Jungla
de asfalto
Juan
Yzuel Sanz
juanyzuel@ciberiglesia.net
Nsom
estaba cansado de deambular con su pesada caja de abalorios y volvía a casa.
Durante todo aquel día de verano, caluroso y seco, había estado ofreciendo su
mercancía a los clientes de bares y terrazas, a la gente amodorrada en los
bancos del paseo y a la que esperaba para entrar en los cines ansiando la fresca
caricia del aire acondicionado.
No
era un vendedor muy entusiasta. Siempre había creído que éste era un oficio
de mujeres y que los que se sentaban en un mercado estaban un tanto obligados a
vender sus conciencias al tener que exagerar la calidad de un producto o aceptar
calladamente las impertinencias de los posibles compradores. Le parecía indigno
para él, un hombre que había llegado a ser un gran cazador en su aldea, pero
había conseguido llegar al país del hombre blanco y debía subsistir vendiendo
prendas de imitación hasta que saliera algún trabajo más adecuado. El ritual
de la venta era muy diferente al de la caza. En el bosque se daba un encuentro
entre iguales donde la destreza, la paciencia, la astucia y la capacidad para el
riesgo eran puestos en juego para poder salvar la vida o morir, llevar comida a
casa o sentir a los niños llorando por la noche con las barrigas hambrientas.
En la calle algunas personas evitaban darse por aludidas ignorando su presencia
o no contestando a sus invitaciones a considerar la mercancía; otros le miraba
de arriba a abajo y comentaban entre sí sobre su posible nacionalidad; no
faltaban quienes mostraban interés por hacer una compra y apostaban entre sí a
qué precio mínimo podrían adquirir alguna cosa, aunque sin deseo real de
comprarlas; finalmente, la minoría emprendía un regateo para hacerse con unas
gafas de sol, un reloj barato o un cinturón de cuero con la firma de una
importante marca finamente pirograbada por un hábil imitador marroquí. Además
estaba el problema del lenguaje. En África nadie entraba a regatear sin haber
saludado, sin presentarse. Aquí, sin embargo, las pocas palabras que había
aprendido de sus amigos cuando llegó a España hacía unos meses eran
suficientes para entablar transacciones comerciales intercaladas de una serie
interminable de exclamaciones como "!barato, barato!" y
"amigo", pero no bastaban para llegar a hacer amigos de verdad.
El
negocio no había ido mal aquel día y tenía ganas de llegar a casa para comer
algo y volver a escuchar por enésima vez la cinta que su familia le había
grabado antes de partir de su humilde casa de barro y nipa situada en un
bullicioso barrio de una ciudad portuaria del África occidental. Era esta cinta
la que le hacía sentir que estaba en casa cada tarde que regresaba cansado a
aquel destartalado piso del casco antiguo de la ciudad. La escuchaba una y otra
vez, sin cansarse, como había escuchado tantas veces de niño, alrededor del
fuego, las mismas historias y adivinanzas de labios de su madre o de las otras
esposas de su padre. Necesitaba sumergirse cada noche en aquellos ruidos y voces
familiares que le hacían sentir menos sólo en aquella ciudad extraña llena de
gentes que nunca se interesaban por él ni le preguntaban su nombre.
Caminaba
ensimismado en estas soledades y nostalgias por una calle estrecha y mal
alumbrada cuando le llamó un grupo de jóvenes que bebían cerveza en el portal
de una casa de la acera de enfrente.
--iEh,
negro, ven aquí y báilanos la danza de la lluvia, a ver si se nos quita este
calor!-- le gritó el que estaba sentado en el centro del grupo.
Nsom
no entendió muy bien lo que le decían, pero un escalofrío le recorrió todo
el cuerpo. Olfateó el peligro como cuando había presentido tantas veces, en
sus cacerías, que una serpiente acechaba entre las tupidas ramas de un árbol o
en la alta hierba de la savana. Le asustaron las miradas de desprecio de
aquellos chicos con el pelo rapado y pesadas botas militares y fingió no darse
por aludido, siguiendo su camino. Pero ellos insistieron.
