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Teología Social - Nº 2 - Septiembre 2000

  "En esto conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

             
Juan 13, 35

Cristianismo y exclusión social

Julio Lois Fernández
juliolois@navegalia.com

La exclusión social es el rostro inquietante que está tomando la pobreza en los países del “Tercer Mundo” o también en los “Cuartos Mundos” enclavados en el “Primero” cuando las personas que la padecen pasan de una situación estructural de explotación a una posición estructural de irrelevancia[i].

       Ya no basta, para comprender la situación de los excluidos, recurrir a las categorías de “arriba/abajo” (que nos refieren a una sociedad en la que una parte de la población ocupa la zona alta de la escala social y otra la inferior) o “centro/periferia” (vinculadas éstas a la imagen de una sociedad en la que una parte de la población dispone de poder y otra carece de él). Parece más adecuada y expresiva la nueva bipolarización “dentro/fuera”, para significar que con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive (ya no se está en ella abajo o sin poder; simplemente, se está fuera). Como bien indica J. García Roca, con la exclusión “asistimos a una figura que evoca a aquellos que son arrojados fuera del sistema y su preocupación básica es afirmarse como supervivientes. El problema básico ya no es si uno está favorecido o desfavorecido en el interior de la escala social, sino en qué medida tiene o no lugar en la sociedad”[ii].

       Los excluidos no están propiamente “abajo” o en la “periferia, sino más bien “fuera”. No son “explotados” sino “irrelevantes”. No son “oprimidos” sino “sobrantes”[iii]. Son los expulsados y expropiados. Desde la lógica económica y social del sistema imperante los excluidos son declarados “inútiles” para el buen funcionamiento de la sociedad. Surge así “un mundo en el cual se convierte en un privilegio el ser explotado”[iv].

       A mi entender la existencia de la pobreza en general y de la exclusión en particular, no todos los pobres son excluidos pero sí todos los excluidos son pobres: es el desafío prioritario que la realidad actual plantea al cristianismo. ¿No son ellos, los excluidos, el signo de su fracaso en la historia? ¿No es su clamor la señal inequívoca de que es preciso reconsiderar seriamente nuestra forma de entender y realizar la tarea evangelizadora? ¿No están demandando a gritos un cambio de rumbo?

       La Iglesia, caminando tras las huellas de su Maestro, tiene que anunciar y hacer presente en esta historia nuestra el Reino de Dios, que es semejante a un banquete al cual están especialmente invitados los excluidos. Hacerles llegar la invitación, acogerles y crear con ellos las condiciones de posibilidad para que puedan sentarse en los primeros puestos, es la tarea prioritaria que tenemos los cristianos y la mejor manera de testimoniar que Jesús vive y que su causa sigue adelante.

 I) Fe cristiana y erradicación de la exclusión social

      Ya queda dicho: contribuir a erradicar la exclusión social es la forma más elocuente de testimoniar la verdad y también la bondad y belleza del mensaje cristiano. Si tal afirmación -que tiene no poco de locura y escándalo en un mundo informado por valores que se sustentan en una concepción radicalmente distinta de la verdad, la bondad y la belleza- se admite como cierta, la autenticidad de la vida cristiana encuentra un decisivo criterio de verificación en su capacidad de contribuir a la erradicación de la exclusión social.

       En este primer apartado quisiera recordar algunas de las razones que, a la luz de la fe, pueden aducirse para sostener tan escandalosa afirmación.

       I.1.- Jesús y los excluidos

        La consideración del mensaje y la vida de Jesús lleva a la convicción de que el cristianismo es, a la postre, un proyecto utópico-salvífico de projimidad con los excluidos de la tierra.

       En su tesina de licenciatura en Teología Pastoral[v], todavía inédita, M. A. Gordillo intenta una relectura de la Cristología utilizando la exclusión social como clave hermenéutica. Intentaré aquí resumir algunas de sus sugerentes consideraciones, con las que me siento profundamente identificado.

       Jesús de Nazaret, sin ser propiamente un excluido por nacimiento, profesión y cultura, se solidarizó por opción con las personas excluidas de su tiempo, aquellos hombres y mujeres a los que el “grupo normativo” de Israel consideraba rechazados por el mismo Dios y, consecuentemente, arrojaba fuera de la sociedad[vi]

       La opción de Jesús por los excluidos, en virtud de la cual éstos se convierten en los destinatarios primeros de su Buena Noticia de salvación, se expresó en una gran conflictividad con las autoridades civiles y religiosas de su tiempo -las mismas que aplicaban con celo la normatividad excluyente- y en una progresiva autoexclusión del mismo Jesús, que le llevó finalmente a padecer, “fuera de la ciudad”, la muerte de cruz, propia de los rechazados, según se creía, por el mismo Dios de Israel.

       Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones cabe una lectura de la predicación y de la práctica partidaria y conflictiva de Jesús hecha desde la clave hermenéutica que proporciona la exclusión social. Naturalmente que no es posible hacerla aquí con la extensión deseable. Me limitaré a presentar unas consideraciones que me parecen exegéticamente fundadas y cargadas de significatividad teológica, con la esperanza de que puedan mostrar la fecundidad de dicha lectura.

