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Espiritualidad - Nº 4 - Mayo 2001

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

Ascética Cristiana:
Liberarse de la influencia destructiva del consumismo

Timothy V. Vaverek 

Publicado originalmente en inglés en el Houston Catholic Worker, Vol. 21, No. 1, Enero 2001.
Traducción de Juan Yzuel.

Mi experiencia a través de quince años de servicio sacerdotal me ha enseñado que los problemas personales y familiares a los que se enfrentan muchos cristianos son enormemente intensificados por el consumismo que caracteriza mucho la vida americana contemporánea. Mientras descubría los aspectos psicológicos y religiosos de esta influencia también me he convencido cada vez más de la inestabilidad social y económica que el consumismo está generando. Aunque yo no soy un teólogo académico o un teórico social, mis conocimientos de teología y mi experiencia pastoral me sugieren que se está haciendo indispensable para la Iglesia desarrollar una respuesta concreta a este peligro espiritual y temporal que se está extendiendo. En el presente artículo propongo examinar la estructura de la atadura destructiva del consumismo e indicar algunas estrategias particulares de la tradición ascética cristiana que pueden ayudar romper esta tendencia.

La inestabilidad del consumismo: pérdida de tiempo, satisfacción y seguridad 

Dadas las limitaciones de mi formación, no puedo proporcionar un análisis económico del consumismo, pero debo aproximarme a este fenómeno existencialmente, examinando sus efectos desde una perspectiva filosófica y teológica. Por "consumismo" no me refiero al "libre-mercado" o a "la economía capitalista" (aunque éstos podrían tomar una forma consumista). Me refiero más bien a un orden social y económico basado en la creación sistemática y fomento del deseo de poseer bienes materiales y éxito personal en la vida en cantidades siempre crecientes. El consumismo promete "una vida mejor” a todos los que trabajan suficientemente duro, pero yo creo que realmente lleva a una inestabilidad social y económica que tiende a destruir el sistema del consumista y sus adhesiones.

Una de las quejas dominantes expresada por mis parroquianos -queja que la orientación espiritual confirma que es real- es su falta de tiempo. Los matrimonios y las familias encuentran poco tiempo para estar juntos porque se encuentran siempre ocupados siguiendo los agitados horarios de sus vidas. Saltan de la cama para ir a trabajar o a la escuela y luego correr a las actividades de la tarde para volver a la cama de nuevo. Trabajan horas extras, participan en numerosas actividades extra-curriculares en la escuela y asisten a cuantos eventos sociales quepan en sus agendas. El resultado es que roban a menudo una o más horas de sueño cada noche. Por ello están crónicamente cansados y cuando, en raras ocasiones, encuentran tiempo libre, se plantan frente al televisor o el ordenador. Este estilo de vida es fácilmente reconocible en la mayoría de nosotros. Es un estilo de vida incompatible con opciones de tiempo e interacción personal que sean verdaderamente sosegados y re-creativos. Es un mundo en el que la oración, la vida espiritual, la Iglesia y Dios se enumeran entre una miríada de eventos que deben encajarse en la vida diaria en lugar de tener un lugar privilegiado como bisagras en las que gira la vida diaria. Muchos parroquianos se dan cuenta de que hay algo que no funciona en sus vidas, pero parecen incapaces de arreglar el problema. ¿Por qué?

Creo que una parte significativa de la respuesta se encuentra en las mentiras con las que la sociedad consumista juega con las debilidades inherentes al ser humano. El consumismo crea y nutre el deseo humano por los bienes materiales y por el sentido de bienestar que la adquisición y posesión de aquéllos puede proporcionar. Se nos condiciona para que nunca estemos suficientemente satisfechos y para que seamos “todo lo que podemos ser” mediante el desarrollo interminable de nuestro talento y productividad. Claro, este condicionamiento tiende a alimentar los deseos egoístas del cuerpo y el alma. Nos gusta la percepción de vivir "la buena vida” y la satisfacción que viene de ser el centro del mundo que nosotros mismos hemos creado. Nuestro egoísmo y amor por la comodidad nos ponen demasiado fácil el poder aceptar el dicho de “más es mejor". Nuestras voluntades desordenadas se entrenan muy pronto en la interiorización del principio de "obsolencia [i] planificada” por el que aprendemos a estar descontentos con lo que ya tenemos y a querer siempre más. Así no logramos descansar con el bien poseído y nos encontramos siempre esforzándonos para tener más. Tendemos a ver el “conformarse con menos" como una conducta perezosa, derrotista e irresponsable y la equiparamos con el fracaso personal. Esposos o padres que se conforman con menos son culpables de fracasar en el amor que deben a sus familias por no estar dando a sus familias “lo mejor que se puede”. “Suficiente” significa, por definición, “siempre insuficiente”.

