Los documentos y las
declaraciones de la jerarquía eclesial suelen decir muy poco a los cristianos
de a pie. La mayoría se queda con los titulares de los medios de comunicación
y los que se acercan a su lectura tienen problemas para comprenderlos. En este
artículo se reflexiona sobre el lenguaje utilizado en los documentos y
declaraciones de la jerarquía. A
través de nuestras obras y nuestras palabras estamos hablando de Dios, tanto al
resto de los creyentes como a los que aún no se han encontrado con Él, y esto
es decisivo. No quiero profundizar en las obras, sin duda el testimonio de
servicio y amor que dan muchos cristianos valen más que todas las palabras que
podamos decir, como también son decisivas las incoherencias, los egoísmos, en
una palabra, el antitestimonio que damos muchos creyentes. Hoy sólo quiero
reflexionar sobre las palabras que utilizamos y que, lo queramos o no, están
reflejando la imagen que tenemos de Dios, concretamente sobre el lenguaje que
utiliza la jerarquía eclesial porque sobre ella recae la principal
responsabilidad de enseñar, regir y santificar al pueblo de Dios. Algunos
considerarán que se trata de una cuestión banal, al fin y al cabo lo
importante es lo que se quiere decir, el contenido no la forma. Sin embargo
cuando me pongo ante declaraciones o documentos de la jerarquía eclesial no
puedo dejar de reparar en el lenguaje y dos preguntas me surgen de inmediato. La
primera se refiere a su comprensibilidad porque, frecuentemente estos documentos
están cuajados de términos teológicos difíciles de comprender para quien no
esté “iniciado” en este lenguaje. Me pregunto qué cara hubiera puesto mi
abuelo si alguien le habla de la “economía de la salvación”, o las múltiples
e imaginativas respuestas que darían mis alumnos si les pidiera que definieran
el término, o lo que entiende por tal el señor empresario al que le desee la
paz en la misa del domingo. Podríamos
hacer una investigación de campo, ir a la puerta de una iglesia un domingo a la
salida de la misa de doce y preguntar a los asistentes qué entienden por
algunos de estos términos teológicos, seguro que muy pocos podrían decir
algo. Sin embargo esta gente sería capaz de decir cosas muy acertadas y teológicamente
correctas con palabras muy sencillas y comprensibles. No conocen el lenguaje
teológico pero viven radicalmente la experiencia del Amor de Dios. La jerarquía
eclesial debería tenerlos en cuenta cuando redacta un documento porque la
Iglesia somos todos, porque la gran mayoría de los bautizados no son teólogos,
ni obispos, ni sacerdotes, son gente corriente, hombres y mujeres con
preocupaciones corrientes cada uno según su circunstancias: pagar la hipoteca,
tener hijos o no tenerlos, educar a los hijos, conseguir o mantener el trabajo,
encontrar pareja, convivir con la pareja, llegar a fin de mes sin números
rojos, ... Y todo esto intentando vivirlo en cristiano o viviéndolo dejándose
llevar por la mayoría sin saber que muchas veces estamos llevando una vida muy
poco cristiana. Los documentos eclesiales deberían ser comprensibles para
todos, deberían dar luz a la gente corriente para ayudarnos a vivir en
cristiano en este mundo que tanto nos despista, no vaya a ser que al final se
conviertan en “campana que suena o címbalo que retiñe”. Un segundo
interrogante que me surge es la negatividad del lenguaje que se utiliza, casi
todos los documentos están cuajados de términos tales como “absténganse de
comulgar los que ...”, “cometen grave abuso quienes ...”, “sólo hay
...”,“no son válidas ...”, “no pueden ...”, “no son ...”,“no,
no, no, ...”. No entendemos muy bien el lenguaje teológico pero entendemos
muy bien las prohibiciones, de modo que al final lo que predomina en el lector
“corriente” es que el Dios que nos muestra la jerarquía eclesial es un Dios
que prohíbe, atento a la falta que se comete, preocupado por si determinado
sacramento se ajusta a derecho según el canon correspondiente y sobre todo
obsesionado con el sexto mandamiento. Si el lector ha tenido la experiencia de
encuentro con Cristo y se ha acercado al Evangelio rápidamente comprende que la
jerarquía no está hablando de Dios, o, en el mejor de los casos, que ha
querido decir algo distinto que no alcanza a comprender. Si el lector no ha
tenido esa experiencia de encuentro y se encuentra en búsqueda, sencillamente
llegará a la conclusión de que ese Dios no le interesa para nada. Pero sólo
existe un único Dios, creador del mundo, principio y fundamento de todas las
cosas, que creó al ser humano a su imagen y semejanza y lo hizo partícipe de
la vida divina, sin abandonarlo aún después de haber sucumbido al pecado. No
creemos en un Dios de prohibiciones, cerrado y vengativo que habla un lenguaje
incomprensible para el hombre, sino en un Dios abierto que derrama su amor, un
Dios trinitario que se hace presente en la historia de la humanidad, que ve y
oye el clamor de su pueblo, que se hace Palabra comprensible para el ser humano,
que envía a su Hijo para salvarnos del pecado e inaugurar el Reino de Dios en
la tierra; que envía al Espíritu Santo para santificar a su Iglesia y
conseguir que todos los que creen en Él puedan acercarse por Cristo al Padre en
un mismo Espíritu. Un Dios capaz de hablarnos con palabras de hombre, que se
nos revela en Cristo de forma plena y definitiva como misericordioso, siempre
dispuesto a perdonar y a acoger. Creemos en un Dios de Amor, un Dios positivo. Sin duda
todos estos ilustres hombres, teólogos eminentes, experimentados en la difícil
tarea de regir nuestra Iglesia creen en el Dios del Amor, tampoco cuestiono el
contenido de los documentos ni siquiera la oportunidad de los mismos. Sólo me
pregunto si sería posible expresarse en un lenguaje menos misterioso y menos
negativo porque “si habláis un lenguaje misterioso y no pronunciáis palabras
inteligibles, ¿cómo se entenderá lo que decís? ¡Estaréis hablando a las
paredes!”. Me gustaría preguntar a mis alumnos qué han entendido después de
leer un documento eclesial o las declaraciones de un obispo y que me
contestaran: “que Dios me ama y me conoce por mi nombre”.
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