       El centro del mensaje de Jesús fue la proclamación de la llegada del reinado de Dios como Buena Noticia de salvación para los pobres y pecadores, entre los cuales se cuentan los rigurosamente excluidos. La característica principal de este Reino de Dios es que con su llegada se va a realizar el ideal regio de justicia que, para Israel y los pueblos de su entorno, no consistía “primordialmente en emitir un veredicto imparcial, sino en la protección que el rey hace que se preste a los desvalidos, a los débiles y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos”[vii].

       Cuando Jesús anuncia que el reinado de Dios se acerca, está proclamando la bienaventuranza para los pobres, la liberación para los cautivos, la vista para los ciegos, la voz para los mudos, el andar para los cojos, la libertad para los oprimidos, la integración para los excluidos...Puede decirse que lo que especifica el anuncio de Jesús es la invitación dirigida a los marginados y excluidos a sentarse en los lugares preferentes en el banquete de su Reino.

       Una consideración global del mensaje de Jesús permite verificar razonablemente lo dicho. Cabe, no obstante, recordar de manera especial algunos textos verdaderamente programáticos en los que la vinculación esencial de Jesús con los pobres y excluidos adquiere especial densidad: Lc 4, 16-30; Mt 11, 4-6 o Lc 7, 22-23; Mt 5, 1-12 o Lc 6, 20-26 y Mt 25, 31-46. Todos ellos son textos decisivos en el conjunto del mensaje de Jesús y, al mismo tiempo, complejos. Contamos con interpretaciones diversas, incluso divergentes en no pocos detalles. Sin embargo, parece claro que de su consideración atenta ha de concluirse la vinculación esencial y prioritaria de los pobres y excluidos con el Reino de Dios. En su bienaventuranza y liberación integradora se juega la presencia de ese Reino y el destino de Dios mismo encarnado, es decir, la causa de Jesús en la historia. Son ellos, los crucificados de la historia, con quienes Jesús mistéricamente se identifica, cualquiera que sea su situación moral subjetiva o su disposición espiritual, los destinatarios preferentes del Reino y el signo privilegiado que permite reconocer la inhabitación de Dios entre los seres humanos, la presencia continuada de Jesús entre nosotros.

       Parece cierto además que Jesús proclamó la Buena Noticia de su Reino desde una forma de vivir próxima a sus destinatarios, es decir, haciéndose su prójimo y también desde una opción decidida y partidaria en favor de la liberación de todas sus esclavitudes y exclusiones[viii].

       Todo lo que los relatos evangélicos nos transmiten acerca de la forma de vivir y de actuar de Jesús, incluidos su nacimiento y su muerte, parecen confirmar la projimidad de Jesús con respecto a los pobres, pecadores, últimos, excluidos...y la incondicionalidad de su opción en favor de su dignidad y liberación integradora.

       Convendría destacar, no obstante, al repasar la conducta de Jesús, dos actividades que tienen especial importancia para verificar el alcance y significación de su opción: los milagros o ”signos” de su misión salvífico-liberadora y sus comidas o banquetes con los pecadores y excluidos.

       Los milagros de Jesús en tanto que “clamores del Reino” o “signos” de que el reinado de Dios se hace presente entre nosotros como poder que salva, realizados a impulsos de su compasión y misericordia hacia los débiles y oprimidos (cf. Mc 1,41; 6,34; 8,2; Mt 9,36; 14,14; 15, 21-28 par.; 15,32; 17, 14-29; par.; 20, 29-34 par.; Lc 7, 13-14; 17, 11-19...) nos manifiestan que el Reino de Dios es una realidad salvífico-liberadora que salva de necesidades concretas (concediendo pan a los hambrientos, salud a los enfermos, esperanza a los desesperados...) y libera de opresiones históricas (esclavitudes, marginaciones y exclusiones de distinto signo). En la totalidad de la práctica partidaria y conflictiva de Jesús, el Reino se nos presenta como alternativa ofrecida por Dios a la situación global existente, históricamente dominada por los valores del antirreino; como el ideal de una sociedad nueva que va a implantar en la historia la realización definitiva de la justicia, la utopía de los pobres y excluidos, el término de su marginación injusta, la liberación de sus esclavitudes y rechazos, la posibilidad de su vivir con dignidad.

       E. Schillebeeckx, tras considerar con atención la comunidad de mesa liberadora y salvífica de Jesús con sus discípulos y con los marginados y excluidos, llega a esta importante conclusión: “ La comunidad de mesa, tanto con notorios ‘publicanos y pecadores’ como con los suyos...es un rasgo esencial y característico del Jesús histórico. En ella, Jesús se revela como el mensajero escatológico de Dios que comunica a todos, incluidos en particular los que, según los criterios de la época, estaban excluidos, la invitación divina al banquete de paz del Reino de Dios; esta comunidad de mesa, el acto de comer con Jesús, ofrece en el presente la salvación escatológica”[ix].

       Los últimos trabajos con que contamos sobre las comidas de Jesús[x], realizados a la luz de las más recientes investigaciones de antropología cultural, ponen de manifiesto la singular relevancia teológica de las mismas en relación con nuestra cuestión.