La ambición consumista por una vida siempre mejor está desestabilizando nuestras vidas personales y económicas. Si no estamos satisfechos con los bienes que poseemos y nuestra autoestima es proporcional al cumplimiento del “nunca conformarse con menos”, debemos estar siempre ganando más dinero y adquiriendo más cosas. Por eso trabajamos horas interminables, llenamos nuestros días de actividades de puesta al día y aumentamos nuestros gastos para tener la mejor vida posible ya y ahora. De esta manera nos volvemos esclavos del descontento, el tiempo y el dinero -duros directores de personal que no permiten ningún descanso-. Este imperativo consumista de adquirir nuevas cosas explica otra característica perturbadora de la vida americana contemporánea: la falta de ahorro y el aumento de las deudas. En una economía consumista los ingresos económicos disponibles se gastan para satisfacer los deseos y la autoimagen  mediante un estilo de vida, riqueza y estatus artificialmente inflados cuando lo que poseemos lo recibimos para satisfacer las necesidades futuras de nuestra familia y las de los pobres. Para la economía doméstica del consumista la pregunta presupuestaria no es cuánto puede uno permitirse pagar por un automóvil, una casa, unas vacaciones o la ropa, sino cuántos recibos mensuales puede uno soportar para hacer estas compras más lujosas. En este proceso la propiedad privada pasa de ser un remanente de riqueza acumulada que proporciona un modesto grado de seguridad económica para convertirse en un avalista de créditos que se usan para sostener un estilo de vida que sobrepasa los límites del nivel real de productividad que uno tiene. Así, además de ser un esclavo del descontento, el tiempo y el dinero uno se vuelve también esclavo de los hijos de éstos últimos: el crédito y el sistema financiero construido sobre él. En una paradoja trágica, cuanto más consumista es una persona tanto más tiene pero menos posee y menos satisfecho se encuentra. Esto está radicalmente desestabilizando la vida personal y comunitaria.

Inhumanidad del consumismo: la alienación y el miedo

El consumismo da lugar a un estilo de vida verdaderamente diabólico. Se supone que el trabajo y el  uso del capital deben generar una estabilidad financiera personal y familiar a través de la propiedad. El sistema consumista controla a sus participes a través del trabajo y la especulación financiera (crédito o inversión) para que lleven estilos de vida artificiales que ellos "tienen" pero no “poseen”, con lo que, de hecho, impiden la estabilidad mínima que supuestamente otorga la propiedad privada. Los consumistas no pueden descansar o estar seguros del fruto de su esfuerzo porque de hecho no poseen ese fruto todavía. El consumista de hoy se parece al minero de una vieja historia que no podía atender “la llamada de san Pedro” (morirse) porque debía su alma a la tienda de la compañía minera. Muchos americanos modernos deben sus estilos de vida enteramente a su lugar de trabajo y al mercado: sus sueldos y su salud provienen de su patrón, su dinero y propiedades están atados por las deudas y sus jubilaciones están invertidas en fondos de pensión u otros productos financieros. La verdadera seguridad financiera se fundamenta en tener algo sobre lo que caer, un “colchón” de ahorro, cuando se pasan por malas rachas económicas, pero la mayor parte de lo que los consumistas desean poseer depende de que la economía esté siempre en crecimiento, aunque sea modesto. Si se derrumba la economía no les queda nada más que deudas que no pueden pagar. ¿Cómo pueden esperar tales personas experimentar algún tipo de estabilidad o seguridad financiera? Si a esto se añade el vagabundeo nómada de las compañías y sus empleados por todo el país, que ha dejado muchos barrios sin residentes estables y a pocas familias con sus miembros viviendo cerca unos de otros, se puede entender el miedo creciente a una vejez solitaria o convertida en una carga financiera y personal para la familia y la comunidad. 

