20 - Mayo, 2003. Comprensión         

 

MEDIO

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TÍTULAR

AUTOR

Sal Terrae

05/03

LA FAMILIA, LUGAR DE TRANSMISIÓN DE LA FE

Mari Patxi Ayerra

Reinado Social

05/03

LA PAZ Y LA PASCUA

Mercedes Navarro

Boletín Salesiano

05/03

NOS MOLESTA LO DIFERENTE

Siro López

Misión Joven

05/03

UNA MIRADA A SIETE ICONOS FEMENINOS DEL EVANGELIO

Dolores Aleixandre

ECLESALIA

01/05/03

ENTREVISTA A GUSTAVO GUTIÉRREZ

ADITAL

ABC

05/05/03

EL SILENCIOSO GRITO DE LOS SANTOS

Pedro Miguel Lamet

ECLESALIA

09/05/03

COMPRENDER LA RESURRECCIÓN HOY

Andrés Torres Queiruga

ECLESALIA

13/05/03

EL GRITO DE LA TEOLOGÍA

José Ignacio Calleja

ECLESALIA

14/05/03

POR LA MUERTE A LA VIDA

Benjamín Forcano

ECLESALIA

19/05/03

MEA (NOSTRA) CULPA. INFORMACIÓN RELIGIOSA E IGLESIA

Jesús Bastante

Diario de Navarra

21/05/03

LA DEVOCIÓN AL PAPA

Casiano Floristán

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Sal Terrae, Nº 1.067, mayo de 2003

LA FAMILIA, LUGAR DE TRANSMISIÓN DE LA FE

MARI PATXI AYERRA, animadora socio-cultural

MADRID.

Asusta el silencio y asusta la celebración

Vivimos tiempos de poco silencio, asusta la espiritualidad, y andamos siempre en la superficialidad de las cosas y de las relaciones. Se reflexiona poco, se vive el presente para disfrutarlo, y también se vive mucho para tener, en vez de ser. Los nuevos ídolos como el trabajo, el dinero y el éxito han apagado esa necesidad del ser humano de construir la propia historia personal, y eso nos distrae también del encuentro sosegado con Dios. Se dejan las cosas religiosas para momentos puntuales en los que la gente celebra una boda, asiste a un bautizo o a un funeral, y luego comenta la celebración o la liturgia de la misma manera que se puede comentar la película al salir del cine.

Pero, si uno sabe abrirse al silencio, acaba por recibir una respuesta. Ésta sobreviene como un estado interior distinto del que se tiene habitualmente. Se trata de una alegría interior, una paz profunda y una gran libertad que le hace a uno sentir que hay Alguien que acompaña su vida.

Igualmente necesitamos espacios para compartir nuestros proyectos personales y celebrar juntos lo cotidiano y lo especial. Hay que buscar momentos de familia, fechas especiales, crear hábitos o tradiciones de ocio, espirituales o solidarias. Contar las dudas y tentaciones que se tienen de abandonar el propio proyecto personal y las ofertas seductoras que se reciben. La familia se fortalece y se hace bloque común al compartir los mismos valores y estilo de vida. Las alegrías y las dificultades que conlleva la vida de toda persona se hacen más fáciles cuando son compartidas y celebradas, es decir, contando con la presencia de Dios en nosotros en los buenos y en los malos momentos.

Ahí es donde creo yo que hay que utilizar toda la capacidad pastoral creativa, cercana y contagiosa, para aprovechar esa asistencia social a una celebración o la preparación de una liturgia, para entusiasmar con la vivencia de Dios y ofrecerla como proyecto de liberación ilusionante que ayude a borrar imágenes caducas y renovar el encuentro con el Señor o el deseo de buscarlo.

He asistido a celebraciones vivas, cálidas, proféticas, que han tocado el corazón de los alejados, que quizá acudían sólo por cumplir. Aplaudo a tanta gente que se toma mucho interés en preparar la celebración y los símbolos que faciliten la participación, que presentan a un Dios cercano y liberador. Creo que el reclamo de los jóvenes va por ahí.

Hemos de actualizarnos en estos tiempos que corren y saber utilizar los avances de la técnica y los medios de comunicación de forma agradable y atrayente. Y como los hijos de las tinieblas son más sagaces que los de la luz, a la hora de utilizar los medios de comunicación hemos de ser profetas del siglo xxi e inventar formas nuevas de responder a la pregunta quién es Dios y anunciarla y anunciarlo, de celebrar y compartir la experiencia de Dios que llena de sentido al que la vive.

No es que se me haya escapado el tema de que es la familia la que transmite la fe, sino que estoy dando marcha atrás para ver quién forma a esa familia, quién le aporta recursos para que lo haga bien, quién la ayuda a hacerse adulta, a vivir una fe viva, pues en el fondo también la familia está tocada del cambio de valores de la sociedad.

La familia, primera comunidad creyente

Creer es adoptar una forma de vivir; y como a vivir se aprende en los primeros años y en familia, es ahí donde la persona vive la primera comunidad creyente. En ella se transmite a los hijos que Dios está con ellos, en su rincón secreto, en el trabajo y en el cansancio, en la alegría, en el dolor, en los éxitos y en los fracasos. Se les contagia la capacidad de encontrarlo en soledad y entre la multitud y se les impulsa a comprometerse en facilitar la vida a los otros y en construir el Reino de Dios, ese estilo de vida en el que todos seamos felices.

En la familia es donde se adquiere el hábito de los pequeños gestos de amor y de ternura, los sacrificios que benefician al otro, las generosidades y el compartir. También en la vida familiar se aprende a cuidar, ya desde muy niño, a reír, a trabajar y a descansar. Tienen que saber los niños que Dios es el impulso que nos lanza hacia los demás y nos convierte en un permanente regalo.

La base de la familia es el amor; se vive en familia para ayudar a que todos cumplan, a que cada uno sea él mismo y pueda cubrir sus necesidades básicas. Cuando todos tienen cubiertas sus necesidades físicas, de vivienda, vestido, alimento y descanso, hay que ocuparse también de las necesidades mentales de cada persona que son:

Amar y ser amado: Que se sienta querido y aprenda a decir el cariño. También la comunicación con Dios es una historia afectiva que, cuando se expresa y se celebra, alegra el corazón y dinamiza la vida de la familia. Hablar a los niños del amor de Dios les da seguridad; rezar por otras personas les contagia fraternidad; compartir les enseña solidaridad y justicia; acostarles explicándoles que Dios está dentro de ellos y les envuelve con su amor les sana de todos sus miedos y les alegra el corazón, al sentirse personas habitadas. Dar gracias a Dios por ellos aumenta su autoestima y seguridad para la vida. Saberse amados por Dios les ayuda a gozar del abandono en Él. A los adultos nos ocurre lo mismo que a los niños en relación con Dios: cuando lo compartimos con otros, nos fortalecemos en la fe y en la lucha por la justicia y la construcción del Reino de Dios, y la familia posee en sí misma capacidades para sanar a todos.

Ser válidos: Valorar unos y otros el trabajo de los demás, agradecer los detalles, expresarlo con frecuencia y, desde muy niños, enseñarles que todos somos valiosos en la vida familiar, ya que todos aportamos algo, sea material, afectivo, relacional... Cada cual tiene su papel en ese engranaje que es la familia, y hay que explicitarlo para que unos y otros, en las diferentes edades que se comparten en el hogar, saquen lo mejor de sí mismos para aportar a la vida familiar y, desde allí, al mundo exterior. La vida familiar es una fuente de seguridad y autoestima o puede llegar a ser todo lo contrario, si no se valora lo que cada uno es en sí mismo y aporta al común. Y como estamos en el tema religioso, hay que agradecer al que ha provocado una oración o una participación en algún acto solidario, o bien ha hecho que todos recordáramos en la oración algo o a alguien. Muchos compromisos sociales familiares han llegado a la familia por unos hijos a los que el evangelio ha impulsado a comprometerse. Eso hace sentirse válidos a unos y a otros, al vivir la justicia y la construcción del Reino de Dios.

Ser autónomos: El valor de la autonomía, es decir, el que la familia promueva la independencia de sus miembros, es una cualidad importante que sana a los individuos. Somos seres en relación, hemos nacido para el encuentro; pero también cada cual es un ser único e irrepetible, que la familia tiene que potenciar. Cuando «de un clan salen clones», es mala señal. La familia debe impulsar la diferencia y vivirla como enriquecimiento. Cada uno nace con unas cualidades, unos carismas o unos valores. La familia ayudará a que ese miembro crezca y se desarrolle, y también a que viva su propio proceso vital y espiritual, que no tiene por qué ser igual al de los demás.

Pertenecer: Necesitamos sentir que pertenecemos a los nuestros, que nos echan de menos, que somos parte de su vida, de una cultura y de una forma de vivir. Pero también la vida familiar nos ayuda a pertenecer a grupos que nos relacionan con otras personas, nos socializan y nos complementan. La pertenencia a la iglesia, al grupo de amigos, al colegio o a la parroquia nos enriquece como personas. Rezando junta, la familia construye un entramado sutil de relación que hace sentir un impulso de vida y cercanía, así como de envío a ser buena noticia, a vivir cada uno su misión, a salir a contarlo a otros. Cuando en la vida espiritual la familia se pide perdón, se sanean las relaciones y se fortalecen los vínculos. Se me olvida el humor. El reírse juntos en la vida familiar es de las cosas que más sanan. Hay que tomarse a uno mismo menos en serio, bromear con los propios defectos e incongruencias y, así, dejarse cuestionar por los otros, sin susceptibilidades ni malos humores.

Y otro sentido de pertenencia que tenemos los creyentes es que formamos parte de la iglesia, la gran familia de los hijos de Dios, y que, además, no podemos vivir en comunión íntima con Jesús sin ser enviados a nuestros hermanos que pertenecen a esa misma humanidad, a esa familia que Jesús aceptó como suya y que es obligación de todos hacerla mensajera de liberación para el ser humano y oferta de compromiso por la justicia para todos los cristianos.

Sin duda, cuando una pareja siente que Dios forma parte de su amor, se les nota, lo expresan y lo transmiten a los hijos, y éstos sienten que viven siempre acompañados, que se reza, se bendice, se comenta, se cuestiona y se celebra la vida. Y en muchos casos estos padres jóvenes han tenido un encuentro con Dios ya en su niñez, en una familia religiosa. Además, el vivir la fe les mantiene en unos valores y un talante solidario, comunicativo y fraterno, que les impulsa a crear el reino de Dios aquí y ahora, viviendo en solidaridad y justicia. Y si también tienen la suerte de tener una comunidad con la que compartir su vida, su fe y su compromiso posterior, será un impulso para crecer juntos, aun conservando cada cual su propio estilo personal y único.

Otra manera de vivir

Cuando una familia vive una auténtica relación con Dios, una fe que impulsa su vida, se siente invitada a otro estilo de vida que se le irá notando en su libertad. No necesitarán tantas cosas como las demás personas, y su talante será más desprendido. Su casa estará más abierta, estarán más dispuestos a compartir todo lo que tienen y son. Su manera de invitar será sencilla y acogedora. A la hora de elegir su ropa, se sentirán menos manejados por las modas y más libres para reutilizar y cuidar lo que usan, para que les sirva a otros. Y lo mismo ocurrirá con sus libros y material escolar, que lo cuidarán para compartirlo y llegue a otros en el mejor estado posible. No se estancarán en la rutina de la vida, de las relaciones ni de su relación con Dios, sino que unos a otros se mantendrán despiertos e ilusionados, abiertos y atentos a Dios y a los hermanos.

Y como saben que Dios nos ha creado para la felicidad y la plenitud, y su deseo es que seamos ese ser único que estamos llamados a ser, que desarrollemos todas nuestras capacidades, se ayudan unos a otros a «cumplirse», a ser lo mejor posibles. Así se dinamizarán hacia la plenitud y la felicidad, que es Dios. Al tener una escala de valores diferente, cubrirán sus necesidades básicas, pero desearán menos cosas y podrán trabajar menos horas para tener más tiempo para «hacer familia» y para comprometerse en la mejora de la sociedad. En estas familias impulsadas a amar al estilo de Jesús, se dirán el cariño entre unos y otros, lo que favorecerá su salud mental, ya que en muchas familias se quieren, pero no saben verbalizarlo.