       R. Aguirre, tras un minucioso recorrido por las comidas de Jesús en Lucas -comidas con pecadores y publicanos, con fariseos y con sus discípulos- extrae la radicalidad de la enseñanza de Jesús: es preciso promover una comensalidad común, abierta e igualitaria, en la que tienen que ser reintegrados todos los excluidos y marginados del sistema[xi]. Con sus comidas -su mesa compartida con los excluidos- Jesús cuestiona el concepto de honor, el sistema de pureza y las relaciones de patronazgo, de los que se derivaban los valores claves que configuraban las relaciones de los seres humanos en su tiempo, y propugna unos valores alternativos informados por la acogida, la reciprocidad , el servicio, el compartir la vida, la fraternidad. Todas las barreras que se oponen a una comensalidad igualitaria y abierta, real y fraterna, quedan abolidas por Jesús. “En el fondo hay una lucha de dioses: el Dios de la santidad, al que se accede separándose de lo profano y de lo impuro, y el Dios de la misericordia, al que se accede en la medida en que se busca la incorporación de los excluidos, lo cual hace saltar los límites del sistema”[xii].

       Dada la radicalidad de su significación, las comidas de Jesús suscitaron gran conflictividad[xiii]. A los que se escandalizan con su comportamiento, Jesús, mediante sus parábolas, enseña que él se limita a hacer lo que es voluntad del Padre, el cual no legitima en forma alguna las normas que excluyen, sino que busca y acoge a todos los que se consideraban perdidos y excluidos, a los pródigos que están fuera[xiv].

       La solidaridad escandalosa que Jesús mostró con los excluidos le situó a él mismo en la posición propia de un excluido[xv] y, finalmente, le condujo a la muerte infamante en la cruz, fuera de la ciudad, propia de los excluidos, no aplicable a los ciudadanos romanos. Por ello puede decirse que la cruz, vista desde los que crucificaron a Jesús fue un crimen reprobable, pero vista desde Jesús fue la expresión más inequívoca de su amor “hasta el extremo” a los excluidos y de su identificación con ellos y su causa.

       Desde la misma clave hermenéutica que otorga la exclusión social podemos decir que la resurrección de Jesús -resurrección del excluido y crucificado, en virtud de la cual Dios le da la razón- es fuente de esperanza para todos los excluidos y crucificados de la tierra. “La resurrección de Jesús es esperanza en primer lugar para los crucificados. Dios resucitó a un crucificado y desde entonces hay esperanza para los crucificados de la historia. Éstos pueden ver en Jesús resucitado realmente al primogénito de entre los muertos, porque en verdad y no sólo intencionalmente lo reconocen como el hermano mayor...La correlación entre resurrección y crucificados, análoga a la correlación entre reino de Dios y pobres, que predicó Jesús, no significa desuniversalizar la esperanza de todos los hombres, sino encontrar el lugar correcto de su universalización”[xvi].

       I.2.- El excluido, sacramento del Jesús viviente y, por ello, lugar preferente de encuentro con el Dios por él revelado

       La referida solidaridad de Jesús con los excluidos, expresada a través de su palabra y de los gestos que acompañaron la totalidad de su vida, culminada en la cruz, que descubrió su naturaleza finalmente salvífica en la resurrección, nos permite reconocer su presencia viva en los excluidos de hoy. El “varón de dolores, despreciado y desestimado, que soportó nuestros sufrimientos, herido de Dios y humillado”, el siervo de Yahvé del que nos habla el profeta (cf. Is 52,13-53,12), en quien los primeros testigos vieron una descripción anticipada del crucificado (cf. Hch 8,32; 1 Pe 2, 21-25. 3,18), nos autoriza a ver en el rostro de todos los excluidos, hoy también despreciados y desestimados, el rostro del mismo Jesús y, a la luz de Mt 25, 31-45, considerar que lo que hagamos por cualquiera de ellos lo estamos haciendo por el mismo Jesús.

       En el número 22 del Documento “La Iglesia y los pobres”, los obispos españoles de la Comisión Episcopal de Pastoral Social afirman: “Podríamos decir que Jesús nos dejó como dos sacramentos de su presencia: uno, sacramental, al interior de la comunidad: la Eucaristía; y el otro existencial, en el barrio y en el pueblo, en la chabola del suburbio, en los marginados, en los enfermos de sida, en los ancianos abandonados, en los hambrientos, en los drogadictos...”. Y añaden: “Allí está Jesús con una presencia dramática y urgente, llamándonos desde lejos para que nos aproximemos, nos hagamos prójimos del Señor, para hacernos la gracia inapreciable de ayudarnos cuando nosotros le ayudamos”.

       Los excluidos son, pues, sacramento de la presencia del Jesús viviente entre nosotros y, por serlo, son lugar de encuentro con el Dios revelado por Jesús. Es en ellos donde nos llama de forma apremiante a la “projimidad”, a hacernos próximos, para compartir el pan y la palabra, caminar juntos, luchar por la dignidad negada y así encontrar también juntos la salvación. El Dios de Jesús se hace presente allí donde el encuentro con el excluido se convierte en reconocimiento mutuo de sujetos humanos que se saben llamados a ser hermanos/as, compartiendo la mesa y la vida y luchando contra la exclusión social. En la solidaridad con los excluidos nos hacemos personas. Ellos son los que nos evangelizan.

       Pero no siempre el excluido es lugar diáfano de encuentro con Dios. Hacerse prójimo del excluido demanda intentar compartir con él la lucha contra la exclusión social. Cuando esta lucha se confronta con el fracaso parece experimentarse la ausencia del Dios que salva y no su presencia. ¿No es la persistencia del mal, concretado en la injusta desigualdad que genera la exclusión, la gran amenaza contra la fe, la prueba más frecuentemente esgrimida contra ella, el lugar donde se proclama su irracionalidad y se decreta la muerte de Dios?