Quienes se han entregado a un estilo de vida consumista no pueden priorizar apropiadamente el descanso, el ocio, la alegría o la oración. Simplemente carecen de tiempo, energía o seguridad para hacerlo. Viven con un miedo interior que les impulsa a huir hacia delante en un esfuerzo interminable por afianzar lo que es imposible de asegurar: sus estilos de vida poco realistas. Aun si colocan a Dios en alguna parte del esquema de sus vidas se engañan, pues Dios no puede ser tratado como una “cosa” más entre muchas: Él es el único Dios, la fuente trascendente de todo lo bueno. No podemos servir al Dios de Abraham, Isaac y Jacob a menos que lo amemos con todo nuestro corazón y no meramente poniéndolo el primero de la lista. Ni siquiera podemos amarnos de veras a nosotros mismos o a nuestro prójimo si no amamos a Dios. El consumista es por consiguiente incapaz de amar y servir adecuadamente a Dios, a su familia, a su Iglesia o a su comunidad porque se ha esclavizado a la adquisición de una vida mejor. El consumista “religioso”, además, da pena porque piensa equivocadamente que si trabaja duro podrá "conseguir tiempo" para Dios y para los demás, pero a la vez teme que cualquier “relajación” de su agitada agenda signifique un fracaso en el uso de los talentos que Dios le ha dado para proveer a las necesidades de su familia. Por alguna alquimia demoníaca, el amor de Dios ha venido a significar “dar gracias por sus dones” aumentando al máximo su productividad, mientras que el amor al prójimo ha venido a significar proporcionarle bienes de consumo. Uno sólo precisa examinar las finanzas de una típica familia cristiana en América después de Navidad para percatarse de cuánto se ha extendido esta mentalidad.

Lejos de lograr una vida mejor, los consumistas experimentan alienación y miedo. Siempre queriendo más, su sentido de haber alcanzado una meta es efímero y se sienten permanente ajenos a la satisfacción. Siempre en peligro de perder lo que tienen pero no poseen, un sentido de urgencia y futilidad son sus constantes compañeros. En sus mentes, sentirse en paz "aceptando lo que a uno le toca" se compra al precio de una humillante rendición a la limitación y el fracaso. Sería más exacto llamar a esto una "rebelde resignación" en vez de un acto de aceptación. Se ve como una experiencia profundamente alienante, que no da vida.

El lector debe notar que ofrecer esta crítica del consumismo no implica la nostalgia por una "edad dorada” de la sociedad agrícola o industrial en la que la propiedad de la tierra o una porción de los medios de producción podía ser un parapeto vivo contra las “vacas flacas”. Simplemente estoy haciendo notar que la peculiar estructura del deseo consumista por una vida mejor genera formas especiales de alienación e inestabilidad. Estos deseos y miedos característicos conspiran muy eficazmente para esclavizar a muchos americanos modernos al tiempo, el dinero y el sistema consumista. El resultado es la destrucción de la capacidad humana de sentirse satisfecho y la sensibilidad religiosa.

La virtud, cura para el consumismo 

¿Qué va a hacer la Iglesia frente a tal situación? Personas de buena voluntad, bautizadas en la muerte y la resurrección del Señor, son entrampadas por los "poderes del mundo" cuando deberían estar disfrutando de la libertad de los hijos de Dios (Gál. 4,1-9). Si pudieran ver y entender su situación, podrían seguir el camino de la Gracia para salir fuera de la trampa, pero sus estilos de vida consumista los mantienen en tan elevado estado de actividad y ansiedad que es casi imposible para ellos “permanecer en calma y saber que yo soy Dios". Proponer a estas personas que estén más tiempo con Dios en oración es probable que no tenga ningún impacto significativo en sus vidas, pues agregar a Dios y la oración al panteón consumista de actividades no es suficiente para restaurar una genuina piedad. La comunión personal con Dios debe ser reconocida como la fuente y cúspide de toda vida y no ser reducida al primer puesto en una lista de "cosas que hay que hacer". La Iglesia necesita una manera eficaz de confrontar la conducta consumista para que la vida diaria de sus miembros pueda centrarse de nuevo en Dios.

Para encontrar una salida a esta forma de pensar debemos confrontar las raíces morales de la conducta consumista. El consumismo funciona despertando los deseos y animándoles a que nunca se den por satisfechos, lo que a su vez lleva a una alienación del sentimiento de logro personal y al temor de perder lo que se tiene. Según la antropología católica clásica (como se encuentra en san Agustín y santo Tomás de Aquino) hay dos tipos básicos de apetitos: el apetito espiritual expresado en la voluntad y los apetitos corporales expresados en instintos, respuestas asociadas con la satisfacción (concupiscencia) y la lucha (ira). El consumismo educa a la persona para que injustamente desee tener más de lo que ha ganado o logrado, complacerse inmoderadamente en los bienes temporales, luchar ciegamente contra la satisfacción por el statu quo alcanzado e irrazonablemente temer la pérdida de ese estatus. Entonces, si queremos liberar a las personas del consumismo, debemos ayudarles primero a disciplinar sus apetitos para que puedan contentarse con lo que es suficiente para el espíritu y el cuerpo. En lo que se refiere a la antropología católica, esto significa inculcar las virtudes, sobre todo las de Justicia (por la cual uno quiere para sí y para otros lo que le es debido) y Templanza (por la cual uno recibe el apropiado consuelo y satisfacción por los bienes materiales). Una persona justa y templada no deja que su voluntad sea dominada por las manipulaciones consumistas ni los apetitos de la concupiscencia.

Sin embargo se necesita mucho más que estas dos virtudes cardinales. La teología católica enseña existencialmente que ninguna persona alcanza la perfección de la virtud por su propio fuerza. Cada persona necesita la Gracia. Es más, el consumista necesita un antídoto contra su alienación y miedo ya que no puede descansar hasta que experimente la apropiada satisfacción y seguridad en los verdaderos bienes de la vida humana. Se encuentra, pues, en una necesidad desesperada de las virtudes del Amor y la Esperanza, mediante las cuales se encuentra la auténtica realización humana en las relaciones con los demás y se tiene confianza en el futuro. En la persona de Cristo encontramos tal fuente de Gracia, Amor y Esperanza. Cristo nos revela la verdad de que el amor es un compromiso total de uno mismo para con Dios y los demás, hecho realidad en un vaciamiento interior radical (kénosis). En lugar de predicar la plenitud humana a través de la autorrealización o la "vida mejor", Jesús se nos da por entero en la Cruz. Sólo a través de la comunión con Cristo en su muerte y resurrección recibe el ser humano el Espíritu Santo y la Gracia para vivir una vida justa y templada animada por las virtudes teológicas de la Fe, la Esperanza y el Amor.

La ascética cristiana, camino de libertad

Para confrontar la conducta consumista eficazmente la Iglesia debe inculcar la vivencia de la virtud basada en el poder del Espíritu de Cristo. La dificultad con la educación en las virtudes es que éstas no pueden simplemente enseñarse como recetas. Diferentes tipos de personalidad y diferentes circunstancias vitales hacen imposible poder proporcionar una lista detallada de “cómo vivir las virtudes”. Naturalmente, uno puede describir las virtudes y mostrar cómo difieren de sus vicios opuestos, pero uno necesita modelos de virtud y tiempo para practicarlas para hacerse virtuoso. Finalmente, uno necesita la Gracia de Dios para crecer en la virtud. Aquí es donde la Iglesia puede jugar un papel central proporcionando la formación necesaria y la Gracia de Cristo. La experiencia nos enseña que una comunidad puede ser un medio muy eficaz para transmitir la virtud y de hecho Cristo estableció la Iglesia precisamente para este propósito: para hacer discípulos.