También las dificultades como la enfermedad, la muerte, el desempleo y otras, vividas y compartidas en la familia, fortalecen la fe y la madurez de todos y cada uno de ellos. Todos ellos se ven diferentes desde una dimensión religiosa, que ayuda, no a pedir a Dios que cambien las cosas, sino a que su compañía facilite el vivirlas o anime a una mayor generosidad, sensibilidad y fortaleza.

De estas familias que tienen valores comunes y que hablan la vida brotará la risa y la carcajada, que es el síntoma de la gente feliz; disfrutarán al estar juntos y tendrán cuidado de que todos ellos tengan también tiempo y espacio para su intimidad. La oración será un alimento fuerte para todos y cada uno de ellos, lo que les enviará a ser buena noticia allá donde estén. Y toda esa fuerza vital que Dios pone en cada uno de nosotros, sumada así en familia, parece que, en vez de sumarse, lo que hace es multiplicarse... Quizás estoy siendo demasiado optimista... ¿o serán mis sueños los que me hacen escribir todo esto?

Despertar la fe en mis hijos

Si al término de mis días hubiera conseguido que mis hijos vivieran con su fe despierta, es decir, gozando de una relación habitual con Dios, podría decir que habría logrado la mayor ilusión de mi vida. Pero he de reconocer que esto no es nada fácil.

Y esta preocupación la he compartido con cantidad de madres y padres (bueno, más bien madres, ya que, no sé por qué demonios, siempre somos las madres las que ponemos un mayor énfasis en los temas de Dios).

A los hijos intenta uno darles una buena alimentación, pone cuidado en que se tomen el zumo mañanero; del mismo modo, pone interés en transmitirle hábitos de higiene y de orden, y tantas otras cosas necesarias para su mejor calidad de vida. Para mí, de todas las cosas que he intentado dejar a mis hijos como herencia, la primera y principal sería el contagiarles la experiencia de Dios, el que vivieran sabiéndose profundamente amados por Dios y gozaran de esta relación.

Sólo quien tiene hijos puede entender cuánto duele verles alejados de Dios. Después de haber puesto sumo cuidado en presentarles a Dios, en enseñarles que les ha soñado felices, en hacerle compañero de su vida, en su catequesis, en sus celebraciones, llega un día en que tus hijos, esos bandidos que parece que al principio aceptan tus valores, comparten tu oración y sienten, como tú, que Dios Padre los tiene abrazados por detrás y por delante, de pronto se cuestionan a ese Dios, les parece una teoría anticuada, una relación infantil o algo caduco y trasnochado. Da igual que lo digan o no, da igual que expresen lo que sienten o pongan cara de indiferencia escéptica... El caso es que, más tarde o más temprano, los hijos «se borran» de la fe de los padres para encontrar la suya. Y mientras no han abandonado la nuestra, aquella que aceptaron por hábito o por cariño a nosotros, no pueden reelegirla por ellos mismos. Y para apuntarse a algo, primero hay que borrarse. Aunque duela, aunque a los padres nos sangre el alma ver que nuestro hijo vive una temporada de «orfandad espiritual», hay que respetarle su decisión de abandonar nuestra fe para encontrar la suya, ya que su vida no nos pertenece.

La labor catequética de los primeros años creo que es la más importante; a partir de la adolescencia sólo les sirve nuestro hacer, más que nuestra palabra. Esperemos que aquella semilla que plantamos florezca algún día. Yo confieso haber puesto un enorme cuidado en contagiar la fe a nuestros hijos, haber dado mil vueltas hasta encontrar los libros más apetecibles, haber preparado la catequesis con todos los adultos de la comunidad, haber cuidado las celebraciones y mil cosas más. Estoy realmente contenta de algunas de ellas que me gusta compartir, como son el haber vivido convivencias en las que nuestras celebraciones familiares eran algo realmente vital y profundo, de las que salíamos todos fortalecidos en la fe, unidos y comprometidos. Los adultos nos bajábamos a la altura de los pequeños, en momentos, y los pequeños tiraban de nosotros hacia una mayor coherencia y autenticidad. Recuerdo como especiales las celebraciones penitenciales en las que compartíamos nuestros fallos personales y familiares y de las que más de una vez nosotros, los padres, salíamos «trasquilados», pues los hijos se daban perfecta cuenta de nuestras incoherencias o fallos repetidos una y mil veces. El pedirnos perdón unos a otros nos ayudaba a mejorar y a disculparnos mutuamente.

El rezar juntos en momentos especiales o el bendecir la mesa hace que Dios sea una presencia constante en nuestra vida familiar. El poner cuidado en que nadie comience a comer mientras no hayamos rezado, incluso cuando viene alguien invitado y nota el gesto de esperar hasta agradecer a Dios y recordar a los hermanos. También es un momento bonito que nos universaliza el corazón, pues entre unos y otros siempre se trae a la mesa a los hermanos queridos, a los de la última noticia de televisión, a los cercanos y a los lejanos. Y lo que a uno se le olvida se le ocurre al otro, y así la familia nos empuja a todos a la solidaridad, a la fraternidad, a estar al día en lo que pasa cerca y no tan cerca. Hoy nos hace reír ver a un nieto pequeño que dice varias veces amén cuando nos ve recogidos en actitud de recogimiento, para que terminemos de bendecir y empecemos pronto a comer.

Estamos suscritos a una hoja dominical que nos trae cada domingo las lecturas y reflexiones. Es algo que «anda por casa» y ha creado el hábito de su lectura, como la prensa del fin de semana (bueno, algo menos de lo que a mí me gustaría). Nos acerca los textos del domingo, nos ayuda a la reflexión, y cualquiera la puede utilizar con su grupo o sus amigos. Cuando salimos al campo, a mí me encanta «invitarnos» a las reflexiones evangélicas, igual que nos gusta parar en un pueblo cercano a tomar unos torreznos (queda un poco mal la comparación, ¿no?; demasiado prosaica quizás...). De todas formas, cuando los hijos se emancipan y cambian de hogar, les regalamos una suscripción vitalicia a la citada hoja dominical, por si acaso les da amnesia espiritual, y queremos que las cosas de Dios anden por ahí en medio, recordándoles lo esencial de la vida.

Algo que creo que también puede despertar en los hijos el deseo de vivir cerca de Dios es que nos vean orar y que descubran la importancia que tiene en nuestra vida la oración. Me gusta cuando un hijo entra en mi cuarto y ve, o simplemente nota, que estoy en oración, y dice: «Perdón... sigue, que no es importante»; o «te interrumpo un momento...». Saben ellos que mi fuente de energía es Dios, y lo respetan y valoran. De paso, yo siento que estoy compartiendo con ellos lo que más valor tiene en mi vida, mi gran tesoro, el secreto de mi felicidad, lo que me produce el gozo completo.

Estoy convencida de que la fe, como las enfermedades, no las contagia el que más sabe de ellas, sino el que tiene el virus. En las cosas de Dios, no contagia la fe el que más ha estudiado, sino el que tiene la experiencia de comunicación con Él. Por eso hay que contar a los hijos, al tiempo que vivirla, nuestra amistad con Dios, para que ellos la valoren, la descubran y la saboreen.

A veces somos demasiado pudorosos para compartir nuestra amistad con Dios. Hablamos poco de ella, la guardamos en el último hondón del alma, y lo que se manifiesta es poco apetecible. Yo me acuso de ser osada en estos temas, atrevida, incluso poco pudorosa, pues me gusta ir a despertar a un hijo y decirle: «Te invito a la lectura de hoy...», y leerle un poco o compartir con él la idea principal del evangelio. Pero también se lo grito tras la puerta del baño, o lo leemos cuando vamos juntos de camino a algún sitio.

Bueno, no creáis que soy una pesada con estos temas; siempre van mezclados de otras carcajadas, risas y confidencias. Creo que la comunicación es algo que cuidamos, y por eso es más fácil compartir las cosas de Dios. También es necesario hablar del Dios en el que no creemos, para fortalecer y aclarar nuestra fe, para ser unos cristianos adultos y para tener recursos y respuestas ante las situaciones de la vida y ante otras ofertas y otros dioses.

Tenemos que encontrar la mejor forma de transmitir la fe a los hijos; tenemos que buscar la manera de que les acerque a lo mejor de la vida. Que logren hacer suyo ese encuentro y esa forma de vivir que debe caracterizar a un cristiano. Y ser padres nos hace dar vueltas y vueltas a la cabeza hasta encontrar respuestas para todo. Su ropa, su habitación, su salud, sus estudios, su aspecto, su... su todo, y gastamos mucho tiempo y mucha energía en cantidad de temas, y a veces los temas de Dios los dejamos en manos de otros y no le ponemos la ilusión ni la creatividad necesaria para vendérselo como algo nuestro, apetecible y fantástico.

Yo le doy mucha importancia a este asunto. He cometido cantidad de aciertos y errores, y los resultados han sido... de todo tipo. Al final sólo me queda ponerlos en manos de Dios, como la mujer del Zebedeo, y decirle una y mil veces: «Señor, Tú tienes más interés en ellos que yo misma, así que métete en su corazón, sé su amigo principal, ocúpate Tú de que vivan la vida contigo y... perdona que sea pesada, pero mañana te lo volveré a recordar».

Para concluir: algunas orientaciones prácticas

Para compartir más experiencias personales y a título anecdótico, por si a alguien le sirven, en Navidad fabricamos una especie de barajita, con una frase del evangelio en cada carta; le pusimos por detrás el dibujo de un regalo y la plastificamos. Fue un regalo de navidad que preparamos para nuestros hijos. Más tarde, cuando descubrimos lo «apostólica» que era, la hemos seguido repartiendo. La utilizamos para ver qué regalo nos dice Dios a cada uno en ese momento. Y nos ayuda a hacer una reflexión o un comentario evangélico, lo mismo en la vida familiar que visitando a un enfermo, en una juerga o en un paseo por el campo.

También en Navidad les envío a mis nietos una carta navideña, donde les cuento quién es el niño que nace y cuánto nos ama.

Otra tradición familiar consiste en añadir entre los regalos de Navidad un ejemplar del evangelio diario anual, el cual va acompañado de un folleto de instrucciones, como si se tratara de una medicina. Es otra forma de decirles más de lo mismo. Por si os sirve, ahí va:

EVANGELIO DIARIO

(grageas)

Composicion: Extracto de evangelio para tomar en pequeñas dosis diarias.

Indicaciones: Tratamiento de la vida, estados carenciales de optimismo, salud mental, claridad de ideas y solidez interior fuerte. Le pone a uno en contacto con lo mejor de sí mismo. Potencia el estado de plenitud, armonía y felicidad.

Contraindicaciones: No se conocen, salvo en ateos alérgicos.

Posologia y modo de empleo: Se recomienda una dosis diaria mínima, aunque fortalece el usarlo habitualmente en mayor medida. No basta con ingerirlo. Debe saborearse, profundizarse, dejarse cuestionar la propia vida y dinamizarse.

Adultos: nunca menos de una toma diaria.

Niños: conviene ayudarles a digerirla.

Jóvenes: Una vez entusiasmados con la dosis, son más constantes que los adultos.

Ancianos: Facilita la autorreflexión, la calma, la ilusión, la vitalidad y el encuentro reposado y amoroso con la enfermedad y con el Padre.

Sobredosis: En caso de ingerir una dosis excesiva, puede ocurrir que no se digiera y saboree, por lo que no es recomendable. Apenas produce intoxicación, únicamente la pérdida de su intenso valor.

Advertencias: Este producto es conocido desde la antigüedad, pero pocos conocen su enorme valor energético y su ilimitada capacidad multiplicadora y profética. No dude en recomendarlo.

Caducidad y conservacion: No precisa condiciones especiales de conservación, pues está siempre de plena actualidad y es adaptable a cualquier momento, situación y lugar.

Recuerde que este medicamento debe mantenerse al alcance de los niños, los ancianos

¡Ah! Y como esto de transmitir la fe a los hijos nos resulta tan difícil hacerlo, además de esforzarnos con mucha paz interior, pongámoslos muy a menudo en manos de Dios, que les quiere mucho más que nosotros, aunque no esté levantado la madrugada del viernes, esperando su regreso a casa, pero que les tiene abrazados por delante y por detrás y tiene su nombre tatuado en la palma de su mano.