       La historia acredita que el encuentro con los excluidos y la lucha contra la exclusión social pueden ser camino de acceso a la experiencia del Dios de Jesús y también el lugar en el que se experimenta su abandono y ausencia, la tentación de su rechazo y negación.

       Son muchas las cuestiones que surgen a partir de lo dicho[xvii]. Sólo me interesa destacar aquí que una lectura creyente de la vida, muerte y resurrección de Jesús, realizada desde la clave hermenéutica de la exclusión social; puede y debe conducir a experimentar en el encuentro con los excluidos la presencia salvífica de Dios, incluso en el seno mismo del fracaso, cuando Dios no interviene para impedirlo.

       En primer término mediante una lectura realizada en clave de “dolor de Dios”, es decir, en clave de “presencia-ausencia” o de “presencia en la ausencia”. Una lectura que nos sitúa ante el Dios silente, débil e impotente, negado, expulsado de la historia y crucificado, del que nos habla un buen sector de la teología cristiana más reciente. Es la clave que proporciona el acontecimiento de la cruz de Jesús, en la que Dios estaba con él (sufriendo con él) para reconciliar al mundo consigo, pero no para impedir su crucifixión. Una presencia que acompaña siempre pero que no resuelve mágicamente nada.

       Lectura también en clave profética, interpretando el silencio y ausencia de Dios, como paradójica presencia que denuncia la injusticia que supone la exclusión social y demanda compromiso para superarla. El Dios negado y ausente por expulsado, sigue no obstante presente, demandando la superación de esa negación que se expresa en la injusticia de la exclusión. La fe cristiana nos sitúa así ante la cuestión que tanto preocupaba a Bonhoeffer: la inversión de la religiosidad humana. La pregunta “¿dónde está Dios?”, o mejor, “¿dónde estás tú, Señor, como salvador en la historia?”, se transforma en pregunta que Dios nos dirige a nosotros: “¿dónde estás tú?”, “¿qué has hecho de tu hermano o por tu hermano?“[xviii].

       Todavía más: la audacia de la fe puede incluso leer el silencio de Dios ante la exclusión en clave de amor, ya que el Dios de la “kénosis”, ausente y silente, paciente y débil, incluso crucificado, es el Dios del amor que se detiene delicada y respetuosamente ante la libertad de los seres humanos y renuncia a toda mediación de fuerza impositiva porque los quiere verdaderos interlocutores, responsables y libres. Es el Dios que ha elegido, por libérrima decisión, la estrategia de la autolimitación o de la retirada, que equivale paradójicamente a una estrategia de presencia informada por el amor ofrecido y no impuesto, y que implica la apuesta por la capacidad de ese amor de quebrar la dinámica del mal en su misma raíz.

       Pero la lectura cristiana de fe no puede nunca olvidar que ese mismo Dios “ausente-presente”, que estuvo en la cruz de Jesús acompañándole pero no liberándole de la crucifixión, es, finalmente, el que ha resucitado al crucificado de entre los muertos. Desde la perspectiva en que sitúa la fe en la resurrección, la lucha contra la exclusión social, por más que se vea confrontada con el fracaso, está validada por el Dios que resucitó a Jesús, liberándole definitivamente de la maldición y exclusión que significó su muerte en la cruz. Aquí radica el fundamento último de nuestra esperanza. Si la resurrección de Jesús, como insiste Pablo, es la “primicia” o el “anticipo” de la victoria definitiva y final (cf. 1 Cor 15, 12-28), podemos afirmar que la causa de los excluidos está asumida por Dios y que el fracaso y los verdugos responsables no tienen la última palabra. Y mientras se demora la victoria final, la esperanza fundamentada en la resurrección hace suya la recomendación del mismo Pablo: “Hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles; trabajad sin descanso en la obra del Señor, sabiendo que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga” (1 Cor 15,58).

II) La Iglesia, sacramento de un mundo sin exclusiones

       Un sector significativo de la teología actual sostiene que la Iglesia debe acreditarse en la sociedad como sacramento de salvación liberadora en la historia.

       La utilización explícita del concepto de sacramento para designar a la Iglesia en su referencia a la salvación no aparece hasta el siglo XIX, con la escuela teológica de Tubinga (Scheeben, Oswald)[xix]. “Sacramentum” es el término latino que traduce el griego “Mysterion”: una realidad visible que esconde la profundidad invisible de la salvación de Dios. Signo perceptible e instrumento real de la acción de Dios que salva[xx].

       Con la renovación eclesiológica de este siglo (Congar, De Lubac, Rahner, Schillebeeckx, Semmelroth, Smulders...) el término “sacramento”, referido a la Iglesia, se utiliza con frecuencia y el Concilio Vaticano II lo incorpora y hace suyo[xxi].

       El Concilio Vaticano II proclama que “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”[xxii], sacramento universal de salvación”[xxiii].

       Esta identidad eclesial proclamada con insistencia por el Concilio, si es leída desde nuestra clave hermenéutica en un mundo que declara “sobrantes” a los más débiles puede traducirse así: la Iglesia está llamada a ser sacramento de la no exclusión, mesa compartida, igualitaria y abierta, que no deja a nadie fuera del banquete de la vida, expresión de una forma distinta y disidente de vivir, informada por la fraternidad que reclama para todos los seres humanos la condición de sujetos.

