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Teología Feminista - Nº 4 - Mayo 2001

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

JESÚS Y LA MUJER SIRO-FENICIA.
Una historia desde la frontera
(Mc 7,24-30)
[1]

Dolores Aleixandre daleixandre@teo.upco.es

Me llamo Eunice, que en griego significa “buena victoria”, aunque mi primer nombre no fue éste. Mi madre empezó a llamarme así hace ya muchos años, cuando yo aún era una niña y vivía con ella, ya viuda, en Tiro, la ciudad siro-fenicia donde había nacido y en la que yo también nací y me crié hace más de 40años. Ahora vivo en Antioquía y, cuando oigo a mi esposo Jonatán ponderar tanto esta ciudad, no puedo evitar sonreír en mi interior al compararla con Tiro, “princesa de los puertos y corazón del mar...”[2], “la ciudad que regalaba coronas, cuyos comerciantes eran príncipes y sus mercaderes grandes de la tierra”.[3]

Jonatán, aunque intenta que no me dé cuenta, no consigue borrar de su memoria las palabras de Moisés a propósito de los cananeos: “Cuando el Señor tu Dios entregue en tu poder a esos siete pueblos más numerosos y fuertes que tú: hititas, guirgasitas, amorreos, cananeos, fereceos, heveos y jebuseos,no pactarás con ellos ni les tendrás piedad ...” [4]

Sin embargo, mi condición pagana no fue un impedimento para pedirme que me casara con él. Nos conocimos un día en que el patrón de la casa en que yo servía, comerciante de púrpura como él, le invitó a cenar para celebrar un buen negocio que acababan de hacer con otro mercader de Chipre. Recuerdo que, mientras yo atendía a la mesa, le escuché contar con naturalidad que, aunque judío de origen, había abrazado el cristianismo. Añadió que debía su fe en Jesús el Mesías a unos predicadores itinerantes que llegaron Antioquía cuando en Jerusalén comenzaron a perseguir a los seguidores del Camino.[5]

Mientras le servía el vino, debió notar que mi mano temblaba al oírle hablar de Jesús, porque me di cuenta de que el resto de la cena no dejó de observarme con disimulo; al día siguiente me esperó en el mercado y se dirigió a mí como si me conociera de toda la vida. Me preguntó si yo había oído hablar de Jesús, pero aquel día sólo le contesté escuetamente que de pequeña estuve enferma y me curé gracias a él. Aún no me sentía capaz de contarle toda la verdad y él, aunque quizá intuyó que le ocultaba algo, no me preguntó más.

Antes de casarnos me propuso que recibiera el bautismo, y así lo hice en la vigilia de Pascua, rodeada de los miembros de la comunidad de Antioquía a la que él pertenecía.

En seguida me di cuenta de que en ella había dos grupos con marcadas diferencias: el de los judíos que llevaban ya tiempo fuera de Palestina, mucho más tolerantes y abiertos (mi esposo era uno de ellos), y otro, menos numeroso pero muy influyente, de los recién llegados a Antioquía que habían recibido el bautismo en Jerusalén, y se mostraban enormemente reacios a sentarse a la mesa con los de origen pagano. Les escandalizaba sentirnos ajenos al templo y a la ley, que para ellos estaban cargados de significado; no ocultaban su simpatía por Santiago y se mostraban visiblemente reticentes ante la decisión de Pablo de no imponer la circuncisión porque eso, decían, socavaba la identidad judía desde sus raíces. [6]

Jonatán los disculpaba con benevolencia, quizá porque también él provenía de medios fariseos, aunque llevaba ya mucho tiempo alejado de las polémicas que, años antes, habían convertido a Jerusalén en un hervidero de conflictos.[7]

Un día, durante la reunión para la fracción del Pan, uno de ellos me preguntó siyo recitaba el Shema por la mañana y por la tarde. Ante mi negativa, comentó a media voz lo acertados que estaban los judíos al no aceptar a los de mi pueblo como prosélitos. Mi esposo salió en mi defensa y dejó caer que algunos escribas admitían excepcionalmente que lo hubiera sido Rahab la cananea, pero eso les irritó aún más y citaron a Isaías:

“Al cabo de setenta años aplicarán a Tiro la copla de la ramera:
Toma la cítara,
recorre la ciudad, ramera olvidada,
acompaña con tiento;
canta muchas coplas
a ver si se acuerdan de ti...”[8]

La situación estaba tan tensa que tuvo que terciar uno de los más moderados de la comunidad, recordando que Pedro había acogido a los enviados del centurión Cornelio y se había alojado después él mismo en su casa. Y que hasta había dicho: “Está prohibido a cualquier judío juntarse o visitar a personas de otra raza, pero a mí Dios me ha enseñado a no considerar pagano o impuro a ningún hombre”.[9]

No les convenció, sino que su postura se agrió aún más y, antes de separarnos, uno de ellos que ya nunca volvió a la comunidad, dijo a mi esposo en tono de burla:

“-¡Eh, Jonatán!, te recomiendo que le enseñes a esa cananea que vive contigo lo que dice el Levítico sobre la impureza de las mujeres...” La sola palabra “impureza”[10] me estremeció, porque pensé si estaría enterado de lo que yo tan celosamente trataba de ocultar. Sabía que los judíos, al hablar de endemoniados, solían decir: “Está poseído por un espíritu impuro”, y volcaban todo su desprecio en esa palabra que reflejaba para ellos un estado de indignidad, inmundicia y degradación difíciles de comprender para nosotros.

Volví deshecha a nuestra casa, tardé mucho en volver a incorporarme a la comunidad y sólo la insistencia paciente de mi esposo fue capaz de persuadirme. El día en que volví, nos visitaba Marcos, pariente de Bernabé y compañero en algún viaje de Pablo y Pedro. Todos conocíamos su simpatía por los cristianos provenientes de la gentilidad y se decía que estaba componiendo una colección de hechos y dichos de Jesús. Uno de los del grupo de judaizantes se puso a contar, seguramente con intención de recordar lo que pensaban de los gentiles, que Rabbi Aqiba había puesto a sus dos perros los nombres romanos de Rufus y Rufina, y también que Rabi Eliezer solía decir: El que come con un idólatra se asemeja al que come con un perro”. [11]

La mención de los perros me arrastró como un huracán hasta el recuerdo de lo que tantas veces me había contado mi madre y que nunca me atreví a repetir, y comprendí que tenía que vencer mi miedo de una vez para siempre. Tomé la palabra y, con sorpresa de todos, acostumbrados a mi habitual silencio, me dirigí a Marcos:

“- Si vas a escribir sobre Jesús, quiero contarte algo que quizá te interese saber de él: de pequeña estuve poseída por un demonio y, aunque sólo guardo recuerdos confusos, mi madre me habló muchas veces de aquellos terribles momentos en los que asistía impotente y espantada a la transformación de mi cuerpo, zarandeado por terribles convulsiones e inundado de sudor , mientras emitía gruñidos estremecedores y echaba espuma por la boca. Ella entonces agarraba mi mano y se mantenía a mi lado, envuelta en un torbellino de angustia y terror, hasta que cesaban los espasmos y yo volvía en mí, ajena a lo ocurrido y tan pálida como si la vida me hubiera abandonado definitivamente.

Fue después de una de aquellas crisis cuando oyó decir que un tal Jesús, de cuyos poderes de sanación corrían muchos rumores, había cruzado la frontera que separa Fenicia de Galilea. Entonces se decidió a ir a buscarle para suplicarle que expulsara de mí al demonio. “- Y como lo conseguí, solía contarme sonriendo, te he puesto el nombre de Eunice”,y seguía una narración que yo nunca me cansaba de escuchar:

“- El estaba en una casa de las afueras de Tiro y, al parecer, intentaba pasar inadvertido. Dudé mucho antes de franquear el umbral de la puerta, porque temía molestarle y que eso jugara en contra mía, pero tú estabas enferma, hija, y eso me daba fuerza para atreverme a vencer cualquier barrera. Me eché a sus pies instintivamente, procurando no rozarle, consciente del rechazo que los judíos sienten por nosotros, y le dije entre sollozos: "Mi hijita tiene un demonio, te suplico que lo expulses de ella..." No me atrevía a levantar los ojos hacia él cuando le oí decirme lo que en el fondo estaba temiendo: que el pan es para los hijos y que son ellos los que tienen que saciarse primero, antes de echárselo a los perritos. Pensé con desesperación que mis palabras se habían estrellado contra el muro infranqueable que se erigía entre aquel judío y yo , pero ni siquiera aquello me hería ni humillaba, porque el recuerdo de tu dolor se imponía a cualquier otro sentimiento. Me enderecé lentamente y me dispuse a luchar con él, a ablandar su dureza y a derretir aquel muro a fuerza de lágrimas. Pero cuando mis ojos se cruzaron con los suyos me di cuenta, como un relámpago, de que el tono con que había nombrado a los "perritos" revelaba que en aquel muro había brechas. Y fue tu rostro, hija mía, el que me empujó a colarme por una de ellas.

Le di la vuelta a su argumento: ¿Necesariamente tiene que ser un antes y un después? ¿Por qué no pueden ser atendidos a la vez niños y perrillos?[12] Y mientras se lo decía, tuve la extraña impresión de que tú habías comenzado a importarle más de lo que podías importarme a mí, y que una corriente de compasión iba de él hacia ti, derribando a su paso toda barrera, todo obstáculo, toda defensa. Nunca conseguiré explicarte qué es lo que en él me invitaba a hablarle de igual a igual, ni en qué consistía aquel poder misterioso que emanaba de su persona y que me hacía experimentar la libertad de no estar atada a ninguna jerarquía racial o religiosa, ni a norma alguna de pureza o legalidad. Era como si los dos estuviéramos ya sentados en torno a aquella mesa acerca de la cual discutíamos y, mientras el pan se repartía entre niños y perrillos, saltaban por el aire las líneas divisorias que nos separaban, como un comienzo de absoluta novedad.

“- Anda, vete”, me dijo, como si tuviera prisa de que llegara pronto a abrazarte.

“- Por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.

Volví a casa corriendo y te encontré tendida en la cama, con el sosiego de quien descansa después de haber ganado una batalla. Y por eso comencé a llamarte Eunice, para que tu nombre fuera para siempre memoria de la victoria que, entre las dos, habíamos conseguido”.[13]

Esto fue lo que me contó mi madre y estoy segura de que nadie, aunque lo intente, podrá ya volver a levantar las barreras que un día el propio Jesús echó abajo.”

Cuando terminé de hablar, había un silencio denso que sólo Marcos se atrevió a romper: “- Hermanos, al escuchar a Eunice, he recordado las palabras que ha escrito Pablo a los de Galacia: “Por la fe en Cristo Jesús todos sois hijos de Dios. Ya no hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues en Cristo todos sois uno”.[14]

No volví a verlo, pero después supe que había incluido en su evangelio el episodio que había escuchado de mis labios. Me gustó que fuera precedido por la discusión de Jesús con los fariseos sobre la pureza y la impureza[15] y que repitiera el término llamando al demonio “espíritu impuro”. Porque pensé con cierta malicia a dónde habían ido a parar las famosas prescripciones del Levítico y la polvareda que la frase: “Con esto declaraba puros todos los alimentos”, iba a levantar en el grupo de los judaizantes.

Me gustó también que comenzara su relato con la misma expresión que emplea para hablar de la resurrección:[16] Anastás, “levantándose”, como si estuviera diciendo que los prejuicios de separación o de superioridad eran otra tumba que tampoco pudo retener a Jesús.

Le agradecí que pusiera en boca de mi madre la invocación: “Señor”,con la que los cristianos (este precioso nombre que ha nacido en la comunidad de Antioquía[17]), nos dirigimos a Jesús. Y cuando más adelante llegó a mis manos su evangelio entero, me di cuenta de que sólo ella y Bartimeo, el ciego convertido en seguidor, le llaman así.

Pero lo que me llegó al alma fue que retuviera las palabras con las que Jesús situaba en mi madre el poder de salvarme: “- Por eso que has dicho...”  Muchas veces me he preguntado qué fue lo que él descubrió en lo que ella dijo, y por qué aquello se convirtió en un camino real por el que pudo avanzar su fuerza sanadora. Y por lo que luego he oído y sabido de él, creo que lo que le maravilló fue encontrar en una mujer extranjera una afinidad tan honda con su propia pasión por acoger e incluir, por hacer de la mesa compartida con la gente de los márgenes uno de los principales signos de su Reino.