--iEh,
negro de mierda, ¿no has oído lo que te han dicho?-- le increpó otro.
Nsom
echó a correr colocándose en la cabeza su pequeño almacén ambulante. Con sus
piernas largas y ágiles se lanzó hacia el paseo que se encontraba al final de
aquella calle mientras los jóvenes le seguían aullando como una jauría de
hienas.
Al
llegar al paseo no miró el tráfico e intentó cruzar la calzada en dos
zancadas con la esperanza de verse protegido por la gente que, sentada en los
bancos, esperaba el fresco de la noche. Cuando se dio cuenta de su imprudencia
era ya demasiado tarde. Una furgoneta logró esquivarlo a duras penas cambiando
de carril, pero el coche que iba detrás avanzó hacia él y lo embistió de
lleno como un rinoceronte enloquecido.
De
repente todo se fundió como en una cámara desenfocada: el rojo vivo del vehículo,
las luces de las farolas reflejadas en su parabrisas, el chirriar de los neumáticos
en el asfalto, el sonido seco del parachoques, su gemido al sentir sus huesos
saltando en cien astillas, el crujido de su caja de panel estallando bajo las
ruedas... Sintió luego como si una ola grande se abatiera sobre él inundándolo
de un dolor que iba llenando cada palmo de su piel mientras iba in crescendo
un coro de motores, frenazos, gritos, pitos y sirenas. Sobre él, a sólo unos
centímetros de su cara, podía sentir el calor asfixiante del motor del vehículo
y un olor a gasolina, asfalto y caucho quemado. La sangre y el sudor humedecían
poco a poco su ropa desgarrada y hacían aún más desagradable el calor
pegajoso de la noche.
En
medio de aquel desconcierto, alguien le empezó a hablar palabras que no entendía
pero que sonaban amistosas y llenas de consuelo. Notó que su mano era empujada
hasta encontrarse cerca de sus caderas. Oyó la puerta del coche cerrándose de
un golpe y, enseguida, el motor llenó sus oídos de un ruido mecánico y
vibrante que le atravesaba de lado a lado. El coche comenzó a moverse
lentamente hacia atrás y sus ojos se llenaron de la luz de la farola que
iluminaba el lugar como una luna curiosa que fisgoneaba como tantos vecinos en
el accidente.
Perdía
sangre y notaba como el frío y el dolor iba entumeciendo piernas y brazos.
Alguien le cubrió con una manta. Apenas podía respirar. Oía voces que le
preguntaban cosas que no entendía. De sus labios salía sólo una breve y
entrecortada letanía. Amigo..., amigo..., amigo...".
Lo
volvió a la realidad el alarido de la ambulancia. Nsom se sintió volteado,
alzado, colocado en una camilla y sujetado con varios cinturones. En apenas dos
minutos abandonaron el lugar del accidente y se dirigieron al gran hospital de
la ciudad, zigzagueando y abriéndose paso con las sirenas. Uno de los
camilleros comenzó a hablarle al oído para dejarse oír bien a pesar de la
estridencia de las señales acústicas.
--¿Cómo
te llamas?
--Nsom,... Dan Nsom.-- Sintió al hablar un agudo pinchazo en el costado,
--¿Cuál
es tu dirección?
Nsom
entornó los ojos y miró al enfermero, que escribía en un cuestionario sus
datos mientras el médico le colocaba un gotero.
--Yo...
no hablo... español... mucho...-- logró balbucear.
--Français? English?
--English,..yes...
I de talk English... fine...
Su inglés pidgin le servía lo suficiente para entenderse. El médico se
acercó ahora a él y ensayó su mejor pronunciación.
--¿
Dónde vives?, ¿dónde está tu casa?-- le preguntó en inglés.
Intentó
recordar el nombre de la calle pero había una gran confusión en su mente. Lo
había oído hacía meses pero su sentido de la orientación se alimentaba de imágenes
visuales. Siempre volvía a casa contando las bocacalles y fijándose en los árboles
plantados en las aceras. Era difícil explicar ahora tantos detalles.
--No
sé... No recuerdo bien...-- respondió entrecortadamente.
--¿Llevas
contigo algún documento,... permiso de residencia, pasaporte...?
Nsom
sacudió su cabeza.
--¿Tienes
familia aquí,... o algunos amigos?
Por
primera vez se dio cuenta de su vulnerabilidad legal y sintió miedo de que su
amigo Nchoyi también pudiera ser descubierto por la policía. No tenían
permiso de residencia. Habían vivido varios meses con el miedo en el cuerpo.
Nchoyi conocía mejor el español por haber trabajado en una explotación
forestal en Guinea Ecuatorial y había sido él quien había ideado la venida a
España en un barco maderero. Nchoyi era como una sombra. Podía moverse con
facilidad por la ciudad y escabullirse a la vista del primer policía, mas si él
lo delataba podía ser repatriado y eso significaría la pérdida de todo. Habían
gastado mucho dinero sobornando a un marinero para que los ocultara en un barco
que descargaba madera en la costa de Levante. Ser descubiertos ahora supondría
el fin de sus sueños, la pobreza para sus familias y la deshonra que acompaña
a todo hombre que marcha a cazar y vuelve con las manos vacías.
El
médico observó el miedo en sus ojos junto con el deseo entremezclado de tener
cerca a su amigo y, a la vez, de no delatarlo. Le cogió la mano e intentó de
nuevo obtener algo más de información.
-
Escucha, yo necesito a alguien que pueda ayudarnos a decidir, alguien que nos
ponga en contacto con tu familia. Yo no soy un policía. Soy un médico. Estoy
intentando ayudarte.
Nsom
no pudo reprimir las lágrimas. Sí, quería estar cerca de Nchoyi. De todas
formas --se consoló-- aunque dijera su nombre no podrían encontrarlo. Aquella
era una ciudad grande donde nadie les conocía.
--Vivo
aquí con un amigo... Se llama Nchoyi...
Todo
empezó a nublarse en su cabeza y perdió el conocimiento.
No
supo ni dónde estaba, ni cuanto tiempo hacía que le habían traído a este
lugar, ni porqué le dolía todo el cuerpo y se encontraba casi paralizado.
Cuando la vista se le fue aclarando se vio rodeado de aparatos extraños, tubos
que le invadían, ruidos apagados de otros seres humanos que se quejaban o
respiraban jadeantes a su alrededor. Nsom se sintió formando parte de un mundo
donde, de repente, el color de la piel había perdido su importancia y donde
todos luchaban por aferrarse, como él, a una vida que les era preciosa a pesar
de sus penas.
Nsom
empezó a recordar a la banda de jóvenes persiguiéndole, el accidente, las
luces y los aullidos estridentes de las sirenas. Se sintió solo en aquella
habitación llena de pantallas y ruidos mecánicos e impersonales y tuvo miedo,
un miedo que le subía desde el vientre y le estrujaba el corazón. Era miedo a
la muerte, sí, pero, más aún,
miedo
a morir rodeado de gente y, a la vez, en la más completa soledad, lejos de los
suyos. Cerró de nuevo los ojos y se dejó llevar de la consciencia especial que
se apoderaba poco a poco de su mente. Bajo sus párpados empezó a dibujarse su
vida, escena a escena, jalón a jalón, lentamente, en colores vivos y cercanos,
y se estremeció.
El
recinto familiar donde nació y creció, compuesto por cuatro casas de adobe que
servían de vivienda a su padre y a sus tres esposas, seguía allí, dentro de
él. Se vio de nuevo pequeño y fuerte, con el cuerpo al sol, afilando las
flechas con las que iba a cazar monos y ratas de monte con sus hermanos y su
amigo Nchoyi. Volvió a ver aquella cacería de niños con deseo de ser adultos
famosos y admirados por la gente del poblado, dignos de llevar una pluma roja en
el gorro por haber cazado un leopardo. Pero nunca cazaron más que monos, pequeños
antílopes y ratas de monte. Hacía años, quizá siglos, que no quedaban
leopardos en la aldea y aquellos terminaron siendo poco más que personajes de
leyenda para amenizar las largas noches junto al fuego y fantasmas para
amedrentar a los niños. El había asustado muchas veces a otros niños rugiendo
entre la maleza cercana al arroyo donde se iba a buscar agua y había rugido
como un leopardo al clavar con su lanza a un viejo mono que imploraba clemencia
con" lastimeros gruñidos al verse atrapado por los cuatro niños
cazadores. .Ahora se sentía igual que aquel mono, abatido, tembloroso, a merced
de desconocidos de quienes dependía ahora su vida.
Ngelah
estaba ahora lejos, muy lejos. Podía sentir su cuerpo, su olor, sus miradas
apasionadas en las noches de amor, su manera de ser cariñosa preparando guisos
especiales o hablándole de lo fuerte que él era. Se hablan conocido en el
mercado de la aldea cercana, poco antes de que él marchara a la gran ciudad. El
llevaba unas ratas de monte a vender y ella estaba ofreciendo nueces de kola
entre el barullo multicolor del día de mercado. Era una adolescente apenas,
pero le llamó la atención sus pechos firmes y proporcionados, su risa
bulliciosa que dejaba ver un gran hueco entre los incisivos superiores y su pelo
trenzado en pequeñas coletas que salían en todas las direcciones. Quizá no
volvería a verla nunca más. Este pensamiento
aumentó
su dolor y le hizo unirse a los gemidos de otros pacientes que, como él,
esperaban atención urgente.
De
niño le habían hablado de la muerte como de un viaje al país donde habitan
los antepasados, aquellos que nos habían precedido. Recordó su primer contacto
con la muerte. Su abuela Ngeche había vivido hasta muy avanzada edad. El la había
visto apagarse como una llama tras muchos días de respirar más y más
lentamente. Nunca había visto a un animal aguantar tanto dolor, y eso le dio aún
más orgullo por ser humano. Había asistido a su entierro entre mujeres histéricas
que se tiraban de los pelos y se cubrían de ceniza para manifestar el duelo públicamente.
Había danzando con los yuyús alrededor de su tumba y se había sentido mareado
al beber vino de palma que los amigos de su padre habían aportado al funeral,
vinos fermentados de varios días, traídos en la cabeza desde valles lejanos,
que se servían a todos los que llegaban al recinto patriarcal para condolerse
con la familia y congraciarse con el espíritu de la muerta. Recordó también
la muerte de un hermanastro que se quedó como dormido al sol buscando el calor
que le aliviara la tiritona de las fiebres palúdicas y a quien enterraron en
una simple parihuela de rafia, sin exequias ni honras ni disparos de
mosquetones, para no llamar demasiado la atención del poblado y preservar así
las escasas reservas de maíz, endémicamente insuficientes para alimentar a tan
gran familia, hasta la llegada de la nueva cosecha en la estación de las
lluvias. Luego se acordó de su tío, a quien vio morir de la infección de una
picadura de mamba negra, y se sintió él mismo cerca de la muerte, lleno de
tubos, a miles de kilómetros de su casa, de sus hijos, de su mujer y de los
ritos y cantos que preparan al alma para el viaje final y sirven, como una
bebida fuerte de mimbo fermentado, para quitar el miedo.
Quiso
rezar, pero hacía años que no había dicho sus oraciones al acostarse, tal
como le había enseñado el catequista de la aldea, y las palabras de los rezos
se le mezclaban. A sus doce años había entrado entusiasmado en las clases de
doctrina y había recibido el bautismo y la primera comunión en una brillante
mañana de Pascua, fresca y endulzada por el aroma de las flores que brotaban
con las primeras lluvias.
Cuando
"El hombre blanco de Dios", como llamaban al Padre Geert, un misionero
holandés que visitaba el poblado cada tres meses, le preguntó su nombre el
respondió "Daniel". Le gustaba este nombre porque el catequista les
había leído historias de la Biblia donde se decía que el joven profeta había
sobrevivido al cautiverio en una prisión ocupada por feroces leones. Como buen
cazador, había querido ser tan valiente como Daniel y llevar su nombre. Pero
aquella fe sencilla de la infancia, en parte admiración por una liturgia extraña
y mágica, en parte deseo de llegar algún día a tener una motocicleta como la
del Padre Geert, se había agostado un poco en la gran ciudad portuaria de su país,
donde tuvo que emigrar cuando empezó a escasear la caza. Más tarde, al llegar
al país del hombre blanco, se había sentido marginado por la misma Iglesia que
enviaba misioneros a su poblado. Había querido entrar dos veces en el gran
templo y se lo habían prohibido por llevar consigo su mercancía ambulante. Era
un situación patética. Muchos de los otros africanos eran musulmanes y no
compartían con él la fe. Los blancos eran cristianos, pero ninguno le había
invitado hasta ahora a entrar en su iglesia ni le había preguntado su nombre.
Se sentía un perfecto extranjero, menospreciado por su religión por sus
hermanos de raza e ignorado por su color por sus hermanos de fe.
Aún
con todo, Dios estaba allí. Nsom lo sentía cercano y cálido como las caricia
del sol en la mañanas de las estaciones secas de su infancia, cuando iba
tiritando hacia la huerta junto a su madre llevando en la cabeza una cesta de
rafia llena de raíces de yuca, ñame y yautía que ella plantaba luego sobre
grandes caballones. Sí, Dios estaba allí, aunque fuera un Dios sin rostro
definido.
Pero
Dios era también un ser justo que examina los corazones de cada ser humano como
el viejo Tasah buscaba en las entrañas de los gallos las razones por las que
una familia tenía mala suerte o el porqué había muerto un joven de un
accidente. Y ahora que presentía cercana la hora de su muerte era necesario
limpiar su corazón de toda impureza.
No
encontró rencor en su corazón contra los jóvenes violentos y racistas que le
habían llevado a este accidente. "Todo ocurre en la vida por una razón
que no es la obvia", decía el viejo Tasah. Sí, aquellos chicos habían
llegado a su vida para que otra cosa pudiera ocurrir. Todo eso era ahora
invisible, pero un día él entendería su significado. Como buen cazador sabía
que no todo era destreza para disparar y astucia para burlar la trampa; existía
la suerte, el destino, el día concreto en que uno cae en las manos del cazador
o en las garras y pezuñas del animal. Y aquél era su día.
En
aquella tierra extraña y lejana donde nada le hablaba de Dios, Nsom necesitó
pedir perdón y comer la sal de la reconciliación con algunas personas a las
que había ofendido durante su vida. Pero, ¿cómo hacerlo? Estaban tan
inmensamente lejos en la distancia y el tiempo que se le antojaban como
elementos de una antigua vida que no tenía nada que ver con su situación
presente.
Su
pecado principal se le hizo patente. Había un niño que estaba creciendo sin
padre porque él no había querido admitir ante el consejo de los ancianos en la
"casa de la palabra" que había sido él quien, borracho y excitado,
se había revolcado sobre el maíz joven con aquella muchacha cuyo nombre le era
ahora demasiado doloroso de pronunciar. Ocurrió el día en el que celebraban la
entronización del nuevo jefe de la tribu. Había danzado en la plaza de las
grandes asambleas con Nchoyi y los demás jóvenes de su colina y les habían
dado fufú, nyama-nyama con carne de antílope y muchas calabazas de vino
de palma para que las repartieran entre todos. La borrachera le había hecho
sentirse bravo y excitado como un gran cebú en la estación del celo y se había
fijado en esta joven de piel aceitada que brillaba a la luz de la luna llena.
Dos años más tarde ella logró casarse como segunda esposa de un funcionario
nacional y el niño quedó al cuidado de la abuela, que vivía en un ranchito
pobre de una colina con malos accesos. Al saberlo, Nsom decidió que debía
reconocer su paternidad y dar al niño mejores oportunidades de ir a la escuela.
Antes de casarse le habló a Ngelah de aquel incidente y de su deseo de hacerse
cargo de su hijo. Ella había accedido a recogerlo en casa pero nunca tuvieron
el dinero para comprar las diez calabazas de cerveza de maíz y las tres cabras
que necesitaban para presentarse a los tíos del niño y reclamarlo. El recuerdo
de esta deuda moral le laceraba ahora como una mordedura de serpiente.
Oyó
el sonido de un interruptor cercano. Abrió los ojos y se dejó inundar por la
luz blanca y penetrante de las lámparas halógenas. Una enfermera preparaba una
inyección con una ampolla de líquido amarillo. En un segundo plano, varios médicos
vestidos de verde discutían entre sí, mirándole de vez en cuando. Se notaba
la tensión en el grupo. El que parecía más importante se le acercó y empezó
a hablarle en su mejor inglés.
--Dan,
somos los médicos que vamos a cuidarle. Tenemos que operarle urgentemente.
Tiene varios huesos rotos y ha perdido mucha sangre. Vamos a hacer las cosas lo
mejor posible.
Nsom
asintió con la cabeza. El médico le hizo un gesto a la enfermera y ésta empezó
a inyectar el líquido amarillo en la la goma del gotero. Nsom se sintió
reconfortado porque, por primera vez desde su llegada al país del hombre
blanco, alguien le había llamado por su nombre y le había hablado como un
hermano. Cerró los ojos y se dejó abandonar al sopor del sedante.
Apenas
habían pasado unos segundos cuando alguien le tocó la mano. Abrió los ojos y
no pudo dar crédito a lo que veía. Su voz salió entrecortada y dolorosa y la
pequeña sala se llenó de un lenguaje que sólo dos personas entendían pero
que resonaba en los oídos de los demás como una música exótica y amable.
--Nchoyi,...
¿qué haces... aquí,... amigo? ¿Cómo... lograron dar... contigo?
--Diste
mi nombre a un médico y la radio empezó a pedir que si alguien veía a un
negro le preguntara si se llamaba Nchoyi y le dijera que su amigo estaba en el
hospital. Y aquí estoy, hermano.
--Pero,...
¡pueden deportarte!
--Oh,
no pienses ahora en ello. Lo que más importa es cómo te encuentras tú. ¿Qué
tal estás?
--Estoy
mal,... muy mal. Me han dicho... que tienen... que operarme... inmediatamente...
No sé... si saldré de ésta,... pero me alegro... que estés aquí. Tu
presencia... me hace... sentir... menos solo... y me da... valor.
-
¡Si, Nsom, saldrás de ésta! ¡Yo estaré contigo aquí, no te preocupes! ¡Claro
que sí! Hemos venido a este país para mejorar nuestras vidas, no para
encontrar la muerte! ¡Sé fuerte, amigo...!
-
Nchoyi,... si muero,... quiero que mandes... mi dinero... a Ngelah... No es
mucho,... pero es suficiente... para que ella... traiga a Zamah... a casa. Ella
es... una buena madre... Cuidará de él...
Luchaba
por hablar, pero el sedante había empezado a hacer efecto. Miró fijamente a
Nchoyi, cuyos ojos se llenaban de lágrimas silenciosas. Sólo lo había visto
llorar una vez, durante la ceremonia de la circuncisión, cuando ambos entraron
en la pubertad. Nchoyi nunca había querido admitir que hubiera llorado pues eso
era un gesto de debilidad impropio de un buen guerrero. Ahora, sin embargo, sus
lágrimas fluían libremente y ungían a Nsom llenándolo de una extraña paz.
Volver
al sumario del Nº 2
Volver a Principal de
Discípulos
|