       Esta traducción es la que ha realizado con vigor la teología de la liberación cuando insiste en la necesidad de una Iglesia pobre y de los pobres para que pueda ser realmente sacramento histórico de liberación. Sin poder extendernos en este punto[xxiv], interesa sí recordar que la Iglesia es auténticamente de los pobres cuando se constituye y configura, a todos los niveles, desde la solidaridad preferencial con ellos y su causa. Al decir a “todos los niveles”, se quiere indicar que la referencia de la Iglesia a los pobres y excluidos no se agota al considerarlos los destinatarios primeros de su acción evangelizadora y de la totalidad de su acción pastoral. La Iglesia es de los pobres cuando se entiende y constituye a sí misma desde los pobres y su causa. Esto equivale a afirmar que los pobres -y de entre ellos, especialmente los excluidos- han de ser el punto focal de atención y además los sujetos preferentes a la hora de configurar sus estructuras comunitarias, celebrar su fe, reinterpretar y anunciar su mensaje, entender y realizar su acción evangelizadora en el mundo. En esta Iglesia, los pobres y excluidos son, como indica J. Sobrino, “el núcleo a partir del cual se organiza evangélicamente todo lo que en la Iglesia hay de institucional y estructural”, “el principio inspirador y jerarquizador de todo lo que legítimamente existe en la Iglesia”, “su principio de estructuración, organización y misión”[xxv].

       Con parecida radicalidad, los obispos españoles en el documento ya citado “La Iglesia y los pobres” indican que “la Iglesia de Jesús debe ser aquella que en su constitución social, sus costumbres y su organización, sus medios de vida y su ubicación, está marcada preferentemente por el mundo de los pobres, y su preocupación, su dedicación y su planificación esté orientada principalmente por su misión de servicio hacia los pobres” (número 25). Desde esta misma perspectiva, el que los pobres sean los protagonistas y el centro configurador de la Iglesia adquiere carácter de criterio esencial de verificación de su autenticidad evangélica. En efecto, en el encuentro con los pobres, siguen diciendo los obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral Social , “se define su ser y también su futuro (el de la Iglesia), como advierten tajantemente las palabras de Jesús”. Es por eso que “la Iglesia sabe que ese encuentro con los pobres tiene para ella un valor de justificación o de condena, según nos hayamos comprometido o inhibido ante los pobres” (número 9). De estas consideraciones fluye la conclusión: “sólo una Iglesia que se acerca a los pobres y a los oprimidos, se pone a su lado y de su lado, lucha y trabaja por su liberación, por su dignidad y por su bienestar, puede dar un testimonio coherente y convincente del mensaje evangélico. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento” (número 10).

       Con estas reflexiones se concreta adecuadamente el alcance de la afirmación conciliar: “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unidad de todo el genero humano”. Para ser realmente ese sacramento de unidad de todo el género humano, en un mundo como el nuestro actual, marcado por la pobreza que acerca a la muerte y excluye, la Iglesia tiene que ser sacramento de un mundo nuevo, donde no se permita la exclusión en su seno, donde los excluidos sean acogidos y reconocidos como sujetos y donde la lucha contra la erradicación de la exclusión social se convierta en tarea prioritaria de todos sus miembros.

       La sacramentalidad eclesial que es preciso postular desde nuestra clave hermenéutica de la exclusión social supone:
              - Comunidades creyentes sin excluidos/as en su propio seno, es decir, comunidades en las que se parta realmente el pan, la palabra y la vida, con espíritu de “koinonía” o capacidad de comunión entre iguales, todos corresponsables (cf. Mc 10, 42-44; Mt 23, 8-12)[xxvi];
              - Comunidades abiertas a los excluidos que no forman parte de ellas, es decir, comunidades con capacidad de acogida y de integración, a partir de la convicción de que sólo hermanándonos con los excluidos y reconociéndonos mutuamente sujetos nos realizamos como personas, afirmamos la presencia de Dios y acogemos su salvación;
              - Comunidades comprometidas -en tanto que tales y mediante el compromiso personal y diverso de sus miembros- en la erradicación de la exclusión social.

Así podrá la Iglesia de Jesús ser signo e instrumento (sacramento) de un mundo sin exclusiones.

III) Características básicas de una presencia evangelizadora de la Iglesia en el ámbito de los excluidos sociales

       III.1) “Estilo” de la presencia

       Al plantearse la presencia evangelizadora de la Iglesia conviene recordar en todo momento, con el fin de precisar el “estilo” o “talante” que debe informarla, que la urgente y compleja tarea de erradicar la exclusión social sólo puede ser el resultado de la interacción de muchas respuestas. Serán necesarios numerosos esfuerzos convergentes, procedentes de muy diversos actores sociales, situados en espacios ideológicos plurales, para que los excluidos puedan ser convenientemente integrados.

       La lucha contra la exclusión social, como indica García Roca, tiene que plantearse mediante “estrategias sinérgicas”, capaces de hacer converger en la misma dirección los aportes de los distintos actores sociales. “Ninguno de ellos tiene hoy la centralidad, ni siquiera el Estado; ninguno puede convertirse en protagonista de las políticas sociales ni imponer su lógica al resto. Cada uno de ellos mantiene su identidad y su consistencia propia, pero todos están articulados de manera que respondan pronto y eficazmente a las necesidades y acometan una lucha eficaz y orgánica contra la exclusión y la marginalidad. Cada uno juega en un lugar en el campo y tiene un cometido específico”[xxvii].