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Reinado Social, Nº 855, mayo de 2003

LA PAZ Y LA PASCUA

MERCEDES NAVARRO, mercedaria, biblista, profesora en la Universidad Pontificia de Salamanca y psicóloga

Sentimos crecer nuestra sensibilidad ante la paz a causa de la guerra. El contraste agudiza el valor, pero también lo simplifica. En este contexto reaccionamos con la empatía, la solidaridad, la indignación y el deseo de cambio. También el miedo juega un papel importante. En el fondo sabemos que las cosas no son simples. La complejidad humana y social nos asusta. Cuando, en esta situación, se cuelan los textos pascuales sobre la paz, posiblemente sonreímos por su ingenua belleza: ¡Ya sabemos lo que pasa con la paz y con la guerra! ¿qué puede decirnos un Jesús resucitado que saluda a sus discípulos con la paz, en un mundo como el nuestro? 

En los relatos pascuales de los distintos evangelios, Jesús une frecuentemente el deseo de paz, (paz a vosotros) al deseo de abandonar el miedo (no temáis). Esta asociación que tiene en cuenta la experiencia de los discípulos y discípulas en la muerte de Jesús debería evocar cosas que no conviene olvidar.

Debería evocar una figura de Jesús víctima y pacifista, perdonador y solidario con las víctimas de la opresión y de todo tipo de violencia incluso si ésta procede de las instancias más sacralizadas. Pero sin olvidar que Jesús vivía en una tierra ocupada por la colonización romana, que los evangelios enfatizan el papel de los líderes de Israel en el complot y asesinato de Jesús, mientras que mitigan el de los romanos, a pesar de que su punto de vista sea contrario al sistema. Las cosas para los cristianos y cristianas del s. I tampoco eran tan simples.

Debería evocar una figura de Jesús con rasgos contradictorios, entre los que se encuentran sus gestos de ira e indignación, sus duros insultos contra los fariseos (Mt 23,15ss), y contra la mujer sirofenicia y los paganos (Mc 7,27), y el gesto violento sobre el templo que genera mayor violencia contra sí mismo (Mc 11,15 y par.) La violencia de ese gesto contra el templo no atenta contra la integridad de las personas y apenas contra la integridad del escenario. Atenta contra el mismo sistema, cuya amenaza descoloca, desconcierta y desestabiliza.

Evoca, a veces, un pacifismo simplón, a pesar de la paradoja evangélica de la paz y la espada (Mt 10, 34; Lc 12,51) entre cuyos extremos se encuentra el amplio espectro de los medios, las condiciones, destinatarios/as y precio a pagar. La paz pascual de un Jesús paradójico deja pendiente preguntas sobre la Pascua (muerte/sufrimiento y vida/placer), la justicia, la dignidad, los medios para la paz: ¿inmolarse matando? ¿inmolarse sin matar? ¿matar sin inmolarse? Jesús no ha sido un kamikaze que ha muerto matando. Tampoco un demagogo ni un guerrillero o dirigente político que busca la paz sacrificando a otros/as por el pueblo. Nos queda el sacrificio, la inmolación pacífica y pacifista, pues ¿acaso Jesús no se dejó matar por el pueblo?, decimos con más frecuencia de la deseada. Claro que ¿cuántas víctimas, guerras, violencias de todo tipo no ha generado esta manera de entender el pacifismo pascual de Jesús?... ¿cuánto victimismo e infelicidad no ha generado y sigue generando? ¿cuánto no ha anulado la vitalidad de la Pascua, la ausencia de temor, la paz, la libertad y la justicia?

Como el poeta y, desde el evangelio, pido la paz y la palabra, la relación entre paz a vosotros y no temáis, generadoras de una paz justa y sin víctimas. La palabra liberadora de Jesús, coherente hasta su muerte. La palabra verdadera del Dios de la Vida. La fe, ausencia de temor, para la lucha y la transformación. La paz y la pascua.

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Boletín Salesiano, mayo de 2003

NOS MOLESTA LO DIFERENTE

SIRO LÓPEZ

Estoy convencido de que si se pudiese, ya más de uno hubiese moldeado la nubes y las hubiese dado una forma y figura uniforme, al igual que se hace con los setos. También creo que si estuviese en manos de los humanos, las estrellas estarían en fila y por orden de tamaño. Basta ver lo que se hace cuando se planta un bosque: todos los árboles en fila y de una sola especie. Molesta cualquier tipo de espontaneidad vegetal. A algunos el cielo les parece tan desordenado que no paran de trazar líneas para, inconscientemente, adueñarse de lo que es universal. Clasificar, cuadricular y definir, para poseerlo. Comportarse de otro modo es tachado de "blasfemo" contra lo establecido, de atentar contra la "tradición", de ahogar el "espíritu de la verdad" . ¿No será más bien al revés? ¿Que Dios nos zarandea, que se nos escapa entre los dedos como agua que huye de ser poseído?. Dios es multicultural, distinto, en constante crecimiento, activo, siempre nuevo, sorprendente, creativo... como el amor. Poseerlo es destruirlo, sólo nos queda compartirlo. Querer adueñarse de Él es asesinar todo atisbo de vida, de corazón humano, de Dios.

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Misión Joven, Nº 316, mayo de 2003. Mujeres en la Iglesia

CONTEMPORÁNEAS DE HACE VEINTE SIGLOS

Una mirada a siete iconos femeninos del Evangelio

DOLORES ALEIXANDRE, religiosa del Sagrado Corazón.
Profesora de Biblia en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).

Cuentan que un novicio jesuita preguntó un día al P. Kolvenbach, Superior General de la Compañía de Jesús: “Padre ¿Vd. cómo reza?”, “Rezo con iconos”. “Y ¿qué hace?, ¿los mira?” “No. Me miran ellos a mí...”

Un icono reclama en un primer momento nuestra mirada pero, si hay algo que nos sorprende y nos atrae de ellos es que, sea cual sea el ángulo en que nos situemos, tenemos la sensación de que nos están mirando. Vamos a acercarnos a contemplar siete iconos de mujeres del Evangelio y lo haremos desde situaciones concretas que hoy vivimos, tratando de que su mirada nos comunique algo de lo que ellas experimentaron en la cercanía de Jesús.

1. ISABEL (Lc 1, 39-45)

Un rasgo de nuestra sociedad es el individualismo, el ensimismamiento narcisista que nos centra y concentra en nuestro yo como lugar preferente de atención, dedicación, cuidado e inversión de casi todas nuestras energías disponibles. Da la sensación de que todo desde fuera invita a vivir ensimismados y sordos a las voces que nos vienen de más allá de nosotros mismos. Muchas fuerzas externas a nosotros nos llaman a reducir nuestra vida al tamaño de un bonsai, a encoger los deseos hasta reducirlos a los pequeños bienes accesibles y a conformarnos con pequeñas dosis de placer egoísta.

Pero en ese ensimismamiento irrumpen también las "visitaciones": si releemos Lc 1,39-45, encontraremos a Isabel, la prima de María, como prototipo de una vida "visitada", de una existencia que corría el peligro de cerrarse en la pequeña felicidad de su fecundidad sorpresiva y en la que, sin embargo, se abrió paso una voz que venía de más allá de ella misma. Isabel escuchó aquella voz y supo reconocer a María como la nueva Arca de la Alianza que llevaba dentro la salvación. Y Lucas nos da el dato de que "el niño se puso a dar saltos de alegría en su vientre"(Lc 1,44).

Isabel, "la visitada", puede enseñarnos a reconocer todo aquello que viene a nosotros envuelto en el disfraz de lo insignificante, algo que constituye una constante bíblica desde Abraham, aquel oscuro nómada que se reveló como portador de bendición, hasta los de la parábola del juicio final de Mateo 25.

Hoy sabemos que la miseria que afecta a dos terceras partes del planeta no ha dejado de crecer en las últimas décadas, lo mismo que el impacto de la emigración y de la pobreza creciente. Y, cuando tenemos la tentación de hacernos los sordos a todas esas llamadas, el Evangelio nos ofrece como tesoro secreto la noticia de que es el Señor mismo quien se oculta bajo esos rostros. Por eso nos urge a estar siempre "de parte de los visitantes" y a saber descubrir como portadores de bendición a aquellos que irrumpen e incomodan nuestras vidas que tienden a replegarse y encerrarse. No están lejos de nosotros, nos rodean por todas partes, su voz es fácilmente audible. Bastaría quitarnos los auriculares un momento para escucharles llamando a nuestras puertas. Y abrirlas puede transformar nuestras vidas y llenarlas de alegría porque son las personas y no las cosas, la fuente privilegiada de felicidad.

2. ANA LA PROFETISA (Lc 2, 36-38)

Pertenecemos a una generación devorada por la inmediatez, con enorme dificultad para encajar procesos de larga duración: navegamos por Internet, viajamos en trenes de alta velocidad, cocinamos en microondas, consumimos sopas instantáneas... La publicidad nos lo fomenta: "Disfrute hoy de su compra y pague dentro de ocho meses..."

Y el problema está en que con frecuencia intentamos aplicar esos mismos ritmos a las relaciones humanas, pero ni una amistad, ni una pareja, ni una familia, ni una comunidad se forjan con esa medida ultrarrápida del tiempo, sino que necesitan procesoS lentos de crecimiento que se nos hace difícil aceptar.

Ana, la profetisa, a quien el Evangelio nos presenta esperando toda su vida la llegada del Mesías y celebrando haberlo encontrado en sus últimos días, nos ofrece la sabiduría del saber esperar. La imagen que nos da de ella Lucas es que "le compensó" haber pasado la vida entera a la espera y que, como no quedó defraudada sino premiada con creces, su alegría se desbordó en la alabanza y el agradecimiento.

Esperar algo requiere una cualidad que el Nuevo Testamento llama "aguante activo" y que solemos traducir por "paciencia", pero que tiene más de acoger que de soportar. Revela una capacidad de ser receptivo y eso sólo es posible con una confianza que se instala en el fondo y que da fuerza para acoger la vida concreta, los acontecimientos y las cosas en lo que pueden tener de dificultoso, duro, penoso o contrariante.

Las imágenes que usa el Nuevo Testamento para hablar de esa actitud sugieren que el que espera empieza ya a disfrutar en el presente de aquello que es objeto de su espera, aunque la total posesión de lo que ya ha comenzado a gozarse no sea aún mas que objeto de promesa:

- cuando un campesino pasea por su campo y ve el trigo apuntando, se alegra ya, aunque sepa que aún no está la cosecha en su granero y que sólo la posee en forma de promesa (cf Mc 4,26-29)

- los invitados a un banquete tienen ya en las manos la invitación a las bodas, que pone en marcha los dinamismos de la preparación de la fiesta, la impaciente espera del momento en que llegue el novio que está ya en camino(cf Mt 22,1-2; 25,1-12)

- el que "atesora un tesoro en los cielos" goza de saberlo a salvo en un lugar "donde no llega el ladrón ni roe la polilla" (Mt 12,33)

- la mujer embarazada no tiene aún el hijo en sus brazos, pero vive de la promesa de su presencia y, en el momento del parto, está angustiada pero aguanta el dolor desde la alegría prometida de poder dar una nueva vida al mundo (cf Jn 16,21).

Ana la profetisa puede comunicarnos algo del secreto de la esperanza.

3. LA SUEGRA DE PEDRO (Mc 1,29-31)

Al invitarnos a recorrer junto a Jesús una de sus jornadas en Cafarnaúm (Mc 1,21-38), Marcos nos presenta una escena en la que vemos, como en maqueta, todo lo que va a ser la existencia de Jesús: "Después de salir de la sinagoga y con Santiago y Juan, se dirigió a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se la recomendaron. El se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles" (Mc 1,29-31).

