Hermano,
amigo y querido Papa Juan,
peregrino de la tierra
y ciudadano feliz del cielo:
Nos alegra mucho
que la Iglesia entera recuerde tu vida,
y la celebre gozosa y comprometidamente.
Hijo de Maria Anna y Giovanni,
campesinos pobres,
hiciste siempre gala de tu origen,
donde, como en ninguna otra parte,
aprendiste la bondad, la sencillez, la honradez,
la hospitalidad, el sacrificio, la entrega, la humildad.
Ya nunca te apartaste del recto sendero,
abierto por otro campesino, pobre como tú.
Tú fuiste pobre, elegiste ser pobre
y juraste no ser nunca rico.
De ahí, tu horror a la ostentación,
la vanidad y el poderío:
«Yo -repetías- no soy más que un hombre,
igual que todos vosotros».
Lo mismo que Pedro, tu antecesor, que,
al llegar a la casa de Cornelio
y verle postrado en tierra, le dijo:
“Levántate, que yo
no soy más que un hombre, como tú”.
Por eso, la curia, los maquiavelos o distinguidos
diplomáticos de la curia, no te entendieron:
te miraron con pena, casi con desprecio.
Pero, tú tenías siempre
a la vista, y en el corazón,
la cuna de tu pueblo y la de Belén.
Y, desde ese origen, te resultó desdeñable
la sabiduría de la política y de la diplomacia,
que suele discurrir por entre pliegue
de oportunismo, doblez e hipocresía.
Tú eras, simplemente, un hombre de la tierra,
que ha visto nacer a todos los seres humanos,
de una punta a otra, con su amalgama inmensa
de razas, creencias, ideologías y costumbres:
todos de la misma especie,
hermanos, hijos de un mismo Dios Padre,
con la misma dignidad y los mismos derechos.
Los pudiste ver y tratar
a lo largo y lo ancho de la geografía,
como campesino, sacerdote, obispo,
visitador apostólico, nuncio, patriarca y papa.
Era el único mundo humano,
el mundo de Dios,
salido amorosamente de sus manos.
Pero, tú los viste, demasiadas veces,
divididos, enfrentados, en guerra,
anegados en infinitos e inútiles sufrimientos,
por causa de fascismos o falsos nacionalismos.
Las estrellas de tu vida fueron:
justicia, fraternidad, concordia, paz, unidad. |
Siempre el amor a las personas en primer plano,
fueran quienes fuesen.
Lo primero servir, nunca mandar,
la misericordia por encima de la severidad,
la comprensión contra la intolerancia,
integrar antes que excluir,
ceder, no exigir,
confiar y dialogar,
dialogar siempre.
Y, al interior de tu Iglesia,
acabar con la desconfianza,
el aislamiento, la prepotencia
y la intransigencia,
ponerse a caminar
entre los humanos sencillamente,
como quien sirve y no como quien domina.
Fue tu luz final, un toque de lo alto, el concilio Vaticano II,
que te permitió sacudir, rejuvenecer,
liberar y llenar de esperanza a la Iglesia universal.
Celebramos tu vida y tu mensaje,
tu apertura y optimismo,
tu magnanimidad frente a las incomprensiones,
tu audacia para leer
los signos de Dios en la historia,
tu fidelidad al Evangelio de los pobres.
Sabemos que nos acompañas,
que colaboras con Dios en la marcha de la historia.
Tienes que ,seguir solícito y vigilante,
-desde la comunión de los santos-,
para que intereses egoístas y vanos
desaparezcan de tu Iglesia y sea,
corno lo hizo y deseó su Maestro,
servidora de la verdad,
amante de la justicia,
madre de los pobres.
Esta es nuestra plegaria:
que sepamos seguir como tú,
el camino del amor,
sobre todo por los más pobres,
de la sencillez, de la justicia,
del diálogo, de la concordia, de la paz.
Que nos ayudemos,
bajo el ejemplo de tu vida,
a leer bien el Evangelio,
a seguirlo llanamente,
como suelen hacerlo los humildes y pequeños.
Que sepamos relativizar,
con aquel tu sano humor,
lo que no es más que relativo,
que es casi todo,
y enaltecer lo que acaso sólo sea absoluto:
el amor.
Benjamín Forcano
bforcanoc@nexo.es
Madrid, 3 de septiembre de 2000
Beatificación del Papa Juan XXIII
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