       La institución eclesial debe hacerse presente en el ámbito de los excluidos sociales y en el campo de la lucha contra la exclusión social con un talante de humildad o modestia que le permita renunciar a todo falso proselitismo y arrogante protagonismo, le conduzca a dialogar críticamente con las distintas instituciones civiles o religiosas comprometidas en la tarea común y le lleve a potenciar, cuando sea conveniente, organizaciones no confesionales, con la participación fundamental de los mismos excluidos, que han de ser los protagonistas de todos los procesos conducentes a conseguir para ellos una vida digna antes de la muerte.

       Los creyentes, conscientes de la complejidad de la tarea, tenemos que evitar lo que T. Catalá llama la “invasión carismática y acrítica” de los contextos de exclusión social. Por tal invasión entiende “la pretensión, más o menos consciente, de que, por el hecho de sentirnos empujados por el Espíritu hacia la periferia, tenemos las claves para entender la realidad desquiciada, compleja y rota de los contextos de marginación. No podemos acceder a los contextos de marginación sin mediaciones. La precipitación crea frustración y rompimientos si no tenemos instrumentos para orientarnos con lucidez en dichos contextos”[xxviii].

       La relación entre vida de fe, conducida por el Espíritu, y la realidad con sus contextos de exclusión y sus demandas, debe entenderse de forma indirecta y mediada, por implicar el recurso indispensable a mediaciones autónomas de muy diverso signo, no deducidas directamente de la fe. En la lucha contra la exclusión social, a los creyentes no nos está permitida ninguna arrogancia basada en un pretendido saber deducido de la fe, capaz de proporcionar las mejores respuestas.

       Me parece también interesante recordar, para perfilar mejor el estilo de la presencia evangelizadora, que el acceso a los contextos de exclusión debe estar impulsado e informado por la experiencia del amor gratuito de Dios que perdona y salva. Y es que “la paz que trae el Viviente en los contextos de marginación se experimenta en la radical experiencia de gratuidad (no estamos con los excluidos por ser los mejores). No hay paz, sino, por el contrario, rigideces, tensiones, desprecios y juicios cuando el compartir la suerte de los pequeños lo hemos convertido en mérito propio”[xxix]. Desde tal experiencia radical de gratuidad cabe una presencia seductora y contagiosa, la propia de quien ha descubierto la bondad y la belleza de la vida informada por la salvación gratuitamente donada por Aquél que nos ha amado primero[xxx].

       III.2) En torno al qué, el dónde y el cómo de la presencia evangelizadora

       ¿Qué puede fundamentalmente aportar la presencia evangelizadora de la Iglesia en el mundo de los excluidos y, más concretamente, en la lucha contra la exclusión social?

       En principio, la respuesta parece clara: la acción evangelizadora de la Iglesia se tiene siempre que centrar en anunciar la Buena Noticia de un Dios que salva siendo solidario y liberador.

       En el momento presente esa Buena Noticia tiene sobre todo que aportar, a mi entender, memoria y esperanza.

       La Iglesia de Jesús, vinculada a la “memoria passionis” y que por ello se remite, como a su fuente, a la historia de un excluido crucificado, tiene que hacer memoria incansable de los excluidos de la tierra y anunciar sin descanso, a quien quiera oírla, la significación que concede a los excluidos y crucificados de hoy. Frente a la incapacidad de la lógica sistémica para hacerse cargo de la injusticia que genera al declarar inútil y sobrante a buena parte de la humanidad -aquella que no encaja en su “buen” funcionamiento-, la Iglesia de Jesús tiene que ser memoria incómoda de esa parcela de la realidad, conectar con su dolor y su fracaso, criticar la injusticia que representa y hacer presentes sus justas aspiraciones pendientes de realización.

       La Iglesia de Jesús, igualmente vinculada a la “memoria resurrectionis” y que por ello también se remite como a su fuente a la resurrección de un excluido crucificado, tiene que ser capaz de otorgar esperanza, especialmente a los excluidos y crucificados de hoy. Una esperanza activa, que no simple espera, que apela a manos nuevas y creadoras, que no puede reducirse a ser mera contemplación anticipada del triunfo final. Una esperanza que asume los referentes éticos más fecundos y se articula en utopías intrahistóricas capaces de romper el pragmatismo del “buen” funcionamiento excluyente.

       Memoria y esperanza. O mejor, memoria esperanzada conectada con la gran tarea humana pendiente: la universalización del sujeto humano como sujeto histórico, la construcción de un mundo sin excluidos, mesa realmente compartida, banquete igualitario y fraterno . ¿Cómo y dónde hacerse presente?

       Parece que la presencia evangelizadora de la Iglesia en los contextos de exclusión social tiene que concretarse en una inserción solidaria, inculturada, que por el camino de la autoexclusión voluntariamente asumida por amor a los excluidos, busca su integración liberadora.

       Esta inserción solidaria supone, en primer término, un ejercicio constante de proximidad y acompañamiento individualizado. La extremada precariedad del sujeto excluido en nuestros “Cuartos Mundos” -parados de larga duración, ancianos solitarios marginados, emigrantes ilegales, “enganchados” a la droga que caminan por los márgenes más extremos...-, caracterizada, como indica García Roca, “por la ruptura de la comunicación, la debilidad de las expectativas y la erosión de los dinamismos vitales (confianza, identidad, reciprocidad)”, demanda “estrategias de acompañamiento”[xxxi], informadas por la comprensión, la ternura y la acogida fraternal.

       No podemos olvidar que entre nosotros, y a diferencia de lo que ocurre en numerosos países del “Tercer Mundo”, los excluidos se han exiliado de la Iglesia y no suelen reconocerse como creyentes. Por eso, a la hora de realizar la tarea evangelizadora es preciso tener en cuenta que “antes de llegar a la Palabra explícita hay mucha tarea, muchísima, por hacer. Hay que acoger, cuidar, crear dinámicas de dignificación personal, fomentar contextos en los que se pueda llegar a poseer la palabra; también conseguir el pan de cada día, querer...; y éstas son prácticas del Reino”[xxxii].

       Pero la presencia evangelizadora de la Iglesia no se puede agotar en esta tarea de acompañamiento individualizado. Es preciso contar con la gran debilidad actual de los contextos sociales populares. Los pobres y excluidos de nuestra sociedad forman un “no-pueblo”[xxxiii], desarticulado, fragmentado, diversificado. No constituyen hoy un sujeto histórico de cambio. Se impone entonces una presencia evangelizadora capaz de fortalecer el tejido social de base y la organización popular, a través de una tarea lenta, a largo plazo, que permita ir dando pasos hacia la superación de la exclusión social, aunque no sea posible una incidencia más directa e inmediata en el cambio estructural.

       Además, dada la condición excluyente del sistema neoliberal imperante, se hace necesario un ejercicio de solidaridad realizado en el sector más estrictamente público, en el “escenario del mercado y del sector del intercambio” y en el “escenario del Estado y del sector regulado”[xxxiv]. Un ejercicio articulado fundamentalmente en compromiso político partidario y sindical. Tampoco es posible sustraer este nivel, en el que se juega más directamente el cambio estructural, a la presencia evangelizadora de la Iglesia, a través del compromiso opcional de los creyentes personalmente considerados.



[i]Cf. F. Javier Vitoria, Espiritualidad y cultura de la satisfacción: contemplar la gloria de Dios en el rostro de los excluidos, en VVAA, Exclusión social y cristianismo, Ed. Nueva Utopía, Madrid, 1996, p. 132-133.

[ii]Cf. Itinerarios actuales de la exclusión social, en VVAA, Exclusión social..., op. cit., p. 18.

[iii]F. J. Hinkelammert, refiriéndose al abismo hoy existente entre el Norte y el Sur, señala que “el Primer Mundo no se retira del Tercer Mundo, sino que desarrolla ahora una imagen de éste como un mundo en el que existe una población que sobra. Esta población sobrante (...) es vista crecientemente como un peligro y no ya como algo que se puede explotar. En realidad, el desarrollo técnico actual tiene un carácter que no permite explotar a esta población. La estructura del capitalismo es tal, que ya no puede explotar a la población mundial. No obstante, a esa población que no puede explotar, la considera superflua. Es una población vista como sobrepoblación, que no debería siquiera existir, pero que allí está. Este capitalismo no tiene nada que ver con el destino de esta población” (cf. La crisis del socialismo y el Tercer Mundo, en “Iglesia Viva”, 157 (1992) p. 23).

[iv]Cf. Ibid., p. 23.

[v]Cf. Teología y praxis cristiana del “Cuarto Mundo” (presentada en el Instituto Superior de Pastoral de Madrid en septiembre de 1994), p. 89-127.

[vi]En los relatos evangélicos se hace referencia a los “publicanos y prostitutas” (cf. Mt 21,31), a los “ladrones, injustos y adúlteros” (cf. Lc 18,11), en fin, a la “mala gente que no conoce la ley y se halla bajo la maldición” (cf. Jn 7,49). En una sociedad teocrática, como era la de Israel en tiempos de Jesús, en la que la ley era la expresión inequívoca de la voluntad de Dios, estar “bajo su maldición” equivalía a ser un excluido. En ocasiones, los samaritanos, los gentiles en general, los endemoniados, los leprosos y otros enfermos aparecen como expulsados de la sociedad judía en virtud de la ley. Sabemos también que los que se dedicaban a ciertos oficios, como los relacionados con los transportes, los teñidores  curtidores, pastores, carniceros, médicos o los esclavos judíos eran considerados despreciables. Tales oficios “rebajaban socialmente de forma más o menos inexorable a quienes los ejercían” (cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Ed. Cristiandad, Madrid, 1977, 315-327). Las mujeres y los niños apenas contaban.

[vii]Cf. J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, Vol I , Ed. Sígueme, Salamanca, 1974, p. 122. Ofrece una amplia consideración de esta cuestión, J. Dupont, Les béatitudes, II: La bonne nouvelle, París, 1969, p. 53-90.

[viii] H. Küng señala de forma rotunda: “No caben más discusiones: Jesús estuvo de parte de los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los que no tienen éxito, los impotentes, los insignificantes” (cf. Ser cristiano, Ed. Cristiandad, Madrid, 1977, p.337). Para J.I. González Faus, Jesús hizo de tal opción “el distintivo de su misión” y por eso la “inculcó a los suyos” y la constituyó en rasgo fundamental de su seguimiento (cf. La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Ed. Sal Terrae, Santander, 1984, p. 89-90 y 90-95). J. D. Crossan sostiene que el Reino proclamado por Jesús es “el Reino de unos don nadies” o “de indeseables” (cf. Jesús: vida de un campesino judío, Ed. Crítica, Barcelona, 1994, p. 314-330; cf. también, Id., Jesús: bibliografía revolucionaria, Ed. Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996, p. 70-90).