Una mujer anónima, a la que sólo conocemos referida a su yerno y poseída por la fiebre, fue introducida en la fiesta comunitaria del servicio fraterno por la mano liberadora de Jesús. Al comienzo del texto de Marcos, por tanto, es alguien en posición horizontal que es la de los muertos, separada de la comunidad y dominada por la fiebre. Al final del relato la encontramos en pie, curada y prestando servicio. Ha empezado a "tener parte con Jesús" (Jn 13,8). El secreto de la transformación se nos revela de una manera escueta: es el primer gesto silencioso de Jesús del que hay constancia en Marcos y tres verbos bastan para su sobriedad: "se acercó", "la cogió de la mano", "la levantó".

En un mundo en el que las relaciones se establecen a través del poder, de la dominación, de una manera de ejercer la autoridad en que el fuerte se impone sobre el débil, el rico sobre el pobre, el que posee información sobre el ignorante, la escena de esta mujer curada por Jesús nos introduce en el nuevo orden de relaciones que deben caracterizar el Reino: en él la vinculación fundamental es la de la hermandad en el servicio mutuo.

La praxis de Jesús desestabiliza todos los estereotipos y modelos mundanos de autoridad, descalificando cualquier manifestación de dominio de unos hermanos por otros: se inaugura un estilo nuevo en el que el "diseño circular" reemplaza y da por periclitado el "modelo escalafón". Su manera de tratar a la gente del margen pone en marcha un movimiento de inclusión en el que la mesa compartida con los que aparentemente eran "menos" y estaban "por debajo", invalidaba cualquier pretensión de creerse "más" o se situarse "por encima" de otros.

Por eso, cuando Marcos nos presenta a la suegra de Pedro "sirviendo", nos está diciendo: aquí hay alguien que ha entrado en la órbita de Jesús, que ha respondido a su invitación de ponerse a los pies de los demás y por eso está "teniendo parte con él.".

Muchas de las dificultades que tenemos en la vida relacional nos vienen de nuestra resistencia a ponernos en la postura básica de un servicio que no pide recompensas, ni reclama agradecimientos, ni se empeña en que "le pongan la medallita". Al que intenta vivir así, le basta con la alegría de evitar cansancio a otros y con el gozo de poder estar, como Jesús, con la toalla ceñida para lavar los pies manchados del camino de los hermanos. Imaginad la novedad que supondría este modo de relacionarnos con la gente y entre nosotros.

4. LA VIUDA POBRE (Lc 21,1-4)

Dicen los sociólogos que la fragmentación es una de las características más clara del individuo posmoderno. No estamos enteros en las cosas ni en los encuentros, sino divididos, parcializados, presentes sólo con una parte de nuestro ser: estamos trabajando soñando con el fin de semana y estamos en la caravana de retorno a casa el domingo por la tarde añorando el “hogar, dulce hogar”.

Nos cuesta tomar decisiones, nos aterra hacer elecciones que nos cierren posibilidades, huimos de compromisos duraderos que cojan a nuestra persona entera, nos horrorizan las palabras "definitivo", perpetuo, total... Preferimos que todo quede abierto, reservándonos siempre la posibilidad de marcha atrás.

Aquella viuda pobre que echó la segunda monedita en el cepillo del templo provoca nuestro asombro y, por lo que se ve, también el de Jesús: tenía entre las manos dos monedas y no se puso a dudar, ni a calcular cuánto le darían a plazo fijo invirtiéndolas en un seguro de vejez o en el superlibretón de la Caixa, o haciendo apartados: esto para el abono a Canal Plus, esto para ir a Benidorm con el Inserso, esto para la letra del coche... Le pareció que era mejor jugárselo todo a una carta, la de la entrega, la de la totalidad, y toda ella estaba entera en su elección tan arriesgada. Toma la decisión temeraria de echar en el cepillo del templo y de una vez las dos moneditas que eran todo lo que tenía para vivir.

En la admiración de Jesús por esa mujer se nota la alegría de una coincidencia de fondo: aquella mujer había aprendido, seguramente sin saberlo, aquella extraña sabiduría de Jesús de no atesorar para mañana, esos rasgos de desmesura, desproporción, abundancia, esplendidez, derroche, despilfarro que son característicos de las narraciones evangélicas. Da la sensación de que Jesús carece de sentido de la medida y por eso en Caná es una exageración la cantidad de agua convertida en vino (Jn 2,6), como lo son los doce canastos que sobran de los panes multiplicados (Mt 14,20).

La viuda pobre nos ofrece el tesoro de practicar la convicción de que la mejor manera de vivir el futuro es entregárselo todo al presente, atreverse a entrar en la lógica alternativa del derroche y de la pérdida, en un talante de vida no basado en la reserva, la precaución y las previsiones, sino en la presencia apasionada en lo que se vive en el momento presente.

Y podríamos empezar por las relaciones interpersonales: en ese campo "echarlo todo" significa que se está convencido de que sólo comprometiéndonos de todo corazón con la otra persona es como llegamos a conocerla de verdad, sólo cuando estamos dispuestos a entregar la segunda moneda, esa que siempre tenemos la tentación de reservarnos, es cuando empezamos a aprender algo de aquello que la viuda del Evangelio supo vivir tan bien: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo" (Lc 10, 28).

5. LA CANANEA (Mt 15, 21-28)

Vivimos en tiempos de afirmación del pluralismo. Es un fenómeno que ha existido siempre: grupos y personas individuales con visiones distintas de las cosas y formas diversas de vivir. Hoy eso está acentuado y cada grupo procura afirmar su identidad a partir de lo que le es propio, diferente de los demás: pluralismo de cultura, grupos étnicos, ideas, religiones... El pluralismo puede crear, por un lado, una humanidad más capaz de convivir, pero también le amenazan dos peligros: el de una tolerancia pasiva (dejar pasar, dejar ser, dejar estar...) que lleva a la desintegración, al individualismo o a la autocomplacencia total y que no se deja cuestionar por lo diferente.

Otro peligro es la intolerancia combativa: sólo mi grupo tiene razón y está en lo cierto, y todos los que no coincidan con él están equivocados. Esta aparente tendencia unificadora destruye la comunión porque no tolera lo diferente. El igualitarismo no crea comunión: masifica.

El personaje de la mujer cananea subraya en su comienzo la distancia entre el judío Jesús y la mujer: él ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel y ella no pertenece a ese grupo sino a “los otros”. Los gentiles excluidos de la Alianza. Pero la actitud de ella, su confiada existencias, hace avanzar el diálogo, acorta las distancias, rompe las diferencias y la resistencia primera de Jesús se disuelve ante la fe de la mujer. Ambos encontraron los que les hacía “concordes”.

Al crear el mundo, Dios introdujo el “principio separación”: desde entonces la comunión se crea a partir de lo diferente, no de lo igual. Se crea dialogando, colaborando en el contexto de una vida en común, entrando en un dinamismo enriquecedor de intercambio con lo diferente. La comunión se hace por la convergencia: cada grupo crece a partir de las propias raíces, integrando las riquezas que le aportan los demás.

Catolicidad significa “pluralidad en la unidad”. Una antigua profesión de fe trinitaria dice que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son “concordes en la Trinidad”. Es decir, que son concordes precisamente en lo que los distingue.

La mujer cananea no se cansó de insistir, de permanecer, de seguir luchando y expresando su inquietud. Y Jesús fue capaz de dejarse convencer, de entender sus razonamientos, de admirar su fe y de transformar su postura inicial. Al final, habían llegado a ser “concordes en la diversidad”. Y el resultado fue una niña rescatada de las garras del enemigo, una mujer cananea feliz por haber alcanzado la sanación de su hija y un judío, Jesús, que descubrió la revelación de que el Padre, a través de aquella mujer extranjera, le confiaba una misión que alcanzaba al mundo entero.

6. LA VIUDA DE NAIM (Lc 7,11-17)

Dice el Cardenal Daneels que en cada momento de nuestra existencia decimos "adiós" a alguna persona o a alguna cosa, nos vemos enfrentados a la necesidad de despedirnos y de "hacer duelo": envejecemos, vemos apagarse nuestra energía; sufrimos al perder un ser querido: un hijo, el compañero o compañera de nuestra vida, un hermano o una hermana, un amigo, una buena vecina; sufrimos por un trabajo perdido o al que nos vemos obligados a renunciar; sufrimos por tantas heridas y tensiones, por el deterioro de nuestra imagen, por tantas oportunidades fallidas, por la perspectiva de nuestra propia muerte que se acerca inexorablemente... Y dicen los psicólogos que necesitamos aprender a procesar el duelo, saber decir "adiós" a lo que se va y "hola" a lo que llega.

Vivimos en una cultura en que, por una parte, la muerte está omnipresente y, por otra, se la aleja en un intento de ignorarla, evacuarla y expulsarla de nuestra conciencia. Nadie se muere porque es ley de nuestra condición mortal, se muere por accidente, o por un error médico, o víctima de una enfermedad para la que aún no se ha encontrado remedio pero que será vencida en el futuro.

 El paso del tiempo se vive como desvalimiento, inseguridad y perplejidad; es una agresión, y se trata a toda costa de borrar sus huellas, como si fuera algo vergonzoso que hay que ocultar por educación y elemental buen gusto.

 Nos aferramos a todo lo que poseemos: dinero, fuerzas, trabajos, juventud, saberes, fama, imagen... la pérdida de cualquiera de esos "bienes" nos desconcierta, nos produce rebeldía y fácilmente nos hace caer en el abatimiento. Seguimos anclados en la nostalgia del pasado, incapacitados para mirar lo que nos está trayendo el presente, llorando por haber perdido el sol e impidiéndonos así, por culpa de las lágrimas, llegar a ver las estrellas, como decía R. Tagore.

¿Qué sabiduría encontramos en el Evangelio para vivir de una manera contracultural las pérdidas y el paso del tiempo? Aquella mujer viuda de Naim, que había perdido su hijo único, nos representa a todos nosotros encajando a duras penas todos los adioses que la vida nos va imponiendo y el evangelio nos la presenta recibiendo de manos de Jesús al hijo perdido, ahora como un don y no como una posesión que se retiene compulsivamente. Posiblemente su relación con aquel hijo recobrado adquirió desde entonces otra dimensión preciosa: la del don gratuitamente recibido que no se puede agarrar como propiedad absoluta sino que se tiene entre las manos con agradecimiento y libertad.

De aquella mujer aprendemos a saber relativizar, no perdiendo el interés por las cosas y las personas, sino dándoles su justa medida, la medida del amor, de la vinculación y el compromiso. Y a saber, como el árbol a quien le podan las ramas, que es el precio para poder seguir creciendo y dando fruto.

7. LAS MIRRÓFORAS (Mc 16,1-8)

Para nadie es un secreto que vivimos tiempos oscuros y que nos sentimos perplejos y tentados de desánimo en incontables ocasiones.

De las mujeres que fueron al sepulcro en la mañana de Pascua llevando perfumes quizá podamos aprender su capacidad de afrontar los acontecimientos con sabiduría y audacia.

En primer lugar, encontramos a unas mujeres "mirróforas", es decir, portadoras de perfumes, que madrugan para ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. La alusión al "primer día de la semana" y a la "salida del sol" acompañan su aparición en escena sumergiéndolas en un universo de nuevas significaciones: estamos en el comienzo de la nueva creación y la luz del Resucitado las envuelve en su resplandor.

Son conscientes del tamaño de la piedra y de su imposibilidad de moverla, pero eso no es un obstáculo en su determinación de ir a embalsamar el cuerpo de Jesús.

El joven sentado al lado derecho y vestido con una túnica blanca les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron." Los títulos que se dan a Jesús: "Nazareno" y "Crucificado" nos remiten necesariamente al primer capítulo de Marcos: "Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1) y nos hacen comprender algo del "proyecto teológico" del evangelista: los dos títulos del comienzo se van llenando de un contenido sorprendente según va avanzando su libro y el lector/catecúmeno va aprendiendo con asombro que el modo concreto elegido por el Padre para su Cristo y su Hijo no es el del triunfo, la gloria, el poderío o el resplandor luminoso, sino la oscura condición de un nazareno tenido por "uno de tantos" y el destino trágico de una muerte en cruz.

Al llegar al final del evangelio de Marcos ya nadie puede engañarse: para reconocer al Cristo Hijo de Dios hay que bajar y no subir, hay que contar con el fracaso y con el dolor, hay que hacer callar a muchas imágenes falsas de Dios para abrirse a la que se nos revela en aquel galileo crucificado fuera de las murallas de Jerusalén.

Por eso el final convoca a una cita en Galilea: "Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo". Cada seguidor del Cristo Hijo de Dios tendrá, a su vez, que dar contenido a su condición de discípulo en la Galilea de su vida, tendrá que ir verificando la autenticidad de su seguimiento en el esfuerzo por ir acompasando su camino al de aquél que pasó haciendo el bien y no rehuyendo ningún quebrantamiento ni ninguna dolencia, sino haciéndose próximo a todo ello para sanarlo cargándolo sobre sí.

El temor de las mujeres y su silencio se convierten así en un "cortejo adecuado" para el itinerario al que se invita al cristiano: ir a Galilea no es fácil y puede inspirar temor porque ahora ya sabemos cuál fue el final del que recorrió sus ciudades y sus caminos. Y lo que importa no es hablar sino seguir con atención el rastro de sus huellas.

Pero el anuncio encierra una promesa que es ya ,de por sí, la mejor noticia: el que ya no se deja encerrar por la noche del sepulcro, ha tomado la delantera y espera en Galilea a los que quieran reunirse con él. Allí le verán. Allí le veremos también nosotros si, como aquellas mujeres, nos dejamos encontrar por él.

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ECLESALIA, 1 de mayo de 2003

ENTREVISTA A GUSTAVO GUTIÉRREZ

Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2003

AGENCIA DE INFORMACIÓN FREI TITO PARA AMÉRICA LATINA (ADITAL), 25/04/03

BRASIL.

En entrevista exclusiva para ADITAL el P. Gustavo Gutiérrez, uno de los mejores representantes de la Teología de la Liberación, habla sobre la Iglesia de la Liberación: aborda sus motivaciones profundas, perspectivas y la reflexión de su práctica sistematizada por la Teología de la Liberación. También trata de las responsabilidades del quehacer teológico actual en relación: a la solución que demandan los problemas acuciantes mundiales, como el hambre y las guerras autoritarias; al desafío de la diversidad cultural latinoamericana; y al protagonismo de los diferentes sectores populares alcanzados por la práctica pastoral profética. Por último, comparte: sus actuales preocupaciones teológicas, su opinión sobre los recientes procesos políticos democratizadores en AL y su inserción en la familia dominica, desde donde hoy continúa su labor teológica.

La entrevista la presentamos al final de la serie de Reportajes de la Iglesia de la Liberación en los países andinos -Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela y Perú, que publicamos en ADITAL del 26 de marzo al 23 de abril- como indicación de perspectivas que ofrece la Iglesia de la Liberación en América Latina.

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ADITAL - Los teólogos de la liberación sistematizaron una vivencia que fue naciendo en el medio popular de la iglesia. Siendo que Ud. fue el primero a reconocer y a escribir sobre la nueva acción del Espíritu en Latinoamérica ¿puede recordar un hecho concreto o el momento que despertó su atención para las novedades que estaban naciendo dentro de la iglesia?

Gustavo Gutiérrez - Creo difícil hablar de un hecho singular. Me parece que se trata, más bien, de la confluencia de dos procesos históricos.

Por un lado, a través de pequeños pasos, que se fueron acelerando con los años, asistimos en las décadas de 1950 y 1960 a una nueva presencia de los pobres del continente en la escena social y política. Los que habían estado, en cierto modo, ‘ausentes’ de nuestra historia (físicamente, siempre habían estado ahí, pero eran invisibles) empezaban a hacerse presentes. Llegaban, como decía Bartolomé de Las Casas de los indios en el siglo XVI, "con su pobreza a cuestas". Por otro lado, con esta irrupción histórica del pobre, que no estaba -y que no está- sino en sus primeros momentos, converge otro proceso que se desarrolla dentro de la iglesia católica: el concilio Vaticano II. El concilio insistió en la intuición de Juan XXIII: estar atento a los signos de los tiempos; abrió así nuevas pistas para la vida cristiana y para el anuncio del evangelio. En esa línea el Papa Juan habló, poco antes del inicio del concilio, de la iglesia de los pobres, haciéndose cargo de la nueva conciencia que se tomaba de esa condición inhumana que llamamos pobreza. Esos dos procesos, cuyos alcances percibimos lentamente, llevaron a numerosos cristianos, de medios populares y de otros ambientes sociales, a comprometerse con los pobres y contra la pobreza, como una exigencia de su fe, se ahonda la pastoral en medios pobres, se afianzan las comunidades cristianas en esos ámbitos buscando pensar su fe desde esa experiencia. La teología de la liberación busca reflexionar sobre esa práctica a la luz del mensaje cristiano. Si hubiese que buscar un hecho como punto de partida, ese sería la práctica que acabamos de mencionar.

ADITAL - ¿Cuál es la motivación profunda de esa vivencia teológico-pastoral, que continúa inspirando a tanta gente, a pesar del modelo de iglesia y de sociedad vigentes?

Gustavo Gutiérrez - Tengo la impresión que eso puede deberse a varios factores. A un contacto estrecho con la realidad, y con los inevitables cambios que se dan en ella. Es una reflexión sobre la fe que, no pretende colocarse en un ángulo muerto de la historia para verla pasar, colocándose en una cómoda neutralidad ante los acontecimientos que golpean a las personas. Busca, más bien -con todas sus limitaciones y con lo mucho que le queda por hacer- como el Verbo de Dios, según el evangelio de Juan, poner su carpa en medio de la historia, de la vida cotidiana. Lo que significa, segundo elemento, que es una teología fuertemente marcada por la lectura de la Biblia, que nos revela a un Dios de la vida que rechaza sin cortapisas la situación de muerte prematura e injusta, significación última de la pobreza. Muerte física prematura e injusta, lo vemos con claridad en el mundo de hoy, y muerte cultural, igualmente, en la medida en que se discrimina a alguien por razones culturales, raciales o por su condición de mujer. Todo eso es la pobreza en la Biblia y, por ello, se presenta de este modo, desde un comienzo, en teología de la liberación; en esa perspectiva, a pesar de ser muy importante, la dimensión económica no es sino una de sus dimensiones. Es importante tener presente la complejidad –o, como hoy dicen los economistas, la multidimensionalidad- de la pobreza. Cuentan también, y mucho, otros factores: las opciones tomadas por la iglesia latinoamericana en Medellín. Puebla y Santo Domingo, así como el testimonio –hasta la entrega de la vida- que numerosos cristianos han dado en su esfuerzo por reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los maltratados y oprimidos.

ADITAL - ¿Qué sería lo más urgente para que la teología y la práctica pastoral de la liberación ayuden al mundo a encontrar soluciones a sus problemas como el hambre, la guerra, el autoritarismo armado, etc?

Gustavo Gutiérrez - Denunciar todo lo que atenta contra la dignidad de la persona humana, especialmente de aquellos que sufren sistemáticamente de una situación de injusticia. El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.

Los problemas que menciona la pregunta son hechos históricos complejos, con aspectos que se mueven en campos en los que la reflexión teológica no tiene una competencia especial. Pero sí un aporte que dar. Ella puede hacer que crezca el respeto por los derechos humanos, así como el rechazo que su violación (como el hambre, la guerra, la tiranía) debe provocar en un creyente, y en toda persona. No hay que olvidar que la religión, el cristianismo incluido, ha sido utilizado, y continúa siéndolo, para justificar esas situaciones. Lo estamos viendo en estos días con motivo de la invasión de Irak, una guerra -con todos los sufrimientos que acarrea y con las consecuencias que pueden durar años- sin ninguna justificación, como lo ha denunciado enérgicamente Juan Pablo II. Cuantas veces se ha pretendido también, y en muchos casos esta idea se ha arraigado en algunos sectores populares, que la pobreza es algo así como un hecho natural, casi una fatalidad. Un destino y no, como lo que es, en verdad, una condición creada por manos humanas y, por lo tanto, susceptible de ser cambiada. No hay solución a los problemas mencionados, y a tantos otros semejantes, si junto con las imprescindibles medidas de orden social, político y legal, no se cambian las mentalidades, para poder crear los caminos que hagan frente a situaciones inhumanas. La cantidad de cristianos que han sido asesinados, o han conocido otras formas de maltrato y exclusión, en América Latina, por esta solidaridad y este testimonio, prueba que no hablamos de abstracciones.

ADITAL - La nueva visión teológica que nació en América Latina ¿podría ser, también, un denominador común para contribuir a la unidad entre las culturas de nuestro continente?

Gustavo Gutiérrez - No sé si la expresión correcta sería decir que ella puede ser un denominador común. Pero lo cierto es que la gran mayoría de la población de América Latina vive en una condición de marginación e insignificancia social, ocasionada por causas distintas. Es importante estar atento a esa diversidad, y a no reducir la situación de conjunto a uno solo de los motivos que la producen; además, en muchos casos las causas se acumulan en las mismas personas. Es legítimo y enriquecedor acentuar una dimensión que consideramos poco valorada, pero sería grave que se hiciera en detrimento de otros aspectos de la situación de insignificancia, con el riesgo de crear una oposición, en el fondo absurda, entre quienes comparten una condición de pobreza y marginación. Este es un punto clave en la perspectiva de la teología de la liberación.

ADITAL - A partir de la teología de la liberación nacieron otras teologías como: la teología afro, india, de la mujer, favoreciendo la enculturación. ¿Cómo la reflexión teológica puede contribuir para fortalecer la articulación de estos sectores diferentes de la sociedad?

Gustavo Gutiérrez - Creo que ese es uno de los hechos más importantes en la reflexión teológica que se hace entre nosotros. Son una expresión del proceso en curso que hemos llamado la irrupción del pobre. La profundización de las diversas vertientes de la situación de marginación y exclusión, hace ver la crueldad de situaciones en las que viven tantos habitantes de este continente, y, al mismo tiempo, refuerza la percepción de que la pobreza no es únicamente carencias, los pobres son seres humanos con valores humanos y culturales que tienen mucho que aportar al proceso de liberación, a una convivencia social humana y justa y a la inteligencia de la fe. Las diferentes líneas teológicas que menciona la pregunta subrayan una diversidad enriquecedora para todos; ellas están en pleno proceso, haciendo un trabajo sumamente valioso y tienen mucho por delante. Me parece que sí, la teología puede jugar un papel en la articulación a la que se alude; pero esa articulación requiere, también, un buen análisis social e histórico que permita ver, en toda su crudeza, los desafíos comunes que enfrentamos.

ADITAL - ¿Cuáles son los temas que la realidad latinoamericana plantea al quehacer teológico, hoy? ¿Cuáles de estos temas Ud. está trabajando prioritariamente?

Gustavo Gutiérrez - Quizá lo primero que conviene decir es que la pobreza, con la complejidad recordada, no es sólo un problema social, importante para quienes sienten una vocación especial en este campo. Se trata de una cuestión humana que constituye una interpelación a la conciencia cristiana, por eso es un desafío a la reflexión teológica. La teología está al servicio de la vida cristiana, del seguimiento de Jesús, que llamamos espiritualidad, y al servicio de la tarea eclesial de anuncio del evangelio. Esta es su razón de ser, es una re-flexión viene después de la práctica del cristiano, en vistas a contribuir a su fidelidad al testimonio y a la enseñanza de Jesús, que nos hace caminar por dos grandes rutas, sin las cuales no hay vida cristiana auténtica: la contemplativa o mística y la profética o del compromiso en la historia. La teología de la liberación viene de una pregunta: cómo decirle al pobre -y a toda persona- que Dios lo ama, cuando sus condiciones de vida parecen contradecir ese amor que la Biblia considera incluso dirigido a ellos en primer lugar. En este tiempo, estoy intentando retomar los fundamentos bíblicos de la opción preferencial por el pobre -que constituye el centro mismo de la teología de la liberación- para considerar lo que esta perspectiva tiene que decir ante los retos que se presentan hoy, como la globalización por ejemplo. Si nos inspiramos en un texto del Antiguo Testamento pienso que es importante preguntarse por dónde dormirán los pobres en el siglo que acaba de empezar. La teología es una hermenéutica, una interpretación, de la esperanza, de los motivos que tenemos para esperar. Por eso está estrechamente ligada a cómo vivir hoy el mensaje de Jesús.

ADITAL - ¿Cómo aprecia Ud. los procesos político-sociales que han culminado en los resultados electorales de Brasil, Bolivia y Ecuador?

Gustavo Gutiérrez - Bueno, hay variaciones grandes entre ellos. El caso del Brasil es particularmente significativo. Es interesante, indudablemente, que, de una manera u otra, la voz de los marginados se haga sentir. Pero sabemos de la labilidad de los procesos políticos, de las presiones internacionales y de otros obstáculos que se encuentran en el camino de cambios sociales importantes. No lo recuerdo en un tono pesimista, sino para tener presente que es necesario estar vigilantes. Y no olvidar que se requieren cambios muy profundos que, aunque ligados a los procesos políticos, van más allá de ellos.

ADITAL - ¿Qué significado tiene para Ud. su inserción a la familia dominicana, y cuál la repercusión de ello en su labor teológica?

Gustavo Gutiérrez - Es resultado de un proceso muy largo, de muchos contactos personales y de diferentes situaciones. Ha jugado un papel importante la cercanía con el modo de hacer teología, ligada a la predicación y a la espiritualidad, que aprendí de maestros dominicos, Chenu, Congar, Schillebeeckx y otros, y de uno, lejano en el tiempo, pero muy cercano por otras razones, Bartolomé de Las Casas. Espero en esta nueva situación tener un marco importante para trabajar la línea teológica que acabo de recordar. Aprecio y agradezco mucho la forma tan fraterna con la que he sido acogido.

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ABC, 5 de mayo de 2003

EL SILENCIOSO GRITO DE LOS SANTOS

PEDRO MIGUEL LAMET

A los santos nunca les han gustado las multitudes, ni ser protagonistas de nada. Por eso resultaba una extraña paradoja verlos ayer, presidiendo, desde gigantescos posters, la madrileña plaza de Colón, ante el increíble espectáculo del Papa y toda España, sus Reyes, su Gobierno y una muchedumbre pendientes de sus rostros. Madrid era una fiesta por ellos, cuando ellos, los cinco nuevos santos, siempre fueron gente olvidada, amiga del barrio donde viven los pobres, del olor de los hospitales, de los bohíos de los marginados, de la gente solitaria y del silencio de la meditación. Parecía un contrasentido que nuestra secularizada, consumista España del bienestar, la que detiene en el Estrecho a los subsaharianos, la que apoya a una guerra unilateral y se apunta al capitalismo salvaje del neoliberalismo, latiera ayer en el corazón del país con estos pobres de Jesucristo.

Pero Juan Pablo II ya había apuntado hacia esas dianas en su encuentro del sábado. Era de esperar que, tratándose de una homilía y por tanto dentro de una misa, en Colón su mensaje fuera más religioso, más centrado en el tema que le convocaba: la santidad.

El núcleo de su pensamiento responde a una clara directriz de su pontificado: el de la identidad cristiana. Cuando vino por primera vez a España, que acababa de votar socialista y apenas estábamos estrenando libertad y flamante aconfesionalidad del Estado, sus relaciones con el cardenal Tarancón, autor del «desenganche» de la Iglesia, fueron tensas. Desde sus tiempos de Polonia veía a España como un referente católico comparable al de su país. Pero nuestro país ya era distinto, como por cierto lo es también ahora el suyo. Como los niños que salen del colegio, estrenábamos libertad y laicidad, quizás con el exceso que acarrea todo rechazo. Estaba muy cerca aún el nacionalcatolicismo. Aunque en la homilía de ayer, ante el mismo Rouco hoy arzobispo de Madrid, el Papa ha vuelto a repetir sus palabras de Compostela -«¡La fe cristiana y católica constituye la identidad del pueblo español!»-, su mensaje no es ya de reconquista, de vuelta a una nueva cristiandad. Ayer puso el acento en la fuerza del testimonio, porque como dijo el sábado «las ideas no se imponen, se ofrecen».

Como a los discípulos encerrados y amedrentados en Pascua, que «aún no se atreven a mostrarse en público», pide a los españoles valentía para evangelizar, interpelados por los ejemplos de esas cinco figuras que se movieron en el submundo del dolor, la soledad, la desesperanza y el miedo. Los cinco vivieron a esa franja histórica de unos convulsos comienzos de siglo, zarandeados por la alternancia política y la injusticia, desastres que desembocarían en el horror de la fratricida guerra civil. En aquel caos sus armas fueron sencillas. Poveda esgrimió la cultura y la pedagogía. Rubio su ignaciana búsqueda de la voluntad de Dios, que le comprometió sobre todo con los más pobres. Genoveva, repartiendo amor y compañía a pequeños y solitarios. Ángela, bajando hasta las cuevas más recónditas de los que sufren, y Maravillas, hundiéndose en el misterio del silencio contemplativo.

Mientras comenzaban a vomitar fuego los fusiles y en este país comenzaba a sangrar la herida que nos dividía en dos, ellos se limitaron a dar el revolucionario testimonio que llevó a Jesús a la cruz: amar gratuitamente. Esa España «evangelizada y evangelizadora», que da ejemplo desde abajo es la que el anciano Papa añoraba ayer.

Interpreto que, cuando el Papa nos pide que seamos fieles a nuestras raíces cristianas, no quiere una repetición del pasado, que por otra parte, dado el carácter evolutivo de la historia, es imposible. Ni los tiempos de la Reconquista, ni los de Santiago matamoros, ni Isabel la católica y mucho menos la confesionalidad del Estado pueden estar hoy en la mente del Pontífice. Lo que pide es testigos, gente con «una adhesión inquebrantable a Cristo crucificado y resucitado y el propósito de imitarlo». En una palabra, España necesita santos. No santos de peana ni aureola, sino gente que en este laberinto de la globalización y en la gélida soledad de una era tan intercomunicada, sepa no sólo poner la mano en el hombro, sino dar trigo y sobre todo curar las heridas provocadas por una nueva injusticia y marginación.

En sus palabras improvisadas Juan Pablo II dio carácter global a esta misión de los católicos españoles, al referirse a una «vocación de construir Europa y de solidaridad con el resto del mundo». ¿No hay aquí una llamada de atención a un país que, centrado en la sociedad del bienestar, se mira demasiado al ombligo? ¿No es un reto en la plaza misma del Descubrimiento? Al concluir diciendo que se iba contento a Roma, me pareció creer en un sueño casi imposible: que aquella ululante multitud callaba y comenzaba a mirar hacia dentro, allí donde se escucha el silencioso grito de los santos.

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ECLESALIA, 9 de mayo de 2003

COMPRENDER LA RESURRECCIÓN HOY

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA, teólogo, profesor de la Universidad de Santiago de Compostela. (De la conferencia pronunciada en Madrid, octubre del 2002, invitado por la Fundación Antonio Oliver)

MADRID

Introducción: la fe común en explicaciones diferentes

Voy a hablar de un tema delicado, candente, de hoy y de siempre. Es raro que se publique algo sobre este tema de la resurrección, que no cree controversia y genere acusaciones. Voy a hacerlo, tratando de resumir un libro, que está ya publicado en gallego y pronto aparecerá en castellano. Posiblemente originará también sus discrepancias; espero que queden situadas en la teología, no en la fe.

Es importante esto último. Me interesa mucho dejar claro lo que es básico en nuestra fe sobre la resurrección de Jesús y lo que son interpretaciones, teorías, intentos más o menos acertados de explicar esa fe. La explicación teológica es algo secundario y al mismo tiempo importante, porque la fe tenemos que vivirla en nuestro tiempo, en nuestra cultura, y no podemos seguir aceptando cosas que al hombre y a la mujer de hoy se le ofrecen como pueriles, absurdas, sin sentido. Interesa recuperar la experiencia de la resurrección de los primeros discípulos, para entenderla mejor hoy y para, como ellos entonces, vivirla mejor.

Nuestra fe en la resurrección no puede seguir fundamentándose en unos fenómenos rarísimos, en experiencias supra-naturales que habrían tenido los primeros apóstoles. Si realmente sucediesen así, harían que para ellos la resurrección dejase de ser objeto de fe, dado que se les presentaba como algo visible, tangible, mensurable, que había que aceptar como evidente. Pienso que lo que los apóstoles vivieron cuando descubrieron la resurrección de Jesús debió de ser lo más parecido a lo que hoy nos sucede a nosotros, cuando nos ponemos ante esta realidad. Para entenderlo así, tendremos que morir a muchas cosas que se nos han dicho, para poder entrar en una más verdadera y actual comprensión de la resurrección.

La Resurrección no comienza en el NT. Jesús y los apóstoles creían en la resurrección. De hecho, vemos a Jesús hablando varias veces sobre este tema; sobre ella tiene incluso discusiones con los saduceos, dando su interpretación personal ante la pregunta trampa que le hacían: quién será en la otra vida la mujer del esposo que ha tenido varias esposas.

Jesús y los apóstoles creían en la resurrección de los muertos

Es importante empezar por el principio. ¿Cómo se llegó a esta fe en el AT? Dos fueron los caminos decisivos. Primero, por la fidelidad de Dios. Si Dios nos quiere con un corazón de padre-madre, no es lógico que nos deje caer definitivamente en la muerte. Se trata de una certeza que con unas u otras palabras aparece con frecuencia en el AT (y, en el fondo, en todas las religiones). Segundo, por el sufrimiento del justo. Se comienza a hablar de una forma explícita de la resurrección a partir del libro de Daniel y más claramente en el libro de los Macabeos. Ante el sufrimiento injusto del inocente, ante el martirio de los fieles al Señor, se decían: esto no puede quedar así, no puede ser lo definitivo. Era la única forma de salvar la coherencia de la fe ante el final traumático de unos hombres que, precisamente por ser buenos y piadosos, eran ejecutados. Posteriormente incluso aparecen figuras individuales rescatadas de la muerte, como Elías, Eliseo Moisés, Abrasan, Isaac, Jacob..., personas modelo por su santidad o importancia histórica, Se va comprendiendo lentamente lo que dirá Jesús con toda claridad: Dios es un Dios de vivos, no de muertos. Dios no nos deja definitivamente en la muerte.

Problema distinto es: ¿cómo es la nueva vida de estas personas? ¿Cuándo se produce la resurrección de los muertos? ¿Dónde están? ¿Cómo son?... Son preguntas que no se plantean o, si se la plantean, no encuentran una respuesta ni clara ni única. Lo más importante es que en el AT se llega a aceptar el hecho de la resurrección sin acudir a ningún milagro, sin tumbas vacías, sin ángeles que se aparecen, sin apariciones de difuntos. Esta es la fe que debían de tener los apóstoles y debía de tener el mismo Jesús.

Los apóstoles nunca dejaron de creer en Jesús

No puede ser verdad que los apóstoles dejaron de creer en Jesús, que le traicionaron cuando los acontecimientos de la pasión; y que después, con la resurrección, comenzaron de nuevo a creer en él. Se trata de una clara “dramatización” literaria, de carácter apologético para hacer verosímil la primera predicación. En realidad, tomado a la letra es algo tremendamente ofensivo para los apóstoles e inverosímil para nosotros, tanto desde el punto de vista psicológico como del histórico.

Pensad, por ejemplo, en los seguidores de Ellacuría... El día que lo mataron, todos huyeron y se escondieron: eso es algo que hace todo el que tiene sentido común en un momento de persecución. Pero ¿por eso dejaron de quererle y de “creer” en él? ¿No pasó justamente todo lo contrario? Cuando los apóstoles descubrieron, por la forma de morir, hasta donde fue Jesús consecuente con lo que predicaba y hasta donde fue tremendamente fiel a sus ideas, la reacción no podría ser otra que una mayor valoración, una más grande admiración y una mayor fe en su persona.

¿Qué debió de pasar en los apóstoles?

Partiendo de esta vivencia sobre la vida y la persona de su amigo y maestro Jesús, los apóstoles, ante el hecho inexplicable de su crucifixión como un maldito, tuvieron que plantearse un interrogante: esto no puede quedar así. Y la contestación lógica y vivencial, que enlazaba con su fe, fue: Jesús sigue vivo, Dios no le ha dejado caer en la nada de la muerte total.

Intuyeron y aceptaron esta realidad: que Jesús al morir no quedó aniquilado, sino que sigue vivo, él mismo, en persona; sólo que ahora en la plenitud de Dios, y desde Él presente en la comunidad. De tal manera, que los evangelistas pusieron más tarde en la boca Jesús las palabras magníficas: “donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Y está realidad que ellos creían y experimentaban desde su fe, sólo era posible y verdadera, porque Jesús estaba resucitado. Porque estaba resucitado y glorificado, superaba las limitaciones de la materia y del tiempo. Por eso lo narran apareciendo de repente, traspasando paredes y como alguien irreconocible. Y por eso nosotros creemos que puede estar aquí en nuestra reunión, en nuestras eucaristías, en nuestro trabajo por la justicia... y, al mismo tiempo, en otra comunidad distante, en África, Asia o América.

Consecuentemente los apóstoles creyeron en la resurrección, y lo mismo tenemos que creer también nosotros, como en una realidad metahistórica: más allá del tiempo astronómico y del espacio físico. Un ser resucitado es necesariamente una realidad nueva, no visible, no audible, no tangible; pero no porque sea menos, sino porque es inconmensurable e infinitamente más. Un ser resucitado no necesita un cuerpo material, ni puede tenerlo, porque le limitaría, le haría de nuevo carente, menesteroso y mortal. Por eso, si vemos, oímos o palpamos algo de manera física y sensible, no puede tratarse de un resucitado: tiene que ser o una imaginación o un objeto material, físico, situado dentro de un espacio y de un tiempo, y en consecuencia no podrá ser un cuerpo glorioso, un cuerpo resucitado.

Comprender hoy el origen de la fe en la resurrección de Jesús, es comprender que unas personas, que ya tenían fe en la resurrección en general y que estaban profundamente impactadas por la presencia, la bondad y el carácter definitivo de la predicación y la vida de Jesús, al encontrarse con el drama terrible de la crucifixión, tuvieron la certeza de que Jesús no podía estar muerto y aniquilado, que Dios no podía consentirlo, y confiesan: Jesús está resucitado. Y como esto es verdad, como el Dios que están viviendo es el Dios-que-ha-resucitado-a-Jesús y Jesús es ya el Cristo-resucitado, realmente presente en sus vidas, todo el proceso está sostenido por esa presencia trascendente, pero real (también descubrimos a Dios como real, aunque su presencia es trascendente y no física o sensible: “a Dios nadie le ha visto”).

El carácter de los textos

Los textos evangélicos sobre la resurrección, en cuanto los lee con un mínimo de atención crítica, cualquier persona advierte que representan un auténtico caos. ¿Dónde se apareció por primera vez: en Jerusalén o en Galilea? ¿A quien primero: a las mujeres, a Magdalena o a Pedro? ¿Sucedió todo en domingo, como dice Lucas al final de su evangelio o durante cuarenta días, como él mismo dice en el libro de los Hechos? Dependiendo del evangelista o del texto que escojamos, las respuestas serán radicalmente distintas... y los intentos de amaño, en lugar de arreglarlo, ponen todo mucho peor.

Además ¿quiénes escriben esas narraciones? Ningún testigo, por supuesto, puesto que no hubo testigos de la resurrección. Se trata de escritos redactados por gente de la segunda o tercera generación, fuera de Jerusalén y muchos años después; influidos por una predicación homilética, kerigmática, que necesita impactar la imaginación, en un ambiente muy predispuesto a este tipo de narraciones. Están dirigidos a comunidades que tienen ya una fe: Jesús está vivo, está resucitado, está junto a nosotros. Y escriben para alimentar esa fe y suscitar unas actitudes creyentes, por eso se expresan con ejemplos, parábolas, símbolos y comparaciones. Un ejemplo muy evidente es la narración de los discípulos de Emaús: una maravillosa catequesis eucarística, que por cierto no argumenta con apariciones, sino con la meditación y la reflexión de la Escritura.

¿Le vieron, entonces, los apóstoles realmente? ¿Comieron con él? ¿Metió Tomás el dedo en la llaga de su costado? A un resucitado, libre de las limitaciones e impedimentos del cuerpo material, no se le puede ver, ni oír, ni tocar. Si se le ve, no será un resucitado. Es como cuando santa Teresa dice que vio al niño Jesús y habló con él: es algo imposible y absurdo, porque el “niño Jesús” no existe, dejó de existir cuando se hizo joven. Y, sin embargo, no pensamos que Teresa no mintió: ella se imaginó sinceramente que lo veía. Es muy posible que algo así haya podido pasar en los apóstoles y las mujeres, y que los evangelistas posteriormente lo adornasen con detalles y consideraciones con fines catequísticos y homiléticos.

Lo evidente es que no podemos captar por nuestros sentidos nada que no sea físico o psíquico, en un espacio y un tiempo concretos, y un resucitado escapa a estas limitaciones nuestras. Las apariciones explicadas en los evangelios pueden responder a experiencias psicológicas, nunca a experiencias “físicas”. En la aparición a Tomás aparece claro: por un lado, atraviesa las paredes (luego, sin ofrecer resistencia física) y, por otro, hace que Tomás toque físicamente la llaga de su costado (luego, ofrece resistencia). Juan y Lucas llegan a describirlo comiendo. Seguramente la intención profunda es la de presentar al Jesús resucitado como el mismo de siempre, con el mismo perdón, el mismo cariño y la misma llamada a la misión. Pablo, cuando le preguntan por el cuerpo resucitado, habla de la resurrección como de una semilla que se siembra y que luego nace como algo totalmente distinto: tan distinto, que habla de un “cuerpo espiritual”; lo que era material, carnal y corruptible se convierte en algo incorruptible. Si las narraciones viniesen de la boca de los mismo apóstoles —cosa nada probable—, podrían decir que le habían visto e incluso hablado y comido con él, y no mentirían; pero no estarían hablando de experiencias sensibles. Y posiblemente estas visiones extraordinarias, narradas más tarde por otros, no tuvieron lugar.

Ellos, los primeros, pero en el fondo igual que nosotros, creyeron en la resurrección.

¿Qué pasó en el sepulcro?

¿Quisieron los evangelistas dejar claro que la tumba estaba vacía? ¿Pudo ser arrojado su cuerpo a la fosa común, como era costumbre con los ajusticiados? ¿Estamos ante noticias históricas o teológicas? ¿Qué sucedería, si algún día apareciese el cadáver de Jesús? Ante estas y otras muchas más preguntas que cabría formular, conviene pensar ante todo en algunos datos fundamentales. Un cadáver que se levanta, no es un resucitado; sería, en todo caso, un “revivido”, que volvería a su anterior condición mortal. Por otra parte, ¿tiene algún sentido hablar de un cuerpo material que pasase a ser inmaterial? Si Jesús resucitó, no pudo hacerlo con su cuerpo físico: “la carne y la sangre no heredarán el Reino de los cielos”, dijo san Pablo. Y si su cuerpo físico no puede resucitar, ¿qué sentido tendría su desaparición? ¿sería aniquilado? Y fijémonos en que, cualquiera que sea la hipótesis que se adopte, el resultado es siempre el mismo: nuestra relación real con el Resucitado es la misma, es decir, con alguien trascendente al que no podemos ver ni tocar. Por otra parte, si el cuerpo físico perteneciese a la resurrección, en los “tres días” de espera ¿qué o quién era Jesús? ¿Una alma esperando un cuerpo? ¿Un cadáver esperando una alma? ... Se experimenta un fuerte pudor al plantear estas preguntas, que podrían alargarse; pero nacen justamente de un (mal) planteamiento que las hace inevitables, si queremos ser intelectualmente honestos.

En cambio, todo se hace mucho más normal, humano y coherente, si advertimos que la resurrección no incluye la desaparición del cadáver, que no tiene qué ver con él. El Cuarto Evangelio insinúa ya un camino mucho mejor, al hablar de la cruz como “exaltación” (hýpsosis), en el doble sentido: en un plano, Jesús es elevado físicamente en la cruz; en otro, es glorificado ya en el Padre. “En tus manos pongo mi vida”: Jesús “murió hacia el interior de Dios”. Por eso en el NT, junto a la terminología de la resurrección, su usan otros símbolos, como “despertar”, “exaltación”, “glorificación”, “entrar en la vida”, “ser constituido en Señor”...

Morir es resucitar

Es decir, que, abandonada la representación imaginativa de la resurrección como la vuelta de un cadáver a la vida, se hace mucho más fácil comprender lo decisivo. La muerte es un tránsito, un nuevo nacimiento de la misma persona, pero en un modo de vida radicalmente distinto. Una vida que no es indiferente o totalmente independiente del cuerpo mortal, puesto que quien resucita no es un “espíritu puro”, sino alguien con una identidad forjada aquí en el cuerpo material (y por lo tanto es alguien “corporal”, aunque en un modo nuevo). Es lo que la tradición trató siempre de expresar, hablando de “resurrección de la carne” o “con los mismos cuerpos y almas que tuvieron”.

Lo importante es que en el destino de Jesús se hizo definitivamente claro que morir es ya resucitar. De ahí que, aunque había algunos antecedentes —como cuando se habla de algunos individuos especialmente significativos que ya están vivos en Dios y, sobre todo, de Jesús como “Juan Bautista que ha resucitado de entre los muertos”—, por primera vez se afirma de alguien, con toda concreción y consecuencia, que está ya vivo, sin tener que esperar al final de los tiempos, y ya totalmente en persona, no como una alma a la espera de ser completada por el cuerpo.

Y desde ahí se hace también comprensible una consecuencia importantísima, en la que hasta ahora apenas ha reparado la teología cristiana, aunque enlaza con su núcleo más auténtico: en Jesús se nos revela por fin lo que Dios había estado haciendo con todos los hombres y mujeres desde el comienzo del mundo. Para aclararlo, pensemos en un ejemplo muy claro. A partir de Jesús comprendemos que Dios es Abbá, padre-madre, de amor y ternura infinita, siempre dispuesto al perdón e incapaz de castigar. Se trata de algo que Jesús vive y revela con toda claridad por primera vez en la historia. Pero eso no significa que Dios empezase a ser Abbá únicamente a partir de Jesús. Lo que sucede es que en Jesús comprendemos lo que era ya desde el principio: para el hombre de cromagnón y para el de neandertal, para los hombres y las mujeres de todos los tiempos y todas las religiones, para la primera mujer y el primer hombre.

Eso es también lo que sucede con la resurrección. En Jesús, gracias a la profundidad inaudita de su vida y al terrible dramatismo de su muerte, se nos ha revelado en su radicalidad y hondura definitivas el misterio de la resurrección. Con Jesús tenemos la certeza de que a través de la muerte entramos en un nuevo modo de vivir en Dios. En él se nos abre con toda radicalidad la fe gozosa en que Dios es de verdad un “Dios de vivos y no de muertos”, que jamás ha dejado que sus hijos e hijas caigan en la nada de una muerte aniquiladora.

Esa es la gran verdad expresada en el título de Jesús como “primogénito de los muertos”, que a mí me gusta traducir como “primogénito de los difuntos”, para caer mejor en la cuenta de su realismo. Porque un difunto es, en definitiva, alguien que ha muerto, pero que, como creemos, está vivo en Dios y, con Él y desde Él, presente en la comunidad. Ya se intuye la importancia vital de las consecuencias que de ahí se derivan. Jesús es el “primogénito”, no en sentido cronológico, sino como el pionero, el prototipo, el modelo ejemplar. Fue el primero en quien se nos reveló en toda plenitud el proyecto de Dios sobre todos. Jesús es el primogénito de todos los difuntos que han existido, existen y existirán. San Pablo habló de esta maravillosa circularidad: Si Cristo no resucitó, tampoco nosotros resucitaremos; pero, si nosotros no resucitamos, tampoco Jesús resucitó.

El dogma entrañable de la comunión de los santos se hace así realidad viva y actual. Y, tal vez sobre todo, la liturgia de los difuntos adquiere todo su significado. Ya no la terrible y “blasfema” deformación de intentar convencer a Dios para que sea más “bueno y piadoso” con nuestros difuntos. Sino que, inspirados por el modelo de la celebración de la muerte y resurrección de Jesús, celebramos también la muerte y resurrección de nuestras hermanas y hermanos difuntos: estamos celebrando la eucaristía con nuestra hermana Ángeles, que ha muerto ayer, y con nuestro hermano difunto Jesús de Nazaret, que murió hace dos mil años. De ese modo actualizamos nuestra comunión viva con ellos, agradecemos y glorificamos al Dios de la vida, alimentamos nuestra fe y esperanza —a veces tan difíciles— en la resurrección, e incluso podemos hacer por ellos y por ellas lo que hayan dejado inconcluso en la tierra: en positivo, prolongando lo que de bueno hayan iniciado, o en negativo, reparando lo que hayan dejado sin arreglar.

Porque Jesús resucitó podemos, al reunirnos en su nombre, sentirle cerca de cada uno de nosotros, hablar con él, alimentar nuestra fe, con el ejemplo de su vida, comprometernos en la misma causa que dirigió su vida y por la que llegó a morir como un maldito. ¿Le vieron y comieron con Jesús resucitado los apóstoles? ¿Fue su cuerpo introducido en un sepulcro nuevo o arrojado a la fosa común con sus compañeros de suplicio? ¿Tuvieron los apóstoles vivencias psíquicas extraordinarias de su presencia? ¿Tienen los relatos de la resurrección algo histórico o son narraciones kerigmáticas?... Son, todas éstas, preguntas que, personalmente, considero accidentales. Accidentales, pero que nuestra cultura obliga a considerar con explicaciones que sean mínimamente razonables. Repensar la resurrección es hoy una necesidad. Creo que ahí se nos convoca a una nueva teología que haga más creíble y más visible nuestra fe en la resurrección: ese misterio tan oscuro y tan maravilloso.

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ECLESALIA, 13 de mayo de 2003

EL GRITO DE LA TEOLOGÍA
"Hablar de Dios y vivir desde Dios, hoy"

JOSÉ IGNACIO CALLEJA, profesor de Teología en Vitoria-Gasteiz

“Hablar de Dios y vivir desde Dios, hoy” ha sido el pomposo título de unas Jornadas de Teología celebradas en Vitoria durante el primer fin de semana de Mayo. Hablar de Dios tiene su complicación teológica por aquello del lenguaje riguroso y preciso que corresponde a todo saber universitario. Y la teología lo es. Pero, más al fondo, lo difícil es la experiencia de vivir desde Dios, porque vivir desde Dios -allí se repetía por doquier- es vivir desde nuestras preguntas e inquietudes más radicales, las cuales nunca nos llegan en solitario, sino en solidario. Los otros, los más débiles entre los otros, nos son imprescindibles para reconocernos humanos y decir con sentido, “Padre Nuestro/Gure Aita, te queremos”.

Pero el asunto no es tan complicado como parece. Lo que nos hace teólogos, incipientemente al menos, es la experiencia de que ponemos palabra sólo de lo que vivimos. Por eso la primera pregunta teológica se refiere a qué da sentido a nuestra vida; y siendo Dios su respuesta teológica, si tenemos experiencia personal de su misericordia; y, al cabo, si esa experiencia nos responsabiliza de los otros y, especialmente, de las víctimas de tantas violencias como el sistema social provoca y de las víctimas más concretas que el terror político (ETA) deja a nuestra puerta.

Estas son las cuestiones. La teología tiene tras de sí una experiencia religiosa, pero una experiencia situada; en ese lugar debe saber qué decir y qué hacer frente a cada caso de inhumanidad, de uno en uno, y de todos; sin confundir hechos distintos, sin equiparar supuestos, sin esquivar problemas, sin compensar maldades. De uno en uno, y de todos.

A la teología cristiana le importa recuperar la experiencia de Jesús, vaciado de sí, para llenarse de Dios, y ofrecerlo como regalo que consuela, ilumina, denuncia, conmueve y corta. Corta, porque no hay justicia indolora: la justicia siempre es dolorosa y más dolorosa cuanto más poder tenemos y más violencia ejercemos.

La teología grita que viva la paz, hija de la justicia y de la esperanza, e hija al cabo del perdón. Y grita que vivan los pacificadores que no aprisionan la verdad de la no-violencia en ocultas injusticias; y grita que vivan los pacificadores a los que ninguna víctima les es ajena. La Teología grita que viva Dios en los pacificadores, y ellos por Dios, aunque no siempre estos tiempos los reconozcan suyos ni al Uno ni a los otros. La Teología ha gritado en Vitoria y éste es el eco que en mí ha dejado.

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ECLESALIA, 14 de mayo de 2003

POR LA MUERTE A LA VIDA

BENJAMÍN FORCANO, teólogo

MADRID.

1. La muerte, hecho natural

Pensar en la resurrección es pensar en la muerte. Pero, hoy, nuestra sociedad margina la muerte, la teme como un tabú. Quizás lo hace así porque la muerte representa una amenaza, la posibilidad de acabar con todo en un instante, un límite insuperable. Y, como consecuencia, el miedo, la huída, el olvido. Es así. ¿Pero es justo? ¿Es razonable? ¿Sirve para algo?

La muerte, el pensar en ella no es para amargarse, ni retraerse de la vida, ni ponerse en plan fatalista. En primer lugar, porque la muerte nos pertenece y si nos pertenece algún sentido tendrá. Y lo razonable es contar con ella. Es mejor proyectar con ella el viaje, puesto que está con nosotros, que no descartada y sufrir al final el sobresalto. Hasta aquí, nada especial. Somos mortales. Pura consecuencia de nuestra finitud. Y, como todos, podemos preguntamos por la suerte que nos espera después de la muerte: ¿Caída en la nada? ¿Supervivencia en un mundo mejor?

2. La muerte, puente hacia la plenitud

Pero a la filosofía ayuda en este caso la fe. Una fe que reposa sobre la enseñanza y vida de Jesús de Nazaret. Él fue un hombre, honrado y libre, que no transigió con la injusticia ni la mentira, el orgullo ni la falsedad. Señaló el camino recto hasta el final. Y los grandes de este mundo no lo soportaron y lo asesinaron. Una muerte violenta, injusta, a destiempo, como tantas otras. ¡El JUSTO exterminado!

Pero este Justo, derrotado a los ojos de la sociedad, salió victorioso. Esa muerte física, el sello final de siempre, no le atrapó ni le consumió. Dios Padre, que hizo salir las cosas de la nada, quiso también sustraer a este hombre de la muerte y lo hizo entrar en la vida: lo resucitó. La muerte fue un tránsito, una puerta que lo introdujo en la plenitud de la vida, en la presencia y abrazo definitivo con Dios, autor de la vida, principio de todo ser, señor de la historia.

Los creyentes en Jesús de Nazaret, ya no tenemos duda: el cielo existe, es Dios mismo, con su vida eterna, y en él no hay lugar para la finitud, el dolor, la injusticia, la discriminación, la esclavitud, la duda, la desesperanza. Es la vida de Dios, la que nos espera, para ser, definitivamente, en Él. Esa es la palabra de Jesús, que brota de su experiencia, de su lucha contra la injusticia y la falsedad, de su victoria final, y que nos llega de su testimonio de primogénito de los resucitados. El testifica que hay un Dios, Principio y Padre de todos, que es justo, lleno de amor, vencedor, que tiene la última palabra.

3. ¿Qué significa resucitar?

Ahora podemos afirmar que la resurrección no es una palabra vacía, ni un mito, ni la proyección de un vano deseo.

Resucitar significa: Que Jesús, en la muerte y desde la muerte, entró en el ámbito mismo de la vida divina, realidad primera y última, inabarcable y abarcadora. El Crucificado continúa siendo el mismo, junto a Dios, pero sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal. La muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona sino que la conservan de una manera transfigurada, en una dimensión totalmente distinta. Para hacerlo pasar a esta forma de existencia distinta, Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús. La resurrección queda vinculada a la identidad de la persona, no a los elementos de un cuerpo determinado.

Resucitar significa, pues, entrar a través de la muerte en el ámbito mismo de la vida de Dios. Nuestra fe nos asegura que el Dios del comienzo es también el Dios del final, de que el Dios que es el Creador del mundo y del hombre, es también el que lleva a éstos a su plenitud.

Resucitar significa que la persona que muere, no se disuelve, continúa, y que el cuerpo sí que se disuelve pero entrando en una dimensión nueva. Hay continuidad y discontinuidad.

Resucitar significa apostar, como Jesús, por la vida, por la justicia, por el amor, por la libertad, llegando incluso a soportar en esta lucha el vituperio del fracaso de este mundo, pero seguros de que la inocencia del Justo será reconocida y premiada por Dios. Dios tiene siempre la última palabra, no la iniquidad.

Resucitar significa que estamos ya, en una marcha dinámica, hacia la resurrección, en lucha contra todo lo que bloquea, merma y quita la vida. El tiempo que se nos da no es para volverse pasivos, escépticos o indolentes, sino para trabajar, aquí y ahora, en el minuto a minuto, por hacer que esta tierra sea cada vez más un cielo, el cielo de Dios. Las resurrección de Jesús es la meta final, la anticipación de la plenitud que nos aguarda y esa plenitud no hay otra forma de hacerla más real y operativa que comprometerse con aquellos que más vida, amor y libertad necesitan: los pobres.

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ECLESALIA, 19 de mayo de 2003

MEA (NOSTRA) CULPA. INFORMACIÓN RELIGIOSA E IGLESIA

JESÚS BASTANTE en RELIGIONDIGITAL.COM

No hay nada más peligroso que un periodista hablando de sí mismo o de sus compañeros de profesión, solía decir un veterano comunicador, ya fallecido. A fe que es cierto, y más si los que critican (de modo muy poco cristiano a mi entender, y en muchas ocasiones escondidos bajo el paraguas del pseudónimo)son periodistas que se dicen católicos. En las últimas semanas, y con motivo de la visita papal, algunos han vuelto a acusar a ciertos profesionales entre los que me encuentro de convertirnos en "profetas de desventuras" o "perfectos idiotas: perfectos, pero idiotas". Quien esto escribe ha tenido que escuchar en los últimos días de quienes se consideran amigos que soy "un traidor", que estoy "vendido a Vidal" (querido director, puede usted dejar de reirse), que "así nos pagas los favores que te hemos hecho" o que "tu actitud te está cerrando puertas... y te puede cerrar más". Todo ello con ánimo de "ayudarme" a entrar por el ¿buen camino? y dejar de lado a los periodistas "anticatólicos" y que no buscan más que "la destrucción de la Iglesia".Sin embargo, si en algo tienen razón estos "amigos" es que, llegado el caso, debo posicionarme. Voy a hacerlo. Tengo que reconocer, porque así se me pide "si tienes ...", que el viaje del Papa a España ha sido un rotundo éxito, del que todos nos alegramos y como tal ha sido reflejado en los medios. Un éxito que no se ha visto empañado por esas "críticas" vertidas por algunos medios, pero tampoco (vamos a decirlo todo) por la falta de información de la Iglesia. Los primeros "profetas de desventuras" fueron los obispos, que no querían subir de 250.000 participantes (pese a que algunos hablábamos desde finales de marzo de más de medio millón):los responsables de comunicación del viaje, que en su agobio no pudieron darnos un mísero dato de estimación, de organización... al menos de cuántas sillas iba a haber en Colón.

Toda la información que salió previa a la visita(que fue mucha)fue gracias al trabajo de algunos profesionales de la información, como Álex Navajas o Pepe Martínez de Velasco, que se hartaron de realizar llamadas a diestro y siniestro para llevar a cabo su trabajo (por cierto, que después la Conferencia Episcopal agradeció los desvelos de Televisión Española, pero no se acordó de ABC o La Razón, por poner dos ejemplos). Debo reconocer que en la actualidad la brecha entre medios confesionales y aconfesionales es muy grande. Existen asuntos que exceden lo profesional y se llevan a lo personal, las críticas de unos hacia otros (y viceversa) son intensas, y en muchos casos injustas. Pero no se puede echar la culpa de todo a los "profetas de desventuras", más aún cuando en un semanario que se dice cristiano un tal Gonzalo de Berceo (otro día les contaré quiénes son, según su director, a quien por otra parte aprecio en lo más hondo) insulta y difama a compañeