de la injusticia en el campo que, a la luz de la fe cristiana, le es más propio, a saber, el estrictamente teologal. Es entonces un reto de tan decisiva importancia que en realidad nos sitúa a los creyentes ante la más radical de las disyuntivas: la fe en el Dios verdadero, que es fuente de vida, o la adhesión a los ídolos falsos, que se nutren de la injusticia y sus secuelas de sufrimiento y de muerte. Quiero con esto decir que la injusticia existente exige de nosotros concreción y clarificación teológicas. Como bien afirma J. Sobrino “en un mundo de víctimas, poco se conoce de un ser humano por el mero hecho de que éste se proclame creyente o increyente, hasta que no se añada en qué Dios no cree y contra qué ídolos combate. Y si en verdad es idólatra, poco importa a la postre que afirme aceptar la existencia de un ser trascendente o negarla. Y eso no es nada nuevo: ya lo afirmó Jesús en la parábola del juicio final”. Es por eso que “para decir toda la verdad siempre hay que decir dos cosas: en qué Dios se cree y en qué ídolo no se cree. Sin esa formulación dialéctica, la fe permanece muy abstracta, puede ser vacía y, lo que es peor, puede ser muy peligrosa, pues permite que coexistan creencia e idolatría”[5]. A la postre la idolatría consiste en establecer una ruptura trágica entre la afirmación teórica de Dios y la práctica de la justicia. ¿No está en tal ruptura la fuente de buena parte de las sospechas dirigidas hacia Dios? El reto de la injusticia tiene, pues, esa exigencia de concreción y clarificación. Obliga a especificar en qué Dios se cree y cuáles son los ídolos que es preciso combatir. En la respuesta que demos a tal reto podemos encontrar uno de los más decisivos criterios de verificación de la verdad real de nuestra fe en el Dios de Jesús. Desde esta perspectiva podemos afirmar sin exageración que la “cuestión de la injusticia” es en buena medida “la cuestión de Dios”. Recuperar esta dimensión estrictamente teologal del reto de la injusticia va a ser el objetivo fundamental de esta ponencia. Como esta cuestión ha sido amplia y profundamente tratada, sobre todo en las últimas tres décadas, sospecho que no voy a añadir saber alguno a vuestros saberes. Más bien quiero invitaros, e invitarme también a mí mismo, a considerarla una vez más, haciendo un ejercicio de humildad y un esfuerzo meditativo que nos permita, con la mirada y el corazón limpios, escuchar de nuevo, por una parte, las demandas de Dios en el clamor de las víctimas de la injusticia y, por otra, comprometernos de forma más decidida y eficaz en la construcción de un mundo más justo y más habitable. Para lograr esa recuperación parece necesario situarnos previamente y en primer término ante la situación actual de injusticia reflejada en algunas de sus más inquietantes manifestaciones para preguntarnos seguidamente por el grado de sensibilidad que se observa, en la sociedad y en la Iglesia, ante dicha situación. No quiero ocultar que el balance que ofrecen, tanto los datos que voy a presentar como la respuesta que se está dando, es más bien negativo. A mi entender, cuando se intenta ver “desde abajo”, desde “la óptica de las víctimas”, hay poco espacio para el juicio positivo sobre la realidad tal como está hoy configurada y para el ingenuo optimismo histórico[6]. Pero no quisiera en forma alguna alentar el desencanto o la desesperanza. Lo dicho sólo significa que la esperanza y la energía para comprometerse no pueden brotar o mantenerse a costa de dejar de ser honrados con la realidad. Lo que verdaderamente interesa es plantearse cómo mantener el compromiso y la esperanza precisamente ante la situación actual y, en nuestro caso, ante el reto real de la injusticia existente, sin intentar en forma alguna ocultarla o legitimarla. La reflexión que os ofrezco está informada por la convicción de que incluso en este mundo tan injustamente configurado el Dios de Jesús sigue estando presente, aunque resulte difícil, en ocasiones, percibir esa presencia. Siempre cabe la esperanza y es razonable el compromiso. ¿No somos acaso los seguidores y seguidoras de aquél que supo esperar desde la misma cruz? Pero estoy igualmente convencido de que la esperanza y el compromiso en los tiempos que corren, lejos de darse por supuestos, tienen que ser recuperados y mantenidos en dura confrontación con la vertiente más oscura de la realidad[7]. Y además, para los que nos confesamos creyentes, desde la fe-confianza inquebrantable en el amor incondicional de Dios que sigue interviniendo en nuestra historia, que genera en nosotros y demanda de nosotros memoria, solidaridad y justicia y que nos otorga, al mismo tiempo, todo un mundo motivacional nuevo y un horizonte tal de esperanza que no puede deducirse ni siquiera del más optimista de los análisis históricos. Queda así ya esbozado el camino que voy a intentar recorrer. Tras un breve análisis del hecho de la injusticia -así como de la sensibilidad que la humanidad, y más concretamente los que se confiesan creyentes, parecen mostrar ante el reto que representa-, pasaré a centrarme en la contribución que la fe cristiana vivida puede prestar para despertar y potenciar las actitudes que se necesitan para avanzar de forma más decidida hacia un mundo menos desigual y más justo. Empecemos ya con el análisis
que nos permita conocer la realidad y escuchar su clamor. Sólo si sabemos
situarnos honradamente ante ella, ante los datos que la configuran, podremos
responder al reto que nos plantea la injusticia, ya que ésta es, antes que una
noción derivada del concepto previo de justicia, un hecho primigenio y radical
que se nos impone en la experiencia de su intolerabilidad. En realidad, sólo
podemos perfilar lo que es la justicia a realizar si sabemos partir de ese hecho primigenio y radical de la injusticia,
siempre vinculado al sufrimiento de los inocentes o a la violencia padecida por
las víctimas[8]. 1.- La situación actual de injusticia y
algunas de sus más inquietantes manifestaciones.
La injusticia nos descubre su rostro más desafiante en todas sus perversas manifestaciones de desigualdad, traducidas en pobreza, desprecio, marginación y exclusión de numerosas personas y hasta de grandes mayorías de pueblos que con razón pueden considerarse “crucificados” (Ellacuría). Manifestaciones realmente perversas, porque generan muchos sufrimientos que incluso llegan a provocar la muerte temprana e indebida de no pocos. Las desigualdades provocadas por la injusticia se pueden percibir en los distintos subsistemas o niveles que configuran la realidad. En el nivel económico-social, las desigualdades se traducen fundamentalmente en la existencia de ricos y pobres, integrados en el sistema o marginados y hasta excluidos de él[9]. En el nivel jurídico-político, la desigualdad se expresa, por ejemplo, en capacidad o incapacidad de decisión en relación con las cuestiones claves en la marcha de las sociedades, es decir, en tenencia o carencia de poder. O dicho de forma más cruda: en dominadores y dominados, en ciudadanos que disfrutan realmente de sus derechos y en súbditos que no cuentan con la posibilidad de ejercerlos. En el nivel ideológico-cultural habría que hablar de desigualdades intolerables entre las etnias y las razas, las culturas, los sexos, los credos religiosos... Situar las desigualdades mencionadas en distintos niveles de la realidad no impide reconocer, dada la profunda interrelación existente entre esos niveles distintos, que se da entre todas ellas una especie de dinámica diabólica de autoalimentación. Esto se concreta en que, con mucha frecuencia, los que padecen los efectos de la desigualdad en un determinado nivel la padecen igualmente en los restantes. Los que son económicamente pobres suelen ser también marginados o excluidos sociales, pertenecen en su mayoría al sexo femenino, carecen de poder, no participan activamente en la marcha de sus sociedades y frecuentemente forman parte de las razas, etnias y culturas más despreciadas[10]. Para percibir la gran complejidad que presenta no conviene olvidar que la injusticia existente, con su secuela de desigualdad, está en el origen de fenómenos tan indeseables como la emigración obligada, la xenofobia, el deterioro ecológico, el paro estructural, la discriminación de la mujer, el etnocentrismo, el racismo, la colonización o imposición cultural, el fundamentalismo religioso y hasta de no pocas de las guerras que se siguen dando con excesiva frecuencia a lo largo y ancho de este mundo nuestro. No es posible aquí presentar el estado actual de todas las desigualdades mencionadas, aunque son todas ellas las que nos permitirían conocer con mayor realismo la dimensión que tiene la injusticia actualmente existente y, en consecuencia, el carácter decisivo del reto que representa para todos. Un análisis global de esa envergadura requeriría más espacio del concedido para esta ponencia y, desde luego, mucha más información de la que dispongo. Me voy a limitar a recordar algunos datos, situados preferentemente en el nivel económico social, que considero fiables y especialmente significativos. Me parece que son suficientes para verificar que la injusticia que genera tales desigualdades es, como decíamos más arriba, “el hecho mayor o el problema ético más decisivo de la humanidad”. Recojo, en primer término, algunos datos del “Informe sobre Desarrollo Humano 1.998”, publicado para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)[11], que reflejan con claridad que el “abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del Sur en vías de desarrollo”, al que se refería juan Pablo II en una de sus cartas Encíclicas[12], no sólo persiste sino que se ha acrecentado de forma considerable. · “Las desigualdades del consumo son brutalmente claras. A escala mundial, el 20% de los habitantes de los países de mayor ingreso hacen el 86% del total de los gastos en consumo privado, y el 20% más pobre, un minúsculo 1,3 %”[13]. · “Los 225 habitantes más ricos del mundo tienen una riqueza combinada superior a un billón de dólares, igual al ingreso anual del 47% más pobre de la población mundial (2.500 millones de habitantes)”. · “Las tres personas más ricas tienen activos que superan el PIB combinado de los 48 países menos adelantados”. · “Las quince personas más ricas tienen activos que superan el PIB total del África al sur del Sahara”. · “La riqueza de las 32 personas más ricas superan el PIB total del Asia meridional”. · “Los activos de las 84 personas más ricas superan el PIB de China, el país más poblado, con 1.200 millones de habitantes”. · “Se estima que el costo de lograr y mantener acceso universal a la enseñanza básica para todos, atención básica de salud para todos, atención de salud reproductiva para todas las mujeres, alimentación suficiente para todos y agua limpia y saneamiento para todos es aproximadamente de 44 mil millones de dólares por año. Esto es inferior al 4% de la riqueza combinada de las 225 personas más ricas del mundo”[14]. · “ Se estima igualmente que “el costo de la enseñanza básica para todos sería de 6 mil millones de dólares mientras que el gasto anual de cosméticos en Estados Unidos es de 8 mil millones. El costo de agua y saneamiento para todos sería de 9 mil millones de dólares, mientras que el gasto anual en helados en Europa es de 11 mil millones. El costo de salud reproductiva para todas las mujeres sería de 12 mil millones, mientras que el gasto anual de perfumes en Europa y los Estados Unidos es de 12 mil millones. El costo de la salud y nutrición básicas para todos sería de 13 mil millones de dólares, mientras que el gasto anual en alimento para animales domésticos en Europa y los Estados Unidos es de 17 mil millones, el de cigarrillos en Europa es de 50 mil millones, el de bebidas alcohólicas en Europa es de 105 mil millones, el de Drogas estupefacientes en el mundo es de 400 mil millones y el gasto militar en el mundo es de 780 mil millones”[15]. El “Informe sobre Desarrollo Humano” de 1.999[16] añade estos datos a los ya citados: · “Las diferencias de ingreso entre la gente y los países más pobres y los más ricos han seguido ampliándose. En 1.960 el 20% de la población mundial que vivía en los países más ricos tenía 30 veces el ingreso del 20% más pobre; en 1.997 era 74 veces superior”[17]. · “Las desigualdades mundiales han estado aumentando constantemente durante casi dos siglos. Un análisis de las tendencias de largo plazo de la distribución del ingreso mundial (entre países) indica que la distancia entre el país más rico y el país más pobre era de alrededor de tres a uno en 1.820, 11 a 1 en 1.913, 35 a 1 en 1.950, 44 a 1 en 1.973 y 72 a 1 en 1.992”. · “Las 200 personas más ricas del mundo se están haciendo más ricas rápidamente...Una contribución anual del 1% de la riqueza de las 200 personas más ricas del mundo podría dar acceso universal a la educación primaria para todos (siete mil a ocho mil millones de dólares)”[18]. · “Las diferencias están aumentando tanto entre los países como dentro de ellos”. De hecho, “casi todos los países experimentaron un aumento de la desigualdad durante el decenio de 1.980, salvo Alemania e Italia”[19]. Si dirigiéramos la atención de nuestro análisis a la realidad más concreta de nuestro país, también nos encontraríamos, puertas adentro, con el hecho de la desigualdad injusta, traducida en pobreza y exclusión, con todas las consecuencias no deseables que de tales fenómenos se derivan. Baste recordar que el estudio recientísimo del INE (Instituto Nacional de Estadística), resumido en la Prensa nacional el 6 de Diciembre de 1.999, nos situaba ante más de 6 millones de personas que viven por debajo de lo que convenimos en llamar “umbral de la pobreza” ( es decir, con una capacidad de gasto inferior a 37. 429 pesetas mensuales, que equivalen al 50% de la media nacional)[20]. De ellas, unas 800.000 personas están rigurosamente excluidas, desterradas del sistema y con carencia de lo más imprescindible para satisfacer las necesidades más elementales. Y otras 700.000 están en la frontera de esa exclusión severa, a punto de deslizarse al abismo[21]. Este fenómeno de desigualdad, en los términos referidos, constituye algo nuevo, “en el sentido de que la pobreza, que es una realidad eterna de la raza humana, nunca ha cohabitado con una riqueza tan enorme”[22]. Como hemos dicho más arriba un análisis más completo de la injusticia actualmente existente tendría que proporcionar datos referidos a otros aspectos de la realidad. Habría que recoger, por ejemplo, datos significativos sobre la discriminación y marginación de la mujer que genera el sexismo, con su concepción androcéntrica y patriarcal. ¿Qué duda cabe que de tal discriminación brota un desafío especial para la Iglesia, sobre todo si se tiene en cuenta que ha podido alimentar a través de la historia la desigualdad de la mujer y que incluso hoy no parece muy dispuesta a corregir con voluntad decidida la injusticia que representa? También sería necesario proporcionar, por ejemplo, datos sobre las desigualdades injustas generadas por prejuicios vinculados a pretendidas superioridades de la cultura o religión propias, que se expresan en minusvaloración o incluso desprecio y hasta persecución de todo lo que es cultural o religiosamente “distinto”[23]. Y, desde luego, sería también necesario hacer alguna referencia a la crisis ecológica, que no pocos vinculan a la concepción bíblica y cristiana del ser humano y del mundo[24]. Sin embargo, los escasos datos aducidos[25], todos ellos referidos al nivel socio-económico de la realidad, son más que suficientes para nuestro propósito ya que nos acercan de modo inequívoco al reto que representa un mundo que sufre bajo el peso de injusticias estructurales verdaderamente intolerables[26]. A los datos presentados quisiera añadir las consideraciones siguientes: a) Las desigualdades a que nos hemos referido y la pobreza que conllevan derivan de profundas injusticias estructurales. Los pobres, colectivamente considerados, son los “empobrecidos”, los “excluidos” por la lógica misma del sistema que configura las relaciones entre los pueblos y las personas. En forma alguna puede explicarse causalmente su situación recurriendo a los sujetos que la padecen[27]. Estamos ante hechos históricos, no fatales, de naturaleza estructural, que no pueden explicarse ni entenderse si no se tiene en cuenta el hecho de la dependencia que informa las relaciones entre los pueblos y los distintos sectores de la sociedad en el seno de cada pueblo. Juan Pablo II afirma en su Encíclica “Sollicitudo rei socialis”: “Es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros. Estos mecanismos maniobrados por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen, a causa de su mismo funcionamiento, los intereses de los que los maniobran, aunque terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis atento bajo el aspecto ético-moral”[28]. Si insistimos en la existencia de una injusticia estructural, así entendida, como causa raíz fundamental de las desigualdades concretas que de ella se derivan, es porque no son pocos hoy los que la ignoran y, en consecuencia, todas las soluciones que proponen resultan superficiales al no cuestionar el marco estructural injusto en el que dichas soluciones se sitúan[29]. b) Los datos indicados esconden, más allá de las cifras y gráficos en que se expresan, sufrimiento, demasiado sufrimiento intolerable acumulado sobre las espaldas de los que padecen tantas desigualdades injustas. Deberíamos, por eso, profundizar en las estadísticas y, siguiendo las indicaciones de la “Sollicitudo rei socialis”, fijar nuestra mirada en lo que apuntan: “una multitud ingente de hombres y mujeres, niños adultos y ancianos, en una palabra, personas humanas concretas e irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria”. Estamos en realidad ante un sufrimiento, añade la misma Encíclica, que lleva consigo el que muchos millones de nuestros semejantes, inmersos en esos dramas de total indigencia y necesidad, carezcan de esperanza “debido al hecho de que, en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado sensiblemente” (nº 13). c)
No obstante, la realidad no es incambiable. Es preciso combatir el mito
de la inmutabilidad social. Puede avanzarse en la superación de las
desigualdades injustas actualmente existentes. “El futuro no es necesariamente
sombrío” se nos dice en el Informe del PNUD de 1.998[30].
No podemos someternos a esos
chantajes ideológicos que persiguen convencernos de que toda posición realista
y “científicamente” fundada parte de la aceptación del “statu quo”
imperante. El mundo y la historia no están situados ante un futuro fatalmente
predeterminado a terminar en la catástrofe. Están, por el contrario, abiertos
a nuestra libre elección. Pero no adelantemos ahora lo que después tendrá que
ser más ampliamente desarrollado. De momento nos interesaba tan sólo subrayar
que lo dado no es el todo. Precisamente por eso la realidad -su injusticia
actual- es para nosotros un desafío. Un desafío que debería ser escuchado. 2. ¿Pérdida
de sensibilidad en el momento presente ante la situación existente de
injusticia?
Los datos presentados expresan, como decíamos, mucho sufrimiento acumulado sobre las espaldas de las víctimas de tanta desigualdad injusta. No cabe duda de que constituyen objetivamente un inmenso clamor, un reto incuestionable para todo ser humano verdaderamente sensible. Pero ¿cómo estamos respondiendo de hecho a ese inmenso clamor? La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 1 de mayo de 1.974 su conocida “Declaración del Establecimiento de un Nuevo Orden Económico Internacional”. En ella se afirma: “Nosotros, los Miembros de las Naciones Unidas...proclamamos solemnemente nuestra determinación común de trabajar con urgencia por el establecimiento de un nuevo orden internacional basado en la equidad, la igualdad soberana, la interdependencia, el interés común y la cooperación de todos los Estados, cualesquiera sean sus sistemas económicos y sociales, que permitan corregir las desigualdades y reparar las injusticias actuales, eliminar las disparidades entre los países desarrollados, y garantizar a las generaciones presentes y futuras un desarrollo económico y social que vaya acelerándose en la paz y la justicia”. El balance que arrojan los 25 años transcurridos desde entonces no es positivo. F. Javier Vitoria lo resume así: “Los últimos años de los setenta fueron una tumba para el protagonismo de los países menos desarrollados que habían presentado la declaración. Los ochenta se identifican como “la década perdida” para esos mismos pueblos. Los noventa que están a punto de cerrarse ni han corregido las desigualdades, ni reparado las injusticias, sino que han contemplado, “impasible el ademán”, como la brecha de las desigualdades entre los países ricos y los países pobres crecía y crecía sin parar. La todavía reciente celebración del Año Internacional para la Erradicación de la Pobreza (1996) tampoco ha servido para aproxmarse a un orden internacional más justo y solidario...Aquella solemne determinación común se ha ido convirtiendo poco a poco en desaliento generalizado”[31]. ¿La sensibilidad de la humanidad ante el reto de la injusticia está en “horas bajas” en el momento presente? ¿Puede decirse que también en nuestra Iglesia se perciben síntomas de ese mismo descenso de sensibilidad? No quisiera yo sumarme a los analistas que anatematizan el momento histórico que estamos viviendo, incapaces de ver en él lo que de positivo tiene. No me gustaría situarme junto a los que sólo son capaces de vislumbrar los signos que muestran falta de sensibilidad ante el reto de la injusticia y parecen complacerse en generar desaliento y hasta la más radical de las desesperanzas. Pero tampoco me parece conveniente caer en triunfalismos, que sólo pueden surgir cuando se vive de espaldas a los clamores de las víctimas. Como decía al comienzo, la ilusión y la esperanza sólo pueden recuperarse desde la honradez con lo real, es decir, cuando se pierde el miedo a dejar que nuestro vida sea “interrumpida” por la memoria de los que viven agobiados por su sufrimiento injusto. Los que analizan la situación actual desde la perspectiva de las víctimas coinciden en señalar que la sensibilidad de la humanidad ante el reto de la injusticia está efectivamente en “horas bajas”. J. B. Metz nos advierte de que vivimos en “tiempos de simulación” o de pérdida de sentido de la realidad, de adiós a la historia[32]; J. Sobrino habla de “ocultamiento y de cultura de indiferencia ante el mundo de las víctimas”; W. Franco, técnico de las Naciones Unidas, denuncia fundadamente que “está en declive la voluntad internacional de cooperación” y el último premio Nobel de literatura, Günter Grass, en el discurso pronunciado en Estocolmo, en Diciembre último, con motivo de la concesión del premio, se refiere al “hambre que sigue sin resolverse y que incluso aumenta” y añade que “no hay voluntad política, acompañada de conocimientos científicos, decidida a poner fin a esa miseria que prolifera”. No somos pocos los que pensamos que en el origen de esta escasa sensibilidad actual para captar el desafío de la injusticia está el mismo sistema económico neoliberal triunfante, con su lógica darwinista de desarrollo que arroja a los márgenes o declara “sobrante” a buena parte de la humanidad, al generar un bienestar que no es universalizable. Al ir acompañado el triunfo de dicho sistema de una ofensiva ideológica-cultural de legitimación de largo alcance, en virtud de la cual se nos presenta como el mejor sistema posible (puesto que, se afirma, es el que produce más bienes y genera mayor bienestar[33]) y hasta como el único posible (ya no hay alternativas, estamos autorizados a decir que hemos alcanzado “el fin de la historia”), parece ponerse en crisis la razonabilidad de toda pretensión de cambio. La urgencia del reto de la injusticia queda así ahogada. Estamos, pues, asistiendo al triunfo de esa intensa ofensiva ideológico-cultural, que ejerce una función legitimadora del sistema económico liberal y está generando una etapa de desfallecimiento utópico. Para algunos hemos entrado ya en la época de la “muerte de las utopías”. En la base de tal muerte se situaría, en primer término, el neopositivismo con su pretensión de circunscribir la razón a los puros hechos dados, empíricamente verificables, y con la consiguiente desautorización de todo discurso proyectado hacia el futuro. En última instancia se deprecia la realidad subjetiva y hasta se decreta la muerte del ser humano como sujeto de la historia. Si, finalmente, la historia es entendida como un proceso sin sujeto, la lucha por la justicia con sus exigencias de cambio parece carecer de sentido. Habría que referirse, además, a eso que Metz llama la “nueva ‘modestia’ posmoderna”, es decir, “el pensar y el sentir en dimensiones reducidas y a escala reducida”. ¿Qué significa tal reducción? Simplemente, que “los grandes conceptos, que en general sólo pueden comprenderse de un modo utópico o visionario, resultan sospechosos. El discurso sobre la historia, la sociedad, el mundo pasa por obsoleto, por solapadamente totalitario. La demasiada insistencia en la praxis y en la solidaridad cae bajo la sospecha de terrorismo...La gran historia ha terminado, ya sólo quedan pequeñas historias”. De esta forma “se está difundiendo una posmodernidad cotidiana de los corazones que arrumba a la pobreza y la miseria del llamado Tercer Mundo en una mayor lejanía sin semblante...Europa se encuentra en peligro de acostumbrarse a la crisis de pobreza en el mundo”[34]. ¿Muerte, entonces, de las utopías o de todas las ideas utópicas, para recoger la distinción que introduce Antonio Elorza? Para algunos, más que ante la muerte de las utopías estamos ante lo que Robert Musil llamó la “utopía del statu quo” y otros llaman la utopía neoconservadora del “fin de la historia”. Esto equivale a decir que vivimos en una situación segura y tranquila “que nos dispensa de los sustos que proporciona la novedad que irrumpe rompiendo lo existente”[35]. En realidad, tras el alegato del “fin de la historia” late una utopía que Moltmann califica como la “peor de las utopías”: es la pretensión conservadora de señalar el punto final de la evolución histórica. La historia está cualitativamente cerrada de forma que la única posición razonable es asumir lo que hay. Ya sólo cabe introducir reformas que puedan mejorar el funcionamiento del sistema, pero no hay lugar alguno para propuestas de carácter alternativo. Naturalmente que una utopía así únicamente puede ser aceptable para los que disfrutan de las ventajas que tal sistema les ofrece. Pero es claramente inaceptable para las víctimas de la injusticia. Para ellas es, en realidad, una verdadera “contra-utopía”[36]. No creo que sea exagerado decir que hoy en el Norte vivimos, al menos en muy buena medida, gozosamente identificados con nuestro sistema neoliberal imperante, informado por una lógica elitista y provinciana, carentes de la memoria que nos vincula a los más débiles, empeñados en justificar nuestra inocencia respecto a las injusticias pasadas o presentes mediante el expediente de la exculpación del sujeto, sin mucha capacidad para dejarnos desafíar por el reto de la injusticia que padecen las mayorías, envueltos en una considerable atonía o insensibilidad moral[37]. Pero ¿ qué decir a este respecto de nuestra Iglesia, es decir, de ese misterio de comunión que deberían formar las personas creyentes que se confiesan seguidoras del crucificado que ha resucitado de entre los muertos? ¿Se guarda al menos en ella con fidelidad la memoria del crucificado de entonces y los crucificados de hoy, desde el horizonte de esperanza que genera la fe en la resurrección? O, lo que es equivalente, ¿se puede apreciar en las comunidades creyentes que forman nuestra Iglesia esa sensibilidad que se necesita para responder con fidelidad al reto que representa la injusticia existente en el momento presente? No parece obvia la respuesta afirmativa a las preguntas últimamente formuladas. ¿No es verdad que también en nuestra Iglesia, globalmente considerada, se observa, especialmente en las dos últimas décadas, un descenso en la sensibilidad que se necesita para escuchar con honradez y fidelidad el clamor que brota de la injusticia que padecen los pobres de la tierra? ¿No es incluso cierto que en los últimos años estamos elaborando estrategias espirituales y teológicas para inmunizarnos frente a ese clamor y desviar la atención preferente a otros desafíos supuestamente más decisivos? Son preguntas que nos sitúan ante una cuestión pastoralmente decisiva. En efecto, ¿qué credibilidad puede ofrecer una Iglesia que no sabe escuchar el clamor de las víctimas de la injusticia? En su circular
fraterna del año 1.998 “El cuerno del Jubileo”, Pedro Casaldáliga, Obispo
de Sao Félix do Araguaia (Brasil) recogía ese clima de cambio en sentido
descendente: “Algunos creen que ya es hora de cambiar nuestros paradigmas. Y
hasta les parece que los mártires estorban en esta memoria posmoderna o
posmilitante. Al aire de la decepción, amigos y enemigos vienen lanzando tres
preguntas provocadoras: ¿qué queda del socialismo?, ¿qué queda de la teología
de la liberación?, ¿qué queda de la opción por los pobres? Espero que no
acabemos preguntándonos qué queda del Evangelio...”[38]
Desde luego es cierto que a partir de los años 80 -y muy especialmente a partir de las Instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Libertatis nuntius” (1984) y “Libertatis conscientia” (1986)- se observa, desde el seno de la misma Iglesia, una fuerte ofensiva contra las teologías de la liberación del Tercer Mundo, así como un apoyo decidido a comunidades y movimientos informados por desafíos prioritarios muy distintos al que representa el de la injusticia de que venimos hablando. No obstante, y reconocidos estos aspectos negativos que no deberíamos ignorar en momento alguno, también es cierto que la sensibilidad hacia el reto de la injusticia no está cancelada en la Iglesia, ni tampoco en el mundo. Refiriéndose, por ejemplo, a la solidaridad de los cristianos hoy en España, L. González-Carvajal pone de manifiesto que la preocupación por responder con fidelidad al reto de la injusticia está muy presente en cristianos comprometidos con el tercer y cuarto mundo, pertenecientes especialmente a “comunidades populares, parroquias concienciadas y movimientos especializados de Acción Católica”[39]. A mi entender, y para
concluir este punto, son ya irreversibles las corrientes de pensamiento y de
acción, existentes en el mundo y en la Iglesia, que comparten la convicción de
que la injusticia es el reto más decisivo y el mayor problema ético de la
humanidad. Irreversibles, pero
minoritarias. Por ser irreversibles no serán canceladas y podrán seguir
alimentando el compromiso y la esperanza irreductible de no pocos. Pero al ser
minoritarias, será preciso que desplieguen un ingente esfuerzo para avanzar en
la consecución de un mundo menos desigual y más justo. 3.-
Hacia un ecumenismo forjado en torno a la humanidad sufriente o la necesaria
colaboración de los pueblos, las creencias
y las religiones en la respuesta al desafío de la injusticia. Ese ingente esfuerzo necesario parece que supondría, entre otras cosas, la elaboración de un proyecto común de muy amplio espectro, en el que pudieran converger todos los seres humanos sensibles al clamor de la injusticia, cualquiera que sea el pueblo al que pertenezcan, las creencias que tengan o la fe religiosa que confiesen. El punto de partida que podría permitir la elaboración de ese proyecto común sería la convicción de que la superación de la injusticia no sólo es necesaria sino también posible. O, si se quiere, que por ser necesaria hay que hacerla posible. En la presentación del informe del PNUD de 1.997, Richard Jolly, uno de sus autores principales, afirmaba: “La pobreza del mundo no es un fenómeno irreversible y en los dos primeros decenios del siglo XXI se puede erradicar la miseria extrema de 1.300 millones de personas de los países subdesarrollados si se toman medidas concretas a nivel nacional e internacional”. Si la pobreza del mundo, que es una de las expresiones más significativas y dolorosas de ese abismo de desigualdad que se abre entre países y también entre los sectores de población de cada país, puede erradicarse -como indica R. Jolly y con él tantos otros- ese mismo pronóstico positivo podrá extenderse también a todas las demás desigualdades que perfilan el rostro de la injusticia actualmente existente. Es posible, urgente y, sin duda alguna, necesaria una respuesta más enérgica y adecuada al reto de la injusticia por parte de la humanidad. Pero nada fácil, habría que añadir. Será necesario hacer converger todas las energías hoy ya disponibles, generar otras nuevas y forjar juntos una “conciencia humana universal” informada por la solidaridad comprometida con los que padecen la injusticia, que permita eso que Schillebeeckx ha llamado la “ecumene de la humanidad que sufre”[40]. ¿Como podríamos contribuir todos los pueblos -con sus culturas, creencias y religiones diversas- a lograr eso que J. Sobrino llama un más lúcido despertar del “sueño cruel de inhumanidad” en que nos sume nuestra insolidaridad, para poder abrirnos así a la realidad de la injusticia y hacer de la liberación de las víctimas nuestra tarea fundamental? ¿Cómo contribuir todos a generar ojos nuevos para ver la verdad de la realidad en su totalidad -también, y de manera especial la que quiere ser ocultada y encubierta- y transformar así nuestro corazón de piedra en corazón de carne para poder actuar informados por la justicia? Responder a estas preguntas supondría, por una parte, señalar los rasgos propios de esa conciencia humana universal solidaria[41] y, por otra, indicar los pasos concretos que tendrían que ir dándose para que tal conciencia progresase cualitativa y cuantitativamente[42]. Aquí voy a intentar algo mucho más modesto. Me limitaré a tratar de determinar cuál puede ser la aportación más específica que puede ofrecer la fe cristiana al despertar de ese sueño paralizante. 4.-Contribución específica, aunque no necesariamente
exclusiva, que la fe cristiana puede prestar para despertar y activar la
sensibilidad y el compromiso que se necesitan para una respuesta más adecuada
al reto decisivo de la injusticia actualmente existente. Despertar del sueño cruel de la inhumanidad. He ahí la gran tarea pendiente: dejar de oprimir la verdad de la realidad con la injusticia de nuestras vidas. Permitir que esa verdad emerja y pueda ser oído el clamor de los pobres[43]. Y responder con fidelidad a ese clamor escuchado. Pues bien, la cuestión
que queremos plantearnos ahora es la siguiente: ¿cuál puede y debe ser la
aportación específica de la fe cristiana a ese despertar del sueño cruel de
la inhumanidad?[44]¿Cómo puede enriquecer
la conciencia y el compromiso activo que busca responder con mayor honradez y
fidelidad al reto de la injusticia? 4.1.-
La fe cristiana sitúa la cuestión de la justicia en un nivel estrictamente
teologal. La praxis ética de respuesta a la injusticia existente es un
componente esencial de la experiencia del Dios cristiano. A mi entender, la primera y tal vez más decisiva aportación de la fe cristiana a ese despertar del sueño cruel de inhumanidad al que acabamos de referirnos consistiría en poner de manifiesto el estatuto teologal de la cuestión que nos ocupa ante la conciencia de todos los que se confiesen cristianos y también de quienes puedan estar interesados en ello. Podría formularse así dicho estatuto: hacer la injusticia, o incluso abdicar de forma pasiva y resignada ante toda injusticia realizada, supone negar radical y prácticamente al Dios cristiano; luchar en favor de la justicia, defendiendo los derechos de los indefensos, es afirmar a Dios, sacramentalizar su presencia salvífica y liberadora entre nosotros. La recuperación de ese estatuto teologal de la cuestión de la justicia está hoy muy presente en un sector importante de la teología[45]. Juan Martín Velasco considera que una reflexión teológica cristiana que quiera responder de verdad a la puesta en cuestión de la modernidad-posmodernidad necesita incorporar el dato fundamental de la dimensión ético-política al servicio de la justicia de la experiencia teologal al discurso en el que expresa y comunica esa experiencia[46]. Sin esa incorporación de la dimensión ético-política a la misma experiencia teologal corremos el inmenso riesgo de ocultar a Dios -tanto a los que son víctimas de las situaciones de injusticia como a los causantes de las mismas- y además de pensarlo de forma blasfema o idolátrica, de falsear radicalmente tal experiencia. “La teología cristiana...se encuentra ante la tarea de hacerse de nuevo sensible al grito del sufrimiento y al clamor y la aspiración por la justicia que se eleva de una gran parte de la humanidad, fuera de la pequeña minoría de las sociedades avanzadas. Hacer teología, decir ‘Dios’, sin hacerse eco de ese clamor es ocultar la realidad de aquel que se reveló escuchando el clamor de su pueblo (Ex 3, 7) y al que Jesucristo anunció ligando su venida al hecho de que los ciegos ven, los cojos andan...y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Lc 4, 18; Mt 11, 4). La teología tiene que asumir que la situación de injusticia del mundo, el consiguiente sufrimiento de los pobres, y su aspiración a la justicia, no es sólo parte de la situación económica del mundo, ni se reduce a un elemento de la situación moral, sino que forma parte de la situación religiosa, tiene decisivamente que ver con Dios y con la relación efectiva de los creyentes con él”[47]. El mismo autor considera que la teología cristiana viene intentando tal recuperación “en los últimos años en dos contextos diferentes, como teología política y teología de la liberación”[48]. Y añade: “ Esta última ha supuesto una renovación radical del pensamiento y acción cristiana al ligar la fe en Dios y el discurso sobre Dios, desde las exigencias mismas del Dios cristiano en quien se cree y sobre quien se habla, a la historia del sufrimiento, la injusticia, la dependencia de los pobres, y al destacar y promover la fuerza liberadora del Evangelio y de la fe en él”[49]. Voy a intentar
resumir muy brevemente el esfuerzo desplegado por esta teología de la liberación
para poner de manifiesto que la cuestión de la justicia, como dice A. Nolan,
“no puede ser tratada por más tiempo como una simple cuestión de moralidad
cristiana”[50],
sino que debe ser situada en un ámbito estrictamente teologal, es decir,
esencialmente conectada con la afirmación creyente del Dios bíblico,
manifestado de forma culminante y decisiva en Jesús de Nazaret. 4.1.1.- En el A.
Testamento la imagen de Dios aparece esencialmente vinculada a la realización
de la justicia. La teología de la liberación ha subrayado con razón que la experiencia del éxodo constituye el hecho fundacional de la fe de Israel, el núcleo generador de la revelación bíblica veterotestamentaria, el origen de la constitución de Israel como pueblo de Dios[51]. Es, en suma, no sólo el corazón de la narrativa bíblica, sino también su centro teológico. Y pocas dudas cabe albergar sobre la vinculación esencial de tal experiencia nuclear con la imagen de un Dios que escucha el clamor del pueblo oprimido y que se revela interviniendo en la historia con la finalidad de liberarlo de la situación de esclavitud injusta en que está y conducirlo a una tierra de la que “mana leche y miel”. El Dios bíblico se acredita así como el que escucha el clamor del pueblo injustamente oprimido. La escucha de ese clamor, que perfora la revelación bíblica[52], identifica y distingue al Dios de Israel. Gunkel ha observado que el término “clamor” es un “término técnico para expresar la queja por la injusticia infligida”. La queja presupone siempre un sistema injusto que la genera y que lleva al oprimido a clamar. Hablar, pues, de un Dios que escucha el clamor del pobre, equivale a hablar de un Dios comprometido en la lucha contra la injusticia. Moisés, al experimentar la presencia viva del Dios de Israel, se siente vigorosamente impelido a escuchar el clamor de su pueblo oprimido y a combatir la injusticia que genera ese clamor. En el centro de la experiencia religiosa de Moisés está el contraste entre la imagen de un Dios justo que, por serlo, no tolera la injusticia y la opresión de un pueblo cautivo en Egipto. A partir de esa “experiencia de contraste” Moisés se sabe enviado a promover un proceso de liberación de la situación de injusticia que padece su pueblo. Esta es la idea que recorre buena parte la Biblia: experimentar al Dios verdadero equivale a sentir la interpelación del pobre y el oprimido y saberse llamado a combatir la injusticia que empobrece y excluye[53]. No se puede experimentar a Dios sin sentir el imperativo de responder al reto de la injusticia. Esta misma vinculación esencial entre la experiencia de Dios y la urgencia de responder al reto de la injusticia está presente en la prohibición bíblica de construir imágenes de Yahvé (cf. Ex 20, 4-6; Dt 5, 8-10). Dios deja de ser verdaderamente experimentado en el momento mismo en que deja de interpelar y demandar la realización de la justicia. Cuando esto sucede queda convertido en un ídolo, ya no es Dios. Los ídolos, como insiste la revelación bíblica, son inanes, no hablan, no plantean interpelación alguna, no demandan la realización de la justicia. Son nuestros “dioses de bolsillo”, creados por nosotros a la medida de nuestros intereses, tantas veces bastardos, que legitiman nuestras injusticias y se pueden sustentar en nuestras insensibilidades y hasta en nuestros crímenes. Por eso la idolatría es el gran pecado bíblico, que niega radical y prácticamente a Dios (mientras que la negación teórica de Dios, propia del ateo, puede ir acompañada de su afirmación práctica, si hay respuesta al clamor del pobre)[54]. En el centro de la historia salvífica que narra la Biblia, el Dios del éxodo entabla una Alianza con su pueblo, solemnemente sellada en el monte Sinaí (cf. Ex 19-24). Pues bien, en la legislación que va plasmando progresivamente esa Alianza -leyes sabáticas del Código de la Alianza (Ex 20, 22 al 23, 19), Año sabático de Remisión del Código Deuteronómico (Dt 12 al 26), Ley del Jubileo del Código de Santidad (Lev 17 al 26)- de nuevo se nos presenta a Dios esencialmente vinculado al clamor de los más débiles, es decir, los esclavos, los endeudados, los sin tierra...[55]. Puede decirse con razón que “la situación del pobre es una situación de injusticia contraria a la Alianza”[56] El pueblo bíblico de la Alianza es igualmente el pueblo orientado por las Promesas, todas ellas convergentes en la llegada del reino de Dios y su justicia. El pueblo espera la llegada de ese reino, ya sea por una intervención directa de Yahvé, que liberará a los pobres de la injusticia, o bien por una intervención mediada a través de la figura no claramente perfilada de su Mesías, pero que parece en todo caso que será ungido por Él para “juzgar a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados”, “dar la buena noticia a los que sufren, vendar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad” (cf. Is 11, 1-4; 61, 1-3)[57]. A través de las grandes categorías bíblicas de Alianza, Promesa y Reino, la figura de Dios aparece esencialmente vinculada a la realización de la justicia. Por eso se entiende bien que los grandes profetas de Israel -que son los personajes suscitados por Dios para recordar al pueblo el compromiso de la Alianza y mantenerle fiel a la esperanza sucitada por las Promesas abiertas a la llegada del Reino- protesten vigorosamente contra las injusticias cometidas por los poderosos de su tiempo (cf., por ejemplo, Is 1, 23; 3, 14-15; 10, 1-2; Jer 21, 12; 22, 3. 13-17)[58], vinculen el conocimiento del Dios verdadero a la realización de la justicia interhumana, especialmente referida a los pobres (cf., por ejemplo, Jer 22, 15-16; Os 2, 21-22; 4, 1b-2; 6, 4-6; Is 11, 1-9)[59] y denuncien el culto realizado de espaldas al clamor de los oprimidos, las viudas los huérfanos y los extranjeros ya que transforma el templo en una “cueva de bandidos , objetiva a Dios y lo convierte en un ídolo a nuestro servicio” (Cf, por ejemplo, Is 1, 10-18; Jer 7, 1-11)[60]. Podríamos concluir este breve recorrido por el A. Testamento con las palabras del Documento final del tercer Sínodo de los Obispos de 1.971 sobre la “justicia en el mundo”: “En el Antiguo Testamento, Dios se nos revela sí mismo como el liberador de los oprimidos y el defensor de los pobres, exigiendo a los hombres la fe en Él y la justicia para con el prójimo. Sólo en la observancia de los deberes de justicia se reconoce verdaderamente al Dios liberador de los oprimidos”. O con las no menos significativas de la Instrucción “Libertatis conscientia”: “la injusticia contra los pequeños y los pobres es un pecado grave, que rompe la comunión de Yahvé” (cf. nº 46). 4.1.2.- El Dios que
se nos ha revelado a través del mensaje y la vida entera de Jesús mantiene la
misma vinculación esencial con la realización de la justicia, pero
radicalizada y profundizada, al quedar más clara e inequívocamente
fundamentada en el amor. Para mostrar con rigor esa vinculación sería preciso considerar de forma minuciosa el mensaje y la vida entera de Jesús, lo cual naturalmente excede las posibilidades de este trabajo. Me limitaré a recordar, con brevedad, algunos aspectos fundamentales de ese mensaje y esa vida, suficientes, me parece, para hacer ver con qué intensidad Jesús unió el rostro de Dios con la realización de la justicia. Hay una total unanimidad en los estudiosos al señalar que el centro del mensaje de Jesús fue la proclamación de la llegada del reino de Dios como buena noticia de salvación para los pobres y pecadores. La característica principal de este reino de Dios es que con su llegada se va a realizar aquel viejo ideal regio de justicia, que para Israel y los pueblos de su entorno no consistía “primordialmente en emitir un veredicto imparcial, sino en la protección que el rey hace que se preste a los desvalidos, a los débiles y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos”[61]. Cuando Jesús anuncia que el reinado de Dios se acerca, llega ya, está proclamando la bienaventuranza para los pobres, la liberación para los cautivos, la vista para los ciegos, la voz para los mudos, el andar para los cojos, la libertad para los oprimidos, la integración para los excluidos...Puede decirse que lo que especifica el anuncio de Jesús es la invitación dirigida a los marginados y excluidos a sentarse en los lugares preferentes del banquete de su Reino. El clamor de los pobres es escuchado. En el centro mismo del proyecto de Jesús está el construir un mundo en el que las desigualdades injustas tienen que ser superadas. Una consideración global del mensaje de Jesús permite verificar razonablemente lo dicho. Me limito a recordar, sin reproducirlos, cuatro pasajes que incluyen textos auténticamente “programáticos” y sobradamente conocidos, en los que el compromiso con la justicia, expresado en solidaridad con los pobres y excluidos, adquiere especial relevancia. Me refiero a los pasajes en los que se recoje: · la afirmación que hizo Jesús en la sinagoga de Nazaret tras la lectura de Is 61, 1-2, declarando cumplida en él mismo la profecía leída (cf. Lc 4, 18-19); · la respuesta que dio Jesús a los enviados por Juan Bautista cuando éstos le preguntan si era él el que tenía que venir o debían seguir esperando a otro (cf. Mt 11, 4-6 y Lc 7, 22-23); · la proclamación del reino que llega como bienaventuranza para los pobres y perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5, 1-12 y Lc 6, 20-26); · el llamado juicio de las naciones, en donde se establece como criterio definitivo de salvación o perdición la relación con los más pobres (cf. Mt 25, 31-46). En estos textos, cualesquiera que sean las diferencias de matiz que se presenten al interpretarlos, algo parece claro: Jesús, en continuidad con los grandes profetas de Israel, vincula la causa de Dios a la realización de la justicia entendida como defensa de los indefensos y liberación de los oprimidos. Pero, como indica Alfaro al comentar Mt 25, 31-46, “la gran novedad está en que Jesús hace de estos hombres despreciados y marginados ‘sus hermanos’; se solidariza personalmente con todos los pobres y desvalidos, con todos los que padecen el hambre y la miseria...El mensaje de Jesús ha llevado las exigencias veterotestamentarias sobre la justicia al nivel más profundo del hombre, a la interioridad radical del amor”[62]. Habría que añadir a lo dicho, al analizar toda su enseñanza oral, la constante denuncia profética de Jesús de las actitudes idolátricas, especialmente las centradas en el dinero y el poder[63], así como su inequívoca descalificación de todos los valores, estructuras y comportamientos que justificaban, mantenían o agrandaban las desigualdades hirientes entre los seres humanos y que establecían discriminaciones que a él le resultaban intolerables -sobre todo cuando se intentaban sancionar invocando a Dios- entre ricos, y pobres, justos y pecadores, primeros y últimos, puros e impuros, poderosos que mandan y súbditos que se veían limitados a obedecer. Es en este mismo contexto de defensa de los indefensos donde hay que situar muchas de sus fascinantes parábolas. Comentando su significación afirma J. L. Segundo: “Sin temor a equivocarnos...podemos afirmar que al menos veintiuna..., es decir, más de la mitad de ellas, versan sobre las causas que llevan a los adversarios de Jesús a ‘escandalizarse’ con su predicación acerca de la proximidad o llegada del Reino. En la misma medida constituyen...ataques a la ideología religiosa opresora de la mayoría de la sociedad de Israel y consiguientemente -no a pesar de ello- una revelación y defensa del Dios que hace de los pobres y de los pecadores los destinatarios por excelencia de su Reino”[64] Pero Jesús no se limitó a anunciar el Reino con su palabra y esperar pasivamente su venida, sino que puso a su servicio su vida entera, su actividad, su hacer transformador. Todo lo que los relatos evangélicos nos transmiten acerca de las actitudes que informaron la vida de Jesús y su forma concreta de actuar, incluidos su nacimiento y su muerte, parece confirmar la cercanía de Jesús respecto de los pobres, pecadores, últimos, marginados, excluidos...y la incondicionalidad de su opción en favor de su dignidad y liberación. Con esa cercanía y la incondicionalidad de su opción Jesús perfila, en profunda continuidad con el A. Testamento, el rostro de un Dios que escucha el clamor de las víctimas de la injusticia. Interesa destacar, al repasar la conducta de Jesús al servicio del Reino, dos actividades que tienen especial importancia para verificar el alcance y significación de su opción por la justicia: los milagros o “signos” de su misión salvífico-liberadora y sus comidas o banquetes con los pecadores y excluidos. Los milagros de Jesús en tanto que “clamores o signos del Reino”, realizados a impulsos de su compasión y misericordia[65] hacia los más débiles, nos manifiestan que ese Reino es una realidad salvífica que libera de necesidades concretas (concediendo pan a los hambrientos, salud a los enfermos, esperanza a los desesperados...) y rescata de opresiones históricas (esclavitudes, marginaciones y exclusiones de distinto signo). En la totalidad de los milagros de Jesús, signos del Reino, éste se nos presenta como alternativa ofrecida por Dios a la situación global existente, históricamente dominada por el mal y los valores del antirreino; como el ideal de una sociedad nueva que va a implantar en la historia la realización definitiva de la justicia, la utopía de los pobres y excluidos, el término de su marginación injusta, la liberación de sus esclavitudes y rechazos, la posibilidad de su vivir con dignidad. Los últimos trabajos con que contamos sobre las comidas de Jesús[66], realizados a la luz de los más recientes hallazgos de antropología cultural, ponen de manifiesto la singular relevancia teológica de las mismas en relación con la cuestión que nos ocupa. R. Aguirre, tras un minucioso recorrido por las comidas de Jesús en Lucas extrae la radicalidad de la enseñanza que Jesús transmite con ellas: es necesario promover una comensalidad común, abierta e igualitaria, en la que tienen que ser recibidos todos los excluidos y marginados del sistema. Todas las barreras que se oponen a esa comensalidad quedan abolidas por la forma de banquetear propia de Jesús[67]. Así se irá realizando el ideal de justicia que entraña el Reino. Con sus comidas con los excluidos Jesús cuestiona el concepto de honor, el sistema de pureza y las relaciones de patronazgo, de los que se derivaban los valores clave que configuraban las relaciones entre los seres humanos de su tiempo. De esta forma propugna unos valores alternativos informados por la acogida, la reciprocidad, el servicio, el compartir la vida, la fraternidad. Todas las barreras que se oponen a una comensalidad igualitaria y abierta, real y fraterna, quedan abolidas por Jesús. “En el fondo hay una lucha de dioses: el Dios de la santidad, al que se accede separándose de lo profano y de lo impuro, y el Dios de la misericordia, al que se accede en la medida en que se busca la incorporación de los excluidos, lo cual hace saltar los límites del sistema”[68]. Volvemos a encontrarnos con la vieja preocupación profética de situarnos ante el rostro del verdadero Dios, el que no admite falsas relaciones con los seres humanos, desvinculadas de la exigencia de realizar la justicia entre ellos. También para Jesús conocer a Dios es realizar la justicia y, por eso, el verdadero culto a Dios, el culto en espíritu y en verdad, es el que se realiza a través de toda una vida informada por el amor solidario que implica el compromiso con la causa justa de los pobres y oprimidos (cf. Mt 5, 20. 23-24; 7, 21-23; 23, 23). A través de su largo contencioso con el templo de Jerusalén (cf. Mc 13, 1-2; 14, 58-59; 15, 29; Mt 12, 6; 26, 61; 27, 51; Jn 4, 20-23), y de forma muy especial con la expulsión de los mercaderes que negociaban en el atrio (cf. Mt 21, 12-17; Mc 11, 15-19; Lc 19, 45-48; Jn 2, 13-22), Jesús nos quiere decir -al igual que los grandes profetas de Israel- que el único y verdadero Dios es el que está comprometido con su Reino de justicia y que, en consecuencia, no es posible relacionarse con Él por la “vía del atajo”, o sea, sin realizar la justicia, manteniendo la opresión sobre el forastero, el huérfano y la viuda. El culto así realizado convierte el templo en “una cueva de bandidos”[69]. Por el contrario, el culto que agrada a Dios, el culto en espíritu y en verdad, es el que se realiza mediante una vida comprometida con la justicia del Reino (cf. Mt 5, 20. 23-24; 7, 21-23; 23, 23). Una significación similar es preciso conceder a la actitud de Jesús ante la ley del sábado. La norma sabática, según él, cesa de obligar cuando está en juego liberar al oprimido tullido (cf. Mc 3, 1-6) o satisfacer el hambre de cualquier ser humano (cf. Mt 12, 1-8) . Jesús afirma rotundamente que para Dios el hombre no está al servicio del sábado, sino el sábado al servicio del hombre (cf. Mc 2, 27)[70]. El contenido de este breve recorrido de los relatos evangélicos está magníficamente resumido en el Documento final o Conclusiones de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín en 1.968 : “Es el mismo Dios quien, en la plenitud de los tiempos, envía a su Hijo para que hecho carne, venga a liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado, la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano”[71]. La causa de Jesús, Hijo de Dios, es la causa de la justicia. Con lo dicho hasta aquí me parece que queda suficientemente fundamentado el propósito prioritario de esta reflexión: “la cuestión de las víctimas” o, lo que es lo mismo, “el reto de la injusticia”, ha de situarse, desde la perspectiva que concede la fe cristiana, en el campo de la identidad teologal cristiana y no sólo en el de la ética. Parafraseando a Hannah Arendt, que afirma que “la cuestión de la naturaleza del ser humano no es menos teológica que la cuestión de Dios”, podríamos también decir que “la cuestión de la justicia no es menos teológica que la cuestión de Dios”. Esta recuperación de la identidad teologal de la cuestión de la justicia lleva de la mano a reivindicar, como ha subrayado con fuerza la teología de la liberación, “ el status teo-logal de los pobres”. J. Sobrino considera que la pérdida de tal “status teologal” está muy vinculada a lo que él llama “el olvido cristológico del reino de Dios”[72]. “En el Nuevo Testamento existe lo que podemos llamar ‘constelaciones’, agrupaciones de realidades alrededor de algo central cristiano y de acuerdo a una lógica de la fe. Pues bien, de ellas unas reciben con mayor facilidad que otras un status teologal (por ejemplo, los elementos de la constelación paulina, aunque por supuesto no sean exclusivos de ella: gracia, Espíritu, libertad, justificación, hybris...). Los elementos de la constelación alrededor del reino, sin embargo: pobres, liberación, pecado estructural...suelen mantenerse (con excepciones) al nivel ético o espiritual, pero no alcanzan el nivel teologal. ‘El Dios que justifica al impío’ alcanza a ser afirmación teologal y aun dogmática. ‘El Dios que se compadece del pobre y del oprimido’ no suele alcanzar ese nivel. La ‘justificación del pecador’ tiene raigambre dogmática, pero no así ‘la liberación del pobre’. La ‘opción por los pobres’ es matizada, cuestionada, cuando no muere la muerte de mil cualificaciones. Mientras no sean vistos en su relación primaria con Dios, ‘los pobres’, ‘las víctimas’, ‘los pueblos crucificados’, ‘la liberación’, ‘la cuestión social’, serán tenidos en cuenta en la ética y en la espiritualidad, pero no pertenecerán a la teología y menos aun a lo teo-logal...Hay que recordar, pues, a los pobres, y en su realidad teologal: ‘son los privilegiados de Dios’”[73]. Naturalmente que la
“elevación” del “status” de los pobres -y por consiguiente de la
“cuestión de la justicia”- al nivel teologal no supone en forma alguna
negar ni tampoco minusvalorar el nivel ético en el que igualmente se sitúan.
Ambos niveles mantienen su propia identidad y autonomía. Pero sí supone que,
desde la perspectiva de la fe, los dos niveles quedan indisolublemente unidos,
hasta el punto de que se puede y debe afirmar que la experiencia ética de la
lucha por la justicia, es, al mismo tiempo, lugar privilegiado para experimentar
la trascendencia y, más en concreto, la presencia acompañante del Dios
cristiano[74].
Existe entre ambas experiencias una especie de relación circular de alimentación
mutua: mientras que la experiencia religiosa o estrictamente mística del Dios
de Jesús conduce a la lucha por la justicia, ésta es fuente de conversión
permanente y permite profundizar progresivamente en la experiencia de Dios[75]. 4.2.-La fe cristiana puede igualmente contribuir de forma significativa a despertar del “sueño de inhumanidad” que nos amenaza si se mantiene fiel a la memoria “subversiva” de la muerte y resurrección de Jesús, es decir, si es capaz de hacer siempre presente la memoria de las víctimas en un horizonte irreductible y activo de esperanza. La perspectiva de la fe cristiana no se limita a “elevar” la cuestión de la justicia al nivel teologal, generando así lo que podríamos llamar una “plusvalía o excedente de motivación” capaz de consolidar la respuesta al reto de la injusticia[76]. La fe puede igualmente contribuir a generar una cultura que este mundo parece hoy necesitar. Me refiero a una cultura informada por la memoria[77]- memoria de los vencidos, indispensable para hacer posible la realización de la justicia, desde la solidaridad con su causa- y también por la esperanza, de forma que sea posible proyectarse siempre hacia delante confiando en que los “verdugos no van a tener la última palabra” [78]. En el campo de la teología ha sido J. B. Metz quien ha optado de forma más decidida por una cultura de la memoria[79], al entenderla esencialmente vinculada a la fe cristiana: “En la fe damos los cristianos cumplimiento a la ‘memoria passionis, mortis et resurrectionis Christi’; en la fe hacemos memoria del Testamento de su amor, en el que el reino de Dios se manifestó a los hombres precisamente allí donde la dominación del hombre por el hombre quedó por los suelos, desde el momento en que Jesús se puso de parte de los que no contaban, de los oprimidos y marginados, proclamando así el advenimiento del reino de Dios como poder liberador de un amor sin reservas”[80]. La memoria vinculada a la fe cristiana, nos vincula a las víctimas de la historia y pretende subvertir el presente (“memoria subversiva”) y proyectar hacia un porvenir liberador (“memoria esperanzada”): “Esta ‘memoria Jesu Christi’ no es un recuerdo que nos resguarde engañosamente de los riesgos del porvenir. No es una especie de reverso burgués de la esperanza. Lleva consigo, justamente, una anticipación bien determinada del porvenir, concebido como porvenir de los que no tienen esperanza, de los fracasados y apurados. Es esto lo que hace de ella una memoria “liberadora y subversiva” que acosa nuestro tiempo y lo pone en tensión, puesto que nos hace recordar precisamente este porvenir y no un porvenir indeterminado, y nos obliga, además, a transformarnos constantemente para estar a la altura de ese porvenir...Moviliza la tradición como tradición subversiva, y, por tanto, como potencia crítica y liberadora contra la conciencia unidimensional actual y contra la seguridad de aquellos ‘cuyo tiempo siempre está a mano’ (Jn 7, 6)” [81]. La fe entendida como “memoria pasionis et mortis Christi”, al activar el recuerdo de todas las vítimas de la injusticia a través de la historia, ejerce una función crítica en nuestras sociedades actuales, en las que la lógica política, informada por el poder de los más fuertes, se hace, en gran medida, rehén de la lógica de la economía triunfante y del desarrollado incontrolado de la ciencia y de la técnica. Frente a la incapacidad que esa lógica política imperante parece tener para experimentar la injusticia del sistema o para hacerse cargo de la parcela de lo real constituida por los débiles y excluidos, la fe cristiana, fiel a la memoria de un inconformista crucificado, actualiza esa vertiente oscura e inquietante de la realidad social y conecta con su dolor y su fracaso, así como con sus justas aspiraciones pendientes de realización[82]. Y cuestiona críticamente de forma radical el triunfalismo y bienestar de los más fuertes con todas sus justificaciones ideológicas carentes de universalidad [83]. En suma, lo que finalmente pretende la memoria vinculada a la fe, con toda su carga crítica y liberadora, es impedir que se repita la historia del sufrimiento injusto de las víctimas[84]. La fe entendida como “memoria resurrectionis” sitúa esa funcionalidad crítica y liberadora en el marco de una indeducible esperanza que alcanza incluso a los muertos que fueron vencidos por la injusticia de la historia[85]. Si es verdad, como decíamos más arriba, que la sensibilidad ante el reto de la injusticia está en horas bajas, hasta el punto de que vivimos bajo la amenaza de la abdicación de toda utopía, una de las contribuciones más decisivas de la fe cristiana, como “memoria resurrectionis”, será ofrecer esperanza. “En el marco de las tristes experiencias de estos últimos años y del panorama prevalentemente negativo del momento presente, la Iglesia debe afirmar con fuerza la posibilidad de la superación de las trabas que por exceso o por defecto se interpongan al desarrollo y la confianza en una verdadera liberación. Confianza y posibilidad fundadas, en última instancia, en la conciencia que la Iglesia tiene de la promesa divina, en virtud de la cual la historia presente no está cerrada en sí misma, sino abierta al reino de Dios...Por tanto no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad”[86]. La esperanza cristiana, fundamentada últimamente en la memoria creyente de la resurrección de Jesús, remite al ser humano, al mundo y la historia, como bien se sabe, a un término de realización plena, “a un cielo nuevo y una tierra nueva”, en donde “se enjugará toda lágrima de los ojos de los seres humanos y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado”, y en donde el mismo Dios será “todo en todas las cosas”[87]. Pero esta esperanza es, al mismo tiempo, fuente de resistencia ante toda contrautopía histórica fatalista -incluida, por supuesto la pretendida utopía del “statu quo”- y fuente generadora de utopías capaces de movilizar y otorgar sentido al compromiso histórico de los seres humanos al servicio de una sociedad nueva informada por la justicia. La dimensión última transhistórica de la esperanza cristiana -proféticamente anticipada en la resurrección de Jesús- tiene que combinarse dialécticamente con su dimensión histórica: “La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo”[88]. La esperanza teologal remite así a la historia. No para generar quimeras fáciles o para garantizar el éxito intrahistórico, sino para urgir la apertura utópica comprometida a un futuro nuevo siempre posible y para conferir sentido a toda lucha por una sociedad más justa, incluso aunque tal lucha, en tal o cual momento histórico, tenga que confrontarse con el fracaso. Es lo que sostiene Pablo cuando afirma: “Hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles; trabajad sin descanso en la obra del Señor, sabiendo que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga” ( 1 Cor 15, 58). Pero esta dimensión intrahistórica de la esperanza necesita ser cualificada. Como afirma J. Sobrino con insistencia la resurrección de Jesús es en primer término esperanza para los crucificados. “Dios -afirma- resucitó a un crucificado y desde entonces hay esperanza para los crucificados...Con ello se establece una correlación entre resurrección y víctimas. La esperanza versa en directo sobre la justicia, no simplemente sobre la supervivencia; sus sujetos primarios son las víctimas, no simplemente los seres humanos; el escándalo que debe superar es la muerte inflingida injustamente, no simplemente la muerte natural como destino. La esperanza que hay que rehacer hoy no es una esperanza cualquiera, sino esperanza en el poder de Dios contra la injusticia que produce víctimas”[89]. Poner de manifiesto su capacidad crítica y dinamizadora, en el sentido liberador que hemos visto, y contribuir a generar así una cultura de la memoria, informada por la esperanza traducida en compromiso activo, es tal vez la aportación más decisiva que la fe cristiana puede prestar en el momento presente a la respuesta que la humanidad debe dar al reto de la injusticia[90]. ¿Sabremos prestar
esa contribución? Ese es, me parece, el gran desafío. Desafío ineludible y
decisivo. Aquí, y para terminar, conviene recordar al profeta Miqueas: “Ya se
te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: tan
sólo que practiques la justicia y que ames con ternura, y que camines
humildemente con tu Dios” (Mq 6, 8).
NOTAS [1] “Lo que más oculta hoy el rostro de Dios es la profunda injusticia que reina en el mundo. Si no luchamos contra ella y no nos ponemos del lado de las víctimas, colaboramos al actual ocultamiento de Dios” (cf, Creer en tiempos de increencia, Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, nº 74; cf. también, J. Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Ed. Sal Terrae, Santander, 1998, p. 41). [2]Cf. Teología desde la praxis de la liberación, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.973, p. 40. [3] “Sólo una Iglesia que se acerca a los pobres y a los oprimidos, se pone a su lado y de su lado, lucha y trabaja por su liberación, por su dignidad y por su bienestar, puede dar un testimonio coherente y convincente del mensaje evangélico. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento” (Cf. La Iglesia y los pobres, Documento de reflexión de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, nº 10). [4]La justicia, bíblicamente hablando, no consiste propiamente en el genérico “dar a cada uno lo suyo”, sino más bien en “dar lo suyo a aquel a quien se le ha arrebatado” (cf. J. I. González Faus, Cristo, justicia de Dios. Dios, justicia nuestra. Reflexiones sobre cristología y lucha por la justicia, en AAVV, La justicia que brota de la fe (Rom 9, 30), Ed. Sal Terrae, Santander, 1.982, p. 134). Puede y debe considerarse una concreción del amor que busca la defensa de los indefensos. “Es el afán por sacar adelante los derechos conculcados, pero especialmente del pobre y del desvalido, es decir, los derechos de aquel que no tiene por sí los medios de sacarlos adelante” (cf. J. Alonso Díaz, La Teología Bíblica configurada por la “Justicia”, EDICABI-PPC, Madrid, 1979, p. 3; cf. también, J. Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.981, pp. 62-68; J. Mª Castillo, Las (7) palabras de josé Mª Castillo, Ed. PPC, Madrid, 1.996, pp. 83-98). [5]Cf. El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Ed. Sal Terrae, Santander, 1992, pp. 24-25. [6]En efecto, desde las víctimas oprimidas y excluidas por la injusticia reinante no se puede aceptar un pensamiento conciliador o conformista con lo dado, que sólo es compatible con un pensamiento acrítico, ciegamente pragmatizado y ajeno al clamor de la injusticia. Desde las víctimas se ve claro que hay que ir más allá del imperio de lo dado. Sólo un pensamiento crítico, inconformista, capaz de trascender el contexto existente es capaz de hacer justicia a las víctimas de la lógica sistémica imperante. [7]La esperanza es, desde luego, posible, como acredita la experiencia propia y ajena. Sin embargo, en los tiempos que corren, no es fácil. Ya Peguy la consideraba en su época un verdadero milagro. Pero la dificultad no nos refiere al heroísmo. Nos remite más bien a la gracia de Dios, que da el querer y el poder y hace así posible lo imposible. Mantener la esperanza no exige de nosotros ser héroes. Exige más bien ser humildes y confiar en la fuerza del Espíritu. [8]Reyes Mate advierte que la sensibilidad y racionalidad específicas del alma judía, que algunos llaman razón anamnética, consiste precisamente “en pensar las cosas haciendo pie: pensar la libertad desde la experiencia de la esclavitud o de la dictadura; pensar la justicia desde la experiencia de la injusticia, pensar la universalidad desde la afirmación innegociable del individuo, etcétera” (Cf. En el Día del Holocausto, artº publicado en el Diario “El País” el 23 de Abril de 1.998). [9]La exclusión social es el rostro que está tomando la pobreza cuando las personas que la padecen pasan de una situación estructural de explotación a otra de irrelevancia. Los excluidos no están propiamente “abajo” o en la “periferia”, sino más bien “fuera”. No son “explotados”, sino “irrelevantes”. No son “oprimidos”, sino “sobrantes”. Son los expulsados y expropiados. Desde la lógica económica y social del sistema imperante los excluidos son declarados “inútiles” para el buen funcionamiento de la sociedad. Está así surgiendo “un mundo en el cual se convierte en un privilegio el ser explotado” (Hinkelammert). [10]J. Sobrino, tras definir la pobreza como “la negación formal y la privación del mínimo a que aspira la humanidad y sobre lo que gira toda la historia: la vida”, añade que “esta pobreza-muerte genera otros empobrecimientos de tipo cultural, psicológico, espiritual, y agrava los sufrimientos provenientes de otras raíces estructurales: raza, cultura, sexo, religión. Todos estos sufrimientos tienden a coincidir casi siempre en los pueblos pobres del Tercer Mundo. Aunque pueda haber excepciones, los pueblos pobres, por serlo, son también los que están más sometidos al peligro de ser privados de su identidad y oprimidos en su cultura y religiosidad; los pueblos pobres, por serlo, son los que con más facilidad son privados de fe y violentados en los derechos humanos que garantizan dignidad y libertad. La mujer, en cuanto pobre, es más fácil y cruelmente víctima del masculinismo” ( cf. El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.992, p. 53). [11]Los datos que presento a continuación entrecomillados son reproducción literal del mencionado Informe, publicado en Ediciones Mundi-Prensa, Madrid, 1.998. Son tan elocuentes que no necesitan comentario alguno. [12]Cf. Sollicitudo rei socialis” nº 14. [13] Cf. el Informe citado, p. 2. [14]Cf. Ibid., p. 30, recuadro 1.3. El teólogo camerunés J.-M. Ela observa que “un cerdo o una vaca de Normandía, un perro o gato parisinos, tienen un poder adquisitivo mayor que el del campesino africano de la sabana o del bosque” (cf. Fe y liberación en África, Ed. Mundo Negro, Madrid, 1.990, p. 26). [15]Cf. Ibid., p. 37, cuadro 1.12. [16]Igualmente publicado en Ediciones Mundi-Prensa, Madrid, 1.999. [17]cf. el Informe de 1.999, pp. 35-36. [18]Cf. Ibid., p. 38, gráfico 1.6. [19]Cf. Ibid., pp. 37 y 39. Estos datos extraídos de los Informes de las Naciones Unidas de los dos últimos años acreditan, insisto, las dimensiones faraónicas que engendra ese abismo creciente entre el Norte y el Sur. Se trata de una desigualdad tan cruelmente injusta que es causa de la muerte por hambre de algo más de 13 millones de seres humanos del Sur (es decir, unas 40.000 personas diarias). Hay que tener en cuenta que unas 1.300 millones de personas están obligadas a sobrevivir con menos de un dólar diario y que la deuda externa de los países del Sur asciende ya a más de 2 billones de dólares. [20]El V Informe Sociológico de FOESSA sobre la Situación Social en España, elaborado en 1.994, llegaba a la conclusión de que eran casi 8 millones las personas situadas bajo el umbral de la pobreza, es decir casi el 20% de la población española. [21]Estas desigualdades injustas se observan también en la práctica totalidad de los países del Norte. Como indica el Informe del PNUD de 1.999, en su p. 37, “estudios recientes demuestran que la desigualdad aumentó en la mayoría de los países de la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos) durante los años 80 y a comienzos de los 90. El deterioro fue peor en los Estados Unidos, el Reino Unido y Suecia. En el Reino Unido el número de familias por debajo del límite de la pobreza aumentó en el 60% en los años 80, en los Países Bajos lo hizo casi en el 40%. Y en Australia, el Canadá, los Estados Unidos y el Reino Unido por lo menos la mitad de los hogares con sólo un padre con hijos tenían un ingreso por debajo del límite de la pobreza” . [22]Cf. L. de Sebastián, Alegato contra la desigualdad económica, artº aparecido en el Diario “El País” el 24 de enero de 2.000. [23]La superación de esas pretendidas superioridades de la propia cultura o religión que llevan al desprecio de lo “distinto” es un desafío fundamental para la Iglesia. J. B. Metz insiste en la necesidad de que nuestra Iglesia emprenda el “doloroso tránsito” que le permita abandonar su “eurocentrismo” para pasar así “de una iglesia eurocéntrica a una iglesia mundial culturalmente policéntrica”. Para el teólogo alemán ese tránsito se manifiesta ya en la teología de la liberación, al observarse en ella el paso de una iglesia de occidente más o menos culturalmente unitaria y, en este sentido, monocéntrica, a una iglesia mundial enraizada en diversas culturas y, en ese sentido, policéntrica, en la cual además no se niega la herencia europea, sino que es reclamada y exigida de nuevo” (cf. Por una cultura de la memoria, Ed. Anthropos, Barcelona, 1.999, pp. 44.43). [24]Cf., por ejemplo, J. L. Ruiz de la Peña, Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio, Ed. “Sal Terrae”, Santander, 1.995, pp. 247-256. [25]Ya hemos aludido a la deuda externa de los países del Sur, que alcanza en este momento la suma de más de ¡dos billones de dólares! y que supone -teniendo en cuenta quienes la contrajeron, el destino que se le ha dado, el aumento exagerado de los tipos de interés, la asimetría existente en las relaciones comerciales internacionales, los planes de ajuste económico impuestos a muchos de los países deudores y las gravísimas consecuencias que se están derivando para los más pobres por el pago del servicio de la deuda- una de las manifestaciones más evidentes de la injusticia hoy existente a nivel internacional. [26]Para un análisis más riguroso y completo me remito una vez más a los Informes del PNUD de los últimos años. También se encuentran datos significativos en: A. Caballero, Reservado el derecho de admisión. Injusticia y exclusión en un mundo global, Ed. Manos Unidas, Madrid, 1.999; L. González-Carvajal, Interrogantes y retos pastorales ante el tercer milenio, Ed. Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1.999, pp. 7-28; AAVV, Pobreza y exclusión social, Ed. PPC, Madrid, 1.999. [27]Refiriéndose a la pobreza como fenómeno social el Comité Económico y social de la Comunidad Europea afirma: “Nos encontramos, por tanto, frente a un grave problema de distribución desigual de los medios de subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres, y también de los beneficios de ellos derivantes. Y esto sucede no por responsabilidad de las poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie de fatalidad de las condiciones naturales o del conjunto de las circunstancias” (citado por V. Renes: Pobreza y exclusión social, en AAVV, Pobreza y exclusión...op. cit., pp. 15-16). [28]Cf. nº 16. Se da aquí una explicación causal del fenómeno de la pobreza: la dependencia del Sur respecto del Norte. No se pretende, aduciendo esta causa, explicar adecuada o totalmente la pobreza. En el mismo nº de la Encíclica se dice que hay “causas diversas”: “Hay que indicar las indudables graves omisiones por parte de las mismas naciones en vías de desarrollo, y especialmente por parte de los que detentan su poder económico y político”. Pero, añade, “no podemos soslayar la responsabilidad de las naciones desarrolladas”. Para un análisis más detallado, cf. L. González-Carvajal, Entre la utopía y la realidad. Curso de moral social, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.998, pp. 135-180. [29]Los conceptos de “injusticia estructural”, “violencia institucional” o “estructuras de pecado” aparecen profusamente en documentos recientes del Magisterio. El Documento final de Puebla habla del “misterio del pecado” que “impregna los mecanismos de la sociedad de valores materialistas” (nº 70) o de “estructuras de pecado” (nº 452) o de “objetivaciones del pecado en lo económico, lo social, lo político e ideológico-cultural” (nº 1113). La Instrucción “Libertatis nuntius” de la Congregación para la Doctrina de la fe reconoce igualmente la existencia de “estructuras (económicas, sociales, políticas) inicuas y generadoras de iniquidades” (Sección IV, nº 15). La “Sollicitudo rei socialis” habla de “mecanismos perversos” (nº 17, 35 y 40) y de “estructuras de pecado” (al menos en 9 ocasiones: nº 36 al 40). Los ejemplos podrían multiplicarse. [30]Cf. pp. 80-81. Cf. también A. Comín y J. Cuadros, Esto se puede salvar (extracto de los Informes del PNUD 97 y 98 ), Papeles de “Cristianisme i Justícia, nº 136, Octubre 1999. [31]Cf. Un orden económico justo, Cuadernos “Cristianisme i Justícia”, nº 87, Enero 1999, pp. 3-4. [32]El teólogo alemán denuncia además que estamos empeñados en justificar la inocencia del ser humano actual con el cómodo expediente de la exención de toda culpa. Esta exculpación del sujeto, que implica un “adiós ético”, justifica la insensibilidad ante el reto de la injusticia (cf. R. Mate, La incidencia filosófica de la teología política de J. B. Metz, Epílogo a la obra de Metz, Por una cultura de la memoria, Ed. Anthropos, Barcelona, 1.999, p. 161). [33]Al margen, claro, de la equidad con que se distribuyan tales bienes y bienestar. Por eso desde la óptica del sistema se puede decir, por ejemplo, que “España va bien” sin tener en cuenta que para un sector importante de la población tal afirmación suena a sarcasmo intolerable. [34]Cf. Teología europea y teología de la liberación, en AAVV, Cambio social y pensamiento cristiano en América latina, Ed. Trotta, Madrid, 1.993, pp. 268-269. [35]Cf. J. Mª Mardones, Neoliberalismo y religión, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1.998, p. 81. [36]De acuerdo con ella, como advierte H. Asmann, “lo que resulta utopizado es el presente, lo que hay es el statu quo imperante, quizá con algún pequeño retoque. La ideología de lo posible (posible según la mentalidad de los que se benefician de la lógica de la exclusión) siempre ha tenido la tendencia de frenar la voluntad política necesaria para cambios significativos. En ese sentido, la utopía posible representa la cancelación del horizonte utópico, encerrándolo en el tópos de las estructuras de pecado actualmente existentes” (cf. Por una sociedad donde quepan todos, “Documentos del ocote encendido”, nº 4 , Octubre 1999, p. 26). [37]Metz considera que la mentalidad europea está aquejada de un esteticismo inquietante: “Nietzsche marca el relevo de la metafísica tardía, de la filosofía de la historia y de la crítica social por la estética y la psicología. Análogamente, en la cultura intelectual de la actual Europa se dan tendencias a la estetización y psicologización de la identidad europea...Pero este euro-esteticismo y euro-psicologismo ¿no son un fenómeno de evasión o de resignación?; ¿no se trata del cambiante travestismo de un pensamiento europeo de acomodación a las crisis y a la miseria? Europa se encuentra en peligro de acostumbrarse a las crisis de pobreza en el mundo”. (cf. Teología europea ...artº. cit., p. 268. [38]Cf. El cuerno del Jubileo, Ed. Nueva Utopía, Madrid, 1.998, p. 7. El cambio de paradigma solicitado por algunos, al que se refiere Casaldáliga, implicaría abandonar la perspectiva de las vícitmas a la hora de entender y vivir la fe. Frente a esta posición los teólogos de la liberación insisten en que la perspectiva de las víctimas tiene carácter “metaparadigmático” (cf., por ejemplo, J. Sobrino, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Ed. Trotta, Madrid, 1.999, pp. 11-21). [39]Cf. Corrientes en la Iglesia española actual ante el tercer y cuarto mundo, en AAVV, Pobreza y exclusión...op. cit., p. 109. Aduce una serie de datos que muestran hasta que punto sería impropio hablar de resignación o abdicación generalizada ante la injusticia (cf. pp. 106-112). [40]Cf. Jesús en nuestra cultura, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.987, p. 104. Esta preocupación es hoy intensamente sentida, también entre los teólogos cristianos. González Faus habla de una “ ‘oekumene’ entre no creyentes y creyentes de diversas religiones” (cf. La mundialización cosmovisional, en AAVV, ¿Mundialización o conquista?, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.999. p. 97); Martín Velasco, refiriéndose concretamente a la construcción de Europa, demanda la “elaboración de un proyecto común” que supone “la búsqueda de una base común, lo más amplia posible, en la que coincidamos, y, posteriormente, la convergencia de lo mejor de cada tradición en una búsqueda ecuménica realizable a través de la discusión y el diálogo” ( cf. El malestar religioso de nuestra cultura, Ed. Paulinas, Madrid, 1.993, p. 227) y H. Küng viene insistiendo en los últimos años en la necesidad de una ética común para la política y economía mundiales, que comprometa a todos en la construcción de un mundo más pacífico, más justo y humano (cf., por ejemplo, Una ética mundial para la economía y la política, Ed. Trotta, Madrid, 1.999, pp. 104-125). [41]González Faus señala tres rasgos que le parecen especialmente significativos por su profunda humanidad y universalidad. “Frente a la cultura consumista -dice- hay que propagar una conciencia del uso sencillo de las cosas, en la medida que son verdaderamente necesarias...Frente a la cultura de aprovechar todas las posibilidades, hay que crear una conciencia del respeto que no busque hacer las cosas simplemente ‘porque se puede’...sino porque son convenientes para las mayorías. Frente a la cultura de la indiferencia ante la exclusión, hay que crear una conciencia de lo intolerable de la exclusión y del imperativo inapelable de la lucha contra ella” (cf. La mundialización cosmovisional...artº. cit., p. 207). [42]Cf. las interesantes sugerencias que se encuentran al respecto en H. Küng, Proyecto de una ética mundial, Ed. Trotta, Madrid, 1.991 y Una ética mundial para la economía...op. cit. [43]Creo que era Mounier el que, comentando el escepticismo del gobernador romano, afirmaba: “la verdad, Pilato, son los pobres”. [44]Hablar de aportaciones “propias” o “específicas” de la fe no equivale a decir que sean exclusivas. Como bien indica González Faus, “si las aportaciones de la fe no fuesen ‘humanas’ ya no serían aportaciones. Y si son humanas esto significa que no es imposible llegar a ellas desde fuera de la fe, es decir, desde un nivel profundo de humanidad...Aportación específica de la fe...no significa hablar de algo que sólo haya de tener el militante cristiano, sino de algo que se le debe exigir necesariamente al creyente auténtico comprometido” (cf. La teología de cada día, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.976, pp. 389-390). [45]Cf., por ejemplo, R. Aguirre, La fe cristiana en una sociedad de bienestar y nuevas marginaciones, en AAVV, Pluralismo socio-cultural y fe cristiana, Ed. Mensajero, Bilbao, 1.990, pp. 116 y ss.; J. I. González Faus, Cristo, Justicia de Dios...artº. cit.; J. Martín Velasco, Ser cristiano en una sociedad posmoderna, Ed. PPC, Madrid, 1.996, pp. 112-122; E. Schillebeeckx, Jesús en nuestra cultura, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.987, pp. 63-105; J. Sobrino, Resurrección de la verdadera...op. cit., pp. 54-98. [46]Esta es, según creo, la misma preocupación que lleva a J. B. Metz a postular una teología informada por el paradigma posidealista, realizada ante el rostro de las víctimas, capaz de acreditar el cristianismo “ante una razón que quiere volverse práctica como libertad y también como libertad de los demás, es decir, como justicia” (cf. Teología europea...artº. cit., 264). [47]Cf. Ser cristiano...op. cit., p. 118. [48]Cf. en el mismo sentido J. B. Metz, Teología europea...artº. cit., pp. 263-265. [49]Cf. Ser cristiano...op. cit., pp. 119-120. [50]Cf. El Reino de Dios y la liberación humana, en AAVV, La justicia y la verdad se encontrarán, Ed. San Esteban, Salamanca, 1.987, p. 79. [51]N. Lohfink llega a afirmar que “el éxodo, la liberación de Israel de Egipto, al comienzo de su historia, por su Dios Yahvé, es el tema central, de hecho el único tema de la confesión de fe del A. Testamento” (cf. Option for the poor. The Basic Principle of Liberation Theology in the Light of the Bible, Ed. Bibal Press, Berkeley, 1.987, p. 33). Cf., al respecto, Dt 6, 20-25 y 26, 4-9. [52]Cf. Ex 2, 23-25; 3, 7-10; Dt 26, 5-10; Sal 9, 10.13; 10, 14.17. 18; 40, 18; 72, 12-14; 76, 10; 103, 6; 146, 7; Job 34, 24-28. [53]También la elección de Abraham debe vincularse a la intención de Dios de formar una gran pueblo en el que se observe la “justicia y el derecho” (mispat wesedaqah), es decir, en el que se defienda al pobre y desvalido, impidiendo que sus derechos sean conculcados (cf. J. Alonso, La Teología bíblica...op. cit., pp. 19-24). [54] “Típico del Dios bíblico y muy significativo es el hecho de que tiene su contradicción no en el ‘ateísmo’ (como pensaríamos nosotros) sino en los ‘dioses falsos’” (cf. J. I. González Faus, La Teología de cada día...op. cit., p.284). Los teólogos de la liberación insisten en que la fe en el Dios verdadero -es decir, el que va revelando su rostro y su misterio en la lucha de los pobres contra la injusticia- pasa necesariamente por la negación y la apostasía de los dioses falsos (cf., por ejemplo, AAVV, La lucha de los dioses. Los ídolos de la opresión y la búsqueda del Dios liberador, Ed. DEI y CAV, San José de Costa Rica y Managua, 1.980; J. P. Miranda, Marx y la Biblia. Crítica a la filosofía de la opresión, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.975, pp. 59-67; cf. también, en la misma dirección, J. L. Sicre, Los dioses olvidados. Poder y riqueza en los profetas preexílicos, Ed. Cristiandad, Madrid, 1.979). [55]N. Lohfink -cf. Reino de Dios y economía en la Biblia, en “Communio”, 8 (1986), pp. 117-120- se extiende en mostrar las repercusiones económicas del año jubilar, en favor siempre de la liberación de los más pobres. Cf. también X. Pikaza, Año sabático, año jubilar. Tradición israelita, en “Iglesia Viva”, nº 198 (abril-junio 1999) pp. 9-38. [56]Cf. la Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe “Libertatis conscientia”, nº 46. [57]Cf. J. Dupont, Les Béatitudes. La Bonne Nouvelle, T. II, Paris, 1.969, pp. 54-65. [58]Cf. J. L. Sicre, “Con los pobres de la tierra”. La justicia social en los profetas de Israel, Ed. Cristiandad, Madrid, 1.984. [59]Cf. J. P. Miranda, Marx y la Biblia...op. cit., pp. 67-77 y 94-99. [60]Cf.
Ibid., pp. 77-93. [61]Cf. J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, Vol. I, Ed. Sígueme, Salamanca, 1.974, p. 122. Sobre la centralidad del reino de Dios en la vida y mensaje de Jesús y sobre la vinculación de tal reino con la realización de la justicia, cf., por ejemplo, J. Sobrino, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Ed. Trotta, Madrid, 1.991, pp. 95-177. [62]Cf. Cristianismo y justicia, Ed. PPC, Madrid, 1.973, p. 24. Esta novedad la expresará el autor de la primera carta de Juan cuando amplía la afirmación profética “ conocer a Dios es practicar la justicia” y afirma que “el que no practica la justicia, y el que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Jn 3, 10b). Las exigencias del A. Testamento de realizar la justicia se mantienen intactas, pero quedan profundizadas al quedar radicadas en el amor al prójimo, inseparable del amor a Dios. Un letal malentendido, muy extendido, es el que ha desvinculado el amor o la caridad de la exigencia de realizar la justicia. De ahí a confundir la caridad con la mera limosna benevolente, no hay más que un paso. Y como ese paso se ha dado con excesiva frecuencia la palabra “caridad” tiene muy mala prensa en muchos ámbitos. Sin embargo, lo cierto es que “no existe distancia entre el amor al prójimo y la voluntad de la justicia” (cf. “Libertatis conscientia”, nº 57). [63]Cf. J. Lois, Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, Ed. HOAC, Madrid, 1.995, pp. 65-66. [64]Cf. El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, T. II/1 Ed. Cristiandad, Madrid, 1.982, p. 181. Cf. también J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1.971, p. 154; R. Aguirre, La fe cristiana en una sociedad...artº. cit., pp. 122-123. [65]Sobre la significación de la misericordia en la vida de Jesús, cf. J. Sobrino, El principio-misericordia...op. cit., pp. 31-45 [66]Cf., por ejemplo, J. D. Crossan, Jesús: vida de un campesino judío, Ed. Crítica, Barcelona, 1.994; R. Aguirre, La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.994; L. Maldonado, La Eucaristía en devenir, Ed. Sal Terrae, Santander, 1.997. [67]Cf. La mesa compartida...op. cit., pp. 59. 64. 65. 123. 125. 127. [68]Cf. Ibid., p. 64. [69]Esto es lo que indica Jer 7, 11. Recuérdese que precisamente los tres sinópticos, para precisarnos el alcance significativo del gesto de Jesús de la expulsión de los mercaderes del templo de Jerusalén, recurren a Jer 7, 11 (cf. Mt 21, 13; Mc 11, 17; Lc 19, 46). [70]Para una consideración más detallada del mensaje y la vida de Jesús contemplados desde esta perspectiva de defensa de las víctimas de la injusticia, cf. J. Lois , Jesús de Nazaret...op. cit., especialmente pp. 55-99. [71]Cf. Documento de Justicia, nº 3. J. I. González Faus afirma compendiosamente que “Cristo es la revelación de Dios como justicia” y muestra que “todos los títulos o ‘tipos’ cristológicos del A. T. tienen algo que ver o se expresan mediante alguna relación con la justicia o con la vindicación de los oprimidos” (cf. Cristo, justicia de Dios...artº. cit., pp. 140-142). Se ha objetado a todas estas consideraciones que incurren en un error fundamental que consistiría en trasladar la perspectiva propia del A.Testamento a los relatos evangélicos y al N. Testamento, ignorando que en éste se ha producido una profunda espiritualización de la noción de salvación y de la justicia de Dios, como es fácil observar- dicen los que así piensan- sobre todo en Pablo (cf. M. García Cordero, Teología bíblica de la liberación, en AAVV, Teología de la liberación, Ed. Aldecoa, Burgos, 1.974, pp. 135-180). Parece más bien que cuando el N. Testamento, y particularmente Pablo, hablan de la “justicia de Dios” se quiere decir “que en Jesucristo se unifican, como en una sola ‘hipóstasis’, la justicia como don de Dios, que hace interiormente justos a los hombres, y la justicia como cualidad de las relaciones interhumanas. Para el cristiano no cabe, pues, la separación de ambos conceptos ni la referencia a uno solo de ellos para dar a entender que no se quiere aludir al otro. Sino que más bien, y desde esa ‘identificación hispostática’ realizada en Jesucristo, la justicia interhumana se convierte en una especie de sacramento de la justicia de Dios”. O dicho de forma más clara y compendiosa: “la ‘justicia de Dios’ es nuestra misma justicia interhumana, pero realizada por Dios en nosotros a través de Jesucristo”. A partir de aquí puede admitirse que “respecto a la expectativa veterotestamentaria, el N. T. supone efectivamente una ‘espiritualización’ de las promesas (incluida, naturalmente la referente a la justicia). Pero espiritualización no significa desmaterialización, como si se tratara de desposeer a las promesas de su significado material o interhumano; espiritualización se dice por referencia no a lo inmaterial, sino al Espíritu de Dios, el cual entra en el lenguaje teológico precisamente porque se predica de él que ha sido derramado ‘sobre toda carne’...La espiritualización de las promesas veterotestamentarias equivale, pues, a su cristificación, ya que en Cristo es donde ha sido dado el Espíritu” (cf. J. I. González Faus, Cristo, justicia de Dios...artº. cit., pp. 129. 137. 151; cf. también Id., Jesús y Dios, en AAVV, 10 palabras claves sobre Jesús de Nazaret, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 1.999, pp. 239-240; J. Alonso Díaz, De la liberación nacionalista...op. cit., pp. 12-23). J. L. Segundo, sostiene, en una aguda y extensa interpretación, que, mientras que los Sinópticos hacen una lectura de la Buena Nueva de salvación en clave preferentemente política, Pablo utiliza más bien una clave antropológica o existencial pero subrayando, al mismo tiempo, que en Pablo lo existencial y antropológico se abre a la causalidad histórica y a la política por su mismo dinamismo interno y por fidelidad al Jesús de los evangelios de tal modo que puede hablarse de una “convergencia oculta” de ambas interpretaciones (cf. El hombre de hoy...op. cit., T. II/1, pp. 287-599). [72]cf. La fe en Jesucristo...op. cit., pp. 337-340. [73]Cf. Ibid., p. 472. Para una consideración más amplia de ese “status teologal” de los pobres en la teología latinoamericana de la liberación, cf. J. Lois, Teología de la liberación:opción por los pobres, Ed. IEPALA-Fundamentos, Madrid, 1.986, pp. 149-174. Conviene recordar que la reivindicación de ese “status teologal” para los pobres se hace hoy también por fortuna por parte de teólogos del llamado Primer Mundo. cf., por ejemplo, J. Mª Castillo, Los pobres y la teología, ¿Qué queda de la teología de la liberación?, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1.997; J. Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado...op. cit., pp. 40-42; Id., Ser cristiano en una cultura....op. cit., pp. 112-122; Id., El fenómeno místico. Estudio comparado, Ed. Trotta, Madrid, 1.999, pp. 457-466; E. Schillebeeckx, Jesús en nuestra cultura...op. cit., pp. 84-94. [74]Cf. J. Lois, Experiencia de Dios, encuentro con el pobre y compromiso por la justicia, en AAVV, ¿Dónde está Dios? Itinerarios y lugares de encuentro, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1.998, pp. 113-137. [75]Esta circularidad entre lucha por la justicia y experiencia de fe es profundamente considerada por J. Sobrino en Resurrección de la verdadera...op. cit., pp. 54-98. También J. Martín Velasco, recogiendo y superando las consideraciones de Levinas, considera que la experiencia ética es lugar adecuado para abrirse a la experiencia religiosa y, por otra parte, que la experiencia religiosa, incluida la más estrictamente mística, “incluye, provoca y desarrolla la dimensión ética” (cf. la bibliografía citada en la nota 65 y también El encuentro con Dios, Ed. Caparrós, Madrid, 1.995, pp. 7-21). [76]Frente a la posición de Salman Rushdie que sostiene que “la religión, incluso en su forma más sofisticada, infantiliza esencialmente nuestro yo ético”, apoyada con entusiasmo por Fernando Savater (cf. su artículo “El soborno del cielo”, publicado en el Diario “El País” el domingo 26 de Diciembre de 1.999), los cristianos pensamos que la fe en el Dios vivo de Jesucristo puede enriquecer el mundo motivacional y consolidar así la “indignación ética” que se necesita para luchar por la justicia (cf. E. Schillebeeckx, Jesús en nuestra cultura...op. cit., pp. 69-72). [77]La reivindicación de una cultura de la memoria encuentra hoy un eco significativo en un sector del pensamiento crítico, filosófico y teológico: cf., por ejemplo, R. Mate, La razón de los vencidos, Ed. Anthropos, Barcelona, 1.991; Id. Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Ed. Anthropos, Barcelona, 1.997; Id., De Atenas a Jerusalén. Pensadores judíos de la modernidad, Ed. Akal, Madrid, 1.999; J. B. Metz, Por una cultura de la memoria, Ed. Anthropos, Barcelona, 1.999; J. J. Sánchez, Desde la memoria de las víctimas: contribución de Horkheimer y Adorno al debate actual de la racionalidad, en AAVV, Memoria Académica del Instituto de Fe y Secularidad 1.998-1.999, Madrid, 1.999, pp. 43-58. [78]J. Sobrino, al tratar de concretar lo que le parece en nuestro tiempo más significativo para la identidad cristiana, señala estas dos cosas: “recordar lo importante, sin trivializarlo, ahora que lo nuevo parece remitirlo al olvido (aunque la historia se encarga de vengarse de quienes así proceden), y caminar con la terquedad de la esperanza de que hay una meta, sin trivializarlo convirtiéndolo en deambular” (cf. La fe en Jesucristo...op. cit., p. 477) . [79]El intento de Metz lo resume con suma precisión R. Mate: se trata de “recomponer una cultura del recuerdo, antes de que sea demasiado tarde, antes de que la memoria quede sepultada en la historia. Es una tarea descomunal pues no se trata de añadir un elemento nuevo a lo ya tenido, sino de sustituir la impasibilidad del logos por la compasión de la memoria. Se trata pura y simplemente de unir el pensar y el pesar, la reflexión y el sufrimiento” (cf. La incidencia filosófica....artº. cit., pp. 185-186). [80]Cf. Presencia de la Iglesia en la sociedad, en “Concilium”, Nº extra, Diciembre 1.970, p. 249. [81] Cf. Ibid., p.249. [82]Si no se atiende al clamor de las víctimas, es decir, “si no se integra la cuestión de la ‘periferia’ en el proyecto de la modernidad, ésta seguirá siendo en todas sus configuraciones, también, por supuesto, en la posmodernidad, esclava de la lógica hegemónica del dominio y no se romperá la dialéctica de la Ilustración” (cf. J. J. Sánchez, Desde la memoria de las víctimas...artº. cit., p. 55; cf. también, J. Lois, La Modernidad vista desde el Primer Mundo y desde el Tercer Mundo, en AAVV, Cristianismo y Modernidad, Ed. Nueva Utopía, Madrid, 1.993, pp. 75-105). La perpetuación de la injusticia está, pues, vinculada esencialmente a esa “cultura del olvido” que ignora a las víctimas. Sólo su memoria podrá liberarnos de esa lógica terrible que genera la injusticia. [83] “Conciencia política ‘ex memoria passionis’, acción política basada en el recuerdo de la historia del sufrimiento humano: bien podría servir esto para indicar un nuevo concepto de política, del que brotan nuevas posibilidades y nuevos criterios para disponer de los procesos tecnológicos y económicos. Esta concepción inspira una nueva forma de solidaridad, de responsabilidad para con los más lejanos, pues la historia del sufrimiento une a todos los hombres como una ‘segunda naturaleza’. Esta concepción impide tener una idea puramente técnica de la libertad y de la paz; y no tolera una paz y una libertad a costa de reprimir la historia del sufrimiento de otros pueblos y grupos” (cf. J. B. Metz, La fe en la historia y en la sociedad, Ed. Cristiandad, Madrid, 1.979, pp. 115-116; cf. también las sugerentes consideraciones críticas de González Faus sobre el mito del progreso, desde la perspectiva de las víctimas, en Los pobres como lugar teológico, en AAVV, El secuestro de la verdad. Los hombres secuestran la vedad con su injusticia (Rom 1, 18), Ed. Sal Terrae, Santander, 1.986, pp. 149-152). [84]A la luz de la fe cristiana conviene recordar también que esa “cultura de la memoria”, que nos sitúa ante las víctimas de la injusticia, es la que nos permite hacernos personas, entrar en la dinámica de la salvación. En realidad, el núcleo del mensaje cristiano afirma que es necesario dejarse “interrumpir” la vida por el clamor de las víctimas y hacerse “prójimos” de los que están tirados en las cunetas de la historia (cf. Lc 10, 25-37). El pobre, la víctima tirada en el camino, es el “otro” por excelencia (“héteros”, “alter”, no “alienus”) que me identifica, que me permite ser lo que más profundamente estoy llamado a ser. A. Gesché recuerda como Levinas y Ricoeur han mostrado que “el otro es justamente el que, por su misma alteridad, me interpela y así me obliga a salir de mi ensimismamiento. Nada se construye solo ni se comprende solo. Se nos ha de arrancar de la soledad. No sólo para saber que somos, sino lo que somos. Y para poder construir, a partir de ahí, una auténtica autonomía, lo cual se hace siempre en diálogo” (cf. La identidad del hombre ante Dios, en “Selecciones de Teología”, nº 153 (enero-marzo 2000), p. 31). En estas consideraciones se fundamenta la afirmación “los pobres son los que nos evangelizan”, tan insistentemente repetida por los teólogos de la liberación. [85] “La fe en la resurrección se expresa en el sentido de que nos hace libres para atender a los sufrimientos y esperanzas del pasado y para recoger el desafío de los muertos. Dentro de esa fe no se da sólo una ‘solidaridad hacia delante’ (con la ‘felicidad del nieto’, que dice W Benjamin), sino una ‘solidaridad hacia atrás’ (con el ‘sufrimiento de los padres’, que dice el mismo autor)...La resurrección que nos es dada mediante el memorial de la pasión quiere decir que los muertos, los que en otro tiempo fueron vencidos y quedaron olvidados, tienen un sentido que sigue sin liquidar. El potencial de sentido de nuestra historia no va vinculado sólo a los que sobrevivieron, a los que tuvieron éxito y se abrieron camino” (cf. J. B. Metz, El futuro a la luz del memorial de la Pasión, en “Concilium”, nº 76, p.322). [86]Cf. Sollicitudo rei socialis, nº 47. [87]Cf.
Ap 21, 1-4 y 1 Cor 15, 28; cf. también Col 1, 15-20; Ef 1, 10. 20-23;
3, 11; Rom 8, 18-23. [88]Cf.
Gaudium et Spes, nº 39. [89] Cf. La fe en Jesucristo...op. cit., p. 70. [90]Una cultura de la memoria y de la esperanza de la naturaleza indicada, coincide con esa “cultura samaritana”, derivada del cristianismo originario, que R. Díaz Salazar reivindica como una contribución significativa a la superación de la “crisis actual de la izquierda” (cf., por ejemplo, R. Díaz-Salazar, La izquierda y el cristianismo, Ed. Taurus, Madrid, 1.998). Tal cultura aportaría los valores siguientes: “la primacía de los últimos, la pasión por su liberación, la crítica de las riquezas, la cercanía a las víctimas de la explotación, el anhelo por construir la fraternidad desde la justicia y más allá de ésta, la apuesta por un estilo de vida centrado en la desposesión y la comunión de bienes y la unión entre el cambio de la interioridad de la persona y la transformación de la historia” (p. 399).
| |||||||||
|
Principal | Eclesalia | Discípulos | Jesús | Oración | Acción | Orientación | Educación | Música | Enlaces | Solidaridad | Recursos | Portadas | Escríbenos |