Ella le desafió a cruzar la frontera que aún le quedaba por franquear y le llamó desde el otro lado, donde aún estábamos nosotros como un rebaño perdido en medio de la niebla. Y él debió escuchar en su voz un eco de la voz de su Padre y se decidió a cruzarla.

Por eso ahora podemos sentarnos a su mesa y nadie podrá arrebatarnos este lugar que está ya abierto para todos.[18] Yo he sido una de las primeras invitadas, y ahora llevo en mí la misma pasión que heredé de mi madre y que he aprendido de Jesús: seguir ensanchando el espacio de esa mesa y que puedan sentarse todos los que aún tienen cerrado el acceso.

En ello quiero empeñar mi vida, palabra de Eunice.

Con la gracia de quien ha alcanzado para nosotros la victoria sobre las fuerzas de la exclusión y de la muerte.

Chaire.


[1] En esta “meditación” sobre la mujer siro-fenicia seguiré una hermenéutica de imaginación creativa, recreando la trama narrativa y releyendo el relato de Marcos desde el punto de vista de sus protagonistas femeninas. “Este tipo de hermenéutica pretende articular interpretaciones alternativas, abordando el texto bíblico con la ayuda de la imaginación histórica, las amplificaciones narrativas y las recreaciones artísticas.” ( E. SCHÜSSLER FIORENZA, Pero ella dijo. Prácticas feministas de interpretación bíblica, Madrid 1996,104)

[2] Ez 27,3.4

 
[3]
Is 23,8

 
[4]
Dt 7,1-2

[5] He 11,19

[6] No deja de ser aleccionador para la historia de la Iglesia que fueran aquellos grupos más “fieles a la tradición”, los que acabaran fuera de la comunión eclesial, dispersos en tendencias sectarias: ebionitas, encratitas etc

 
[7]
He 11,1-4

 
[8] Is 23,16

 
[9] He 10,23-28

 
[10]
Mc utiliza la expresión pneuma akatharton , “espíritu inmundo” , y este adjetivo griego es el que traduce en LXX el término hebreo niddah , “impureza”, es decir, lo ajeno o contrario a la esfera divina.

 
[11]
Cf. V.TAYLOR, Evangelio según San Marcos, Madrid 1979, 413. Documentación rabínica en Billerbeck I, 722-726

 
[12]
Cf. M.NAVARRO, “La mujer y los límites:” Misión abierta 8 (1992), 42

 
[13]
“Durante un debate acalorado entre judíos en la academia de Yavne , el Señor intervino apoyando la postura de Rabbi Eliezer. Pero Rabbi Yeoshua protestó diciendo: “- ¡La Torah no está en el cielo sino aquí abajo!”. Y la mayoría votó en contra de la opinión venida del cielo. Más tarde Rabbi Natán interrogó al profeta Elías: “-¿ Cómo ha reaccionado el Señor viendo que Rabbi Yeoshua le quitaba, por así decirlo, el derecho a la palabra?” Elías respondió: “- El Señor se ha sonreído y ha dicho: Nitzkouni banai, mis hijos me han vencido.” (E. WIESEL, Célebration prophétique,  Paris 1998, 186)

[14] Gal 3,26-28

 
[15]
Mc7,1-23

 
[16]
Mc 8,31; 9,9.10.31; 10,14

 
[17]
 He 11,26

[18] “Cuando Pablo luchó a favor de la comida en común con cristianos de origen pagano estaba haciendo patente la voluntad salvífica universal de Dios ; Dios en efecto, quiere celebrar un banquete con todos los hombres  (Is 25,6; Lc 14,21). La Iglesia del futuro deberá hacer aún más clara esta voluntad divina si desea no traicionar a su Señor. Instruídos por la carta a los Gálatas, es legítimo afirmar que la esencia del cristianismo es synesthiein, comer juntos.” (F. MUSSNER, Der Galaterbrief , Friburgo 1974, 423. Citado por R. AGUIRRE, en La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Santander 1994)


 

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