La Tradición cristiana nos proporciona conductas específicas que fomentan la Templanza y la Justicia necesarias para superar los falsos deseos despertados por el consumismo y que simultáneamente nutren el Amor y la Esperanza, necesarios para sanar las heridas producidas por el consumismo. Estas conductas son las disciplinas espirituales que forman la ascética cristiana e incluyen una gran variedad de formas concretas con las que los cristianos a lo largo de los siglos han puesto en práctica su nueva vida en Cristo. Me gustaría resaltar tres prácticas particularmente eficaces para confrontar los vicios del consumismo: la vida penitencial, la santificación de las fiestas y la ofrenda del diezmo.  

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"Me gustaría resaltar tres prácticas particularmente eficaces
para confrontar los vicios del consumismo:
la vida penitencial, la santificación de las fiestas y la ofrenda del diezmo". 
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Consideremos la penitencia. Es un medio poderoso de transformación porque ejercita el amor divino que se ha dado a cada cristiano renacido en la muerte y resurrección de Jesús. Unido a Cristo por este amor y lleno del Espíritu Santo, el cristiano puede seguir el camino del amor de Cristo, que entregó su vida como ofrenda sacrificial a Dios por sus hermanos. Tradicionalmente, esta kénosis personal del cristiano se ha entendido como una conversión permanente (o metanoia) que incluye tres tipos de acciones: el ayuno (o abnegación), la oración y la limosna (o la obras de misericordia). En esta vida penitencial el cristiano busca responder al amor de Dios personificando en la vida diaria el amor y la entrega de Cristo. A través de la abnegación el cristiano rechaza los deseos superfluos de su voluntad y su cuerpo, conformándose con la voluntad de Dios en su vida. A través de la oración busca una comunión vital más profunda con Dios y la gracia para perseverar en la estrecha senda del amor. A través de las obras de misericordia el cristiano no sólo comparte los bienes materiales con otros, sino que se da a sí mismo.

La Iglesia forma a discípulos y discípulas, en gran medida, predicando, testimoniando, nutriendo y coordinando esta vida comunitaria de penitencia. Por su misma naturaleza tal vida aparta al cristiano de la persecución egoísta de un cada vez más creciente estándar de vida y lo conduce hacia un amor generoso a Dios y al prójimo. Estableciendo prácticas específicas en las que la comunidad entera se compromete a la abnegación, la oración y las obras de misericordia, la Iglesia podría fomentar una santidad auténtica que libere a sus miembros de la esclavitud del consumismo. Los cristianos humanizarían a su vez la sociedad en la que viven, sobre todo trayendo el Amor y la Esperanza a un mundo en pecado. Este cristianismo no es ni un opiáceo ni un grupo revolucionario; es un testimonio profético que irradia desde la Iglesia y que transforma a sus miembros y al mundo entero.

Prestemos atención ahora a la santificación de las fiestas. Frente a una cultura consumista y activista, el domingo (Sabbath) asegura un espacio para Dios y los demás, un tiempo para descansar del trabajo, el negocio y el consumo y poder disfrutar de las relaciones personales y del fruto de la tierra. La planificación agitada de actividades, que hacen que el tiempo “vuele”, se rompe para saborear un tiempo con otros en la creación de Dios. El descanso sabático puede ser una experiencia de kairós (la plenitud del tiempo, algo relacionado quizás con el ilusorio término consumista de tiempo de calidad) en lugar de una experiencia agotadora de kronos (tiempo medido, gastado o matado). El tiempo sabático tiene un precio -uno "ahorra" o "reembolsa" este tiempo no usándolo para asuntos materiales, trabajos serviles u otros objetivos consumistas-. En nuestra presente situación, esto significa que la semana entera necesitaría ser reprogramada alrededor del Sabbath. Cuando las personas ajustaran las actividades de cada día para poder honrar el domingo, el día del Señor volvería a ser el centro desde el que todo tiempo es medido y repartido de nuevo. Incluso en los casos en los que se exige a un cristiano que trabaje el domingo, es posible honrar el día del Señor con alguna forma especial de culto y separar otro día para el descanso sabático. Guardando las fiestas se pone un límite eficaz a la productividad y se crea la oportunidad de alimentar las relaciones con Dios y nuestros hermanos y hermanas.

Ofrecer el diezmo tiene un efecto similar al de honrar el día del Señor. Para dar un 10% a las obras de Dios una persona no puede estar gastándoselo en ella misma. Encontrar el 10% en un presupuesto consumista y sobredimensionado probablemente significa que el estilo de vida entero de una persona tendría que cambiar. El presupuesto mensual necesitaría girar, hasta cierto punto, alrededor del diezmo. Así se establecería un límite a los gastos mediante dar primero a Dios lo que es suyo. Esto crearía una situación en la que uno es invitado a aprender que los ingresos de uno no están solamente para mejorar permanentemente el estilo de vida propio y debe darse a Dios por cada céntimo (talento) que hemos recibido.

Las familias que han dado en mi parroquia los dos pasos concretos de honrar el Sabbath y ofrecer el diezmo declaran que el efecto neto ha sido transformar su vida familiar y su comprensión del tiempo y del dinero. Dar un día de la semana y la décima parte de sus ingresos les ha enseñado que todo su tiempo y su dinero pertenecen a Dios. Para honrar el día sagrado y el diezmo deben recordarse continuamente que hay que relacionar todas las actividades y los gastos con lo que Dios quiere de ellos en una semana concreta. Aprenden que algunas cosas simplemente no podrán hacerse y algunas compras no podrán llevarse a cabo, pero que eso está bien porque los recursos limitados de tiempo y dinero deben usarse según la voluntad de Dios. En resumen, ellos empiezan a desarrollar el sentido de la Providencia. Experimentan que sus vidas están en las manos de Dios, no en las manos de las circunstancias y que no necesitan ser "todo que pueden ser" sino, más bien, lo que Dios quiere que sean. Ésta es una experiencia de Amor y de Esperanza. Aprenden a estar satisfechos con lo bueno que poseen buscando hacer la voluntad de Dios con los bienes que adquieren y consumen y que Él les ha confiado. Pueden enfrentarse al futuro con menos miedo porque han comenzado a vivir en la confianza de su Providencia. Esto no sólo crea un tipo de satisfacción personal desconocida para el consumista sino que también hace posible un modesto nivel de seguridad económica que el consumismo no puede proporcionar. Conformarse con menos significa que tienen la posibilidad de ahorrar parte de sus ingresos para el futuro en forma de propiedades que son verdaderamente propias.

Conclusión

He sido testigo del genuino bienestar material y espiritual de las familias que han seguido este camino ascético hacia la libertad del consumismo. No es un camino fácil; en mi experiencia sólo ha sido andado con éxito por aquéllos que emprendieron las disciplinas de santificar las fiestas, ofrecer el diezmo y vivir una vida penitencial. La lección que me han enseñado es que creando un ambiente que anime las prácticas ascéticas, la Iglesia puede proporcionar el apoyo necesario y la luz a quienes se han entrampado en el consumismo. Muchas personas quieren salir de este atolladero pero, sencillamente, no pueden entender el problema o prever una solución solos. Lo maravilloso de estas prácticas ascéticas es que incluso sin entenderlas del todo una persona puede seguirlas y ser ayudada mediante ellas. Como los buenos hábitos que nuestros padres intentaron imbuirnos, estas conductas nos ayudan mucho antes de que podamos apreciarlas por nuestra cuenta. Combaten el consumismo en sus raíces de deseo y miedo; nos obligan a reevaluar nuestro propósito en la vida y nuestro uso del tiempo y del dinero. Cuando comenzamos estas prácticas, una simple pizca de buena voluntad en respuesta a la gracia de Dios da una cosecha rica en frutos. Como la entrega total de Cristo en la Cruz en la que participa, la ascética es un escándalo y una locura para al mundo. Pero para los creyentes, es el Poder y la Sabiduría de Dios que transforma el mundo.


[i] Nota del traductor: traducimos por obsolencia la cualidad de un bien de desfasarse o volverse anticuado enseguida. Se aplica este término en inglés a artículos como los ordenadores, que se vuelven obsoletos en cuatro o cinco años al no poder soportar nuevos programas o aplicaciones.


 

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