[ix]Cf. Jesús, la historia de un viviente, Ed. Cristiandad, Madrid, 1981, 198.

[x]Cf., por ejemplo, R. Aguirre, La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Ed. Sal Terrae, Santander, 1994, p. 17-133; Id. La mesa compartida, en VVAA, Exclusión social...op. cit. 107-129 (en el primero de los trabajos citados se ofrece amplia bibliografía sobre el tema).

[xi]Cf. La mesa compartida....op. cit., 59.64.65.123.125.127.

[xii]Cf. Ibid., 64.

[xiii]R. J. Karris llega a decir que “Jesús fue crucificado por la forma en que comía” (citado por R. Aguirre en Mesa compartida...op. cit., p.35).

[xiv]Cf., por ejemplo, Lc 14, 7-24 y 15, 1-32.

[xv]Una exclusión en sí misma no buscada ni querida por Jesús, pero sí derivada de su libre opción solidaria. En este preciso sentido podemos hablar de autoexclusión de Jesús.

[xvi]Cf. J. Sobrino, Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la Cristología, Ed. UCA, San Salvador, 1982, p. 176-177.

[xvii]Para una consideración más amplia de este asunto me permito remitir a mi trabajo Contemplativos en la liberación, en VVAA, Espiritualidad cristiana en tiempos de crisis, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 1996, p. 187-207.

[xviii]¿O habría que decir más bien, como insinúa Martín Velasco, que la pregunta propiamente religiosa es ésta última? “El hombre tiende a preguntarse por Dios en términos como estos: ¿dónde está Dios?”, “¿quién es Dios?”, que suponen al sujeto que se pregunta en el centro, e incorporando a Dios en el círculo abierto en torno a él. En la religión, el hombre vive a la luz de la Presencia que le interroga (”Adán, ¿dónde estás?) y le asigna su lugar. Y el hombre sólo sabe de Dios en la medida que acepta esa asignación y se reconoce desde la relación que instaura” (cf. Dios en el universo religioso, en VVAA, Interrogante: Dios, Ed. Fe y Secularidad/Sal Terrae, Madrid-Cantabria, 1996, p. 45).

[xix]En el Concilio Vaticano I ya se empleó una expresión equivalente: “signo levantado ante las naciones” (cf. Denz 3014). Para una consideración de la historia, sentido y uso de la expresión “Iglesia como sacramento” cf. O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento de la salvación, en VVAA, Mysterium Salutis, IV,1, Ed. Cristiandad, Madrid,1973, p. 330-362.

[xx]En este sentido, Jesús es el sacramento primordial, originario y único, por ser la manifestación históricamente perceptible y el mediador de la salvación de Dios. Como comunidad que sigue a Jesús la Iglesia es y está llamada a ser, no sólo con la realización de las siete clásicas acciones sacramentales sino con todo su ser y vivir, sacramento de salvación en la historia. Por eso, y con respecto a los siete sacramentos, se llama a la Iglesia protosacramento o también sacramento fundamental o radical.

[xxi]Cf., por ejemplo, LG 1.9.48; SC 5.26; AG 1.5; GS 42.45.

[xxii]Cf. LG 1 (cf. también LG 9; SC 26; GS 42).

[xxiii]Cf. LG 48; GS 45; AG 1 y 5.

[xxiv]Cf., por ejemplo, A. Quiroz Magaña, Eclesiología en la teología de la liberación, Ed. Sígueme, Salamanca, 1983,  p. 84-117.

[xxv]Cf. Juan Pablo I. Transición hacia un nuevo Papa, en “ECA”, 33 (1978) p. 730; Sobre el Documento de Trabajo para Puebla, en “Christus”, 44 (1979) p. 52; Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Ed. Sal Terrae, Santander, 1981, p. 109.

[xxvi]Cf. J. García Roca, Iglesia y marginación social. Apuntes críticos y prospectiva de futuro, en “Pastoral Misionera” 15 (1979) p. 482-483; J. Lois, Reflexión teológica sobre la marginación en la Iglesia, en VVAA, Los derechos humanos en la Iglesia, Ed. San Esteban, Salamanca, 1986, p. 161-165.

[xxvii]Cf. J. García Roca, Contra la exclusión. Responsabilidad política e iniciativa social, Ed. Sal Terrae, Cantabria, 1995, p. 16.

[xxviii]Cf. “Salgamos a buscarlo”. Notas para una teología y una espiritualidad desde el Cuarto Mundo, Ed. Sal Terrae, Santander, 1992, p. 7.

[xxix]Cf. Ibid., p. 23.

[xxx]Cf. F. J. Vitoria, Espiritualidad y cultura...artº. cit., p. 153-155.

[xxxi]Cf. Contra la exclusión...op. cit. p. 14-15 y 22.30. Cf. también: Id., Itinerarios actuales...artº. cit. p. 34-37; T. Catalá, Salgamos a buscarlo...op. cit. p. 25-26.

[xxxii] Cf. T. Catalá, Salgamos a buscarlo...op. cit. p. 25.

[xxxiii]Cf. M. A. Gordillo, Teología y praxis cristiana...op. cit. p. 24. 82. 165.

[xxxiv]Cf. J. García Roca, Contra la exclusión...op. cit., p. 31-34.

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