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Reflexión - Nº 2 - Septiembre 2000

  "En esto conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

             
Juan 13, 35

Los parias de la tierra, del mar y del aire

Carlos Díaz
Instituto Emmanuel Mounier

¿Qué tendrán individuos y pueblos para gozar inhumanizando y expoliando a los demás, para echarlos fuera, para barbarizarlos, para arrojarlos monte abajo, mar a dentro, siempre hacia la deriva y la intemperie?

       Un mal ejemplo, entre miles y miles de ellos: «El Japón fue el país que vio nacer a Amateratsu, diosa del sol, lo que prueba su superioridad sobre los demás países. La diosa, tras haber dotado a su nieto Ninigi-no mikoto de los tres tesoros sagrados, le proclamó soberano del Japón para todos los tiempos. Sus descendientes continuarán gobernándolo mientras duren el cielo y la tierra. Investido de esta autoridad total, todos los dioses del cielo y todos los humanos se le sometieron, con excepción de algunos miserables, que fueron prontamente sometidos. Hasta el fin de los tiempos, todo mikado es hijo de la diosa» (Motoori Norinaga, 1730-1801). Luego, los libros de texto de las escuelas hicieron el resto, y a eso se le viene llamando todavía hoy en Japón «formación del espíritu nacional». Lo mismo que en Euskadi, exactamente igual que en México, lo mismo que en todos los lugares donde el «espíritu» se nacionaliza (¿por qué no se nacionalizarán con la misma facilidad los bancos, los dineros, los honores?). 

       De esta barbarización no se libraron ni se libran los pensadores de ayer ni los de hoy. Desde Platón y Aristóteles, la miserable salmodia continúa. Pues ¿qué dice en realidad, detrás de su ininteligible jerga siempre celebrada por los curriculistas, el muy ilustre filósofo germano Martin Heidegger, hoy en las cimas académicas? Dice así: «La palabra es el acontecer de lo sagrado. Esta palabra aún no oída está conservada en la lengua de los alemanes»

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¿Qué tendrán individuos y pueblos para gozar inhumanizando y expoliando a los demás..?
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       ¿Y qué escribía ayer Ramiro de Maeztu en su célebre Defensa de la Hispanidad? Escribía exactamente estas palabras: «El mundo no ha concebido ideal más elevado que el de la hispanidad». ¿Y qué proclamaba nada menos que el bueno de don Antonio Machado en su Juan de Mairena? Muy a pesar nuestro, que tanto le estimamos, proclamaba lo siguiente: «De aquellos que se dicen ser gallegos, catalanes, vascos, extremeños, castellanos, etc, antes que españoles, desconfiad siempre. Suelen ser españoles incompletos, insuficientes, de quienes nada grande puede esperarse».

        ¿Y qué aquel otro don Miguel de Unamuno, el heterodoxo de tantas cosas? Pues esto otro, ni más ni menos: «Adiós, mi Dios, el de mi España,/ adiós mi España, la de mi Dios,/ se me ha arrancado de viva entraña/ la fe que os hizo cuna a los dos». «La agonía de mi España es la agonía de mi cristianismo».

       Y, claro, luego viene lo que viene. Ese oscuro personaje de nombre Federico Krutwig Sagredo, un ideólogo que influyó en el movimiento nacionalista vasco, lamentaba que el pueblo vasco fuera católico, porque tener una religión común con sus vecinos debilita la propia identidad. Habría sido preferible una religión vasca, según él...

La verdad es que la humanidad se termina en las fronteras de mi tribu. Ciertas tribus se autodesignan «los hombres», por oposición a los demás. Como dijera Rousseau, el día en que alguien rodeó su terreno de una cerca y puso el cartel de «propiedad privada» inauguró la xenofobia, el racismo, y la jibarización de los recursos humanos.

       Por eso vienen a continuación las pateras, los balseros, los espaldas mojadas, los niños esclavos, los campos de exterminio, los lugares de segregación, la explotación del hombre por el hombre, y tantas y tantas barbaridades e iniquidades en nombre de un yo sin un tú, que a fuerza de expulsar al tú lo ha convertido en él, y a fuerza de convertirlo en él ha terminando haciendo de dicho «él» un mero «ello», una cosa, un oscuro objeto de deseo, de apropiación indiferenciadora y de indiferencia destitutiva. ¿Hasta cuándo esta tristeza de los pronombres, que acaban con el nombre para hacer de él un anónimo más?

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Por eso vienen a continuación las pateras, los balseros, los espaldas mojadas, los niños esclavos, los campos de exterminio...
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       ¿Qué pasa con nosotros, pero dónde los hombres? Sin embargo, cuando los ciervos tienen que cruzar un río, se organizan de tal forma, que cada uno de ellos lleva sobre su espalda la cabeza del que le sigue, mientras él reposa su cabeza sobre la espalda del que le precede. Y, como el primero no tiene a nadie delante sobre el que reposar su cabeza, su puesto es ocupado por turnos, de tal manera que, después de un rato, el segundo pasa a primero y el primero a último. Así, sobrellevándose y ayudándose mutuamente, son capaces de cruzar sin peligro anchos ríos y hasta brazos de mar, hasta llegar a la estabilidad de la tierra firme. Es así como los ciervos nos dan lecciones a los humanos.

       Dicho de otro modo, la historia del reino animal está llena de gestos solidarios, pero no siempre de la historia humana puede decirse lo mismo. ¿Dónde está la humano, dónde lo inhumano?

       Por suerte, sin embargo, en la especie humana no faltan ni faltarán los ejemplos de humanidad e incluso de heroicidad. Si todos los ciervos son iguales en su instinto de apoyo mutuo, no todos los humanos son iguales, hay entre ellos enormes diferencias, y junto a los peores están aquellos cuyo eximio ejemplo salva y redime a los peores, aquellos cuya libertad se hace solidaria, gesto que ayuda a subir al otro a la propia barca. Maravilla de ser humano, sí, en el que todo es posible, pero donde al fin y al cabo, mirando a los mejores, puede decirse a la caída de la tarde que hay en ese mismo ser humano más cosas dignas de admiración que de desprecio, que sólo se posee lo que se regala, y que da más fuerza sentirse amado que creerse fuerte. Ha merecido la pena.

       Y entonces la historia comienza una mañana más a irradiar sus primeros signos de luz y a perfumarse con los primeros olores de las flores, con las primeras miradas de mi hija Esperanza, siempre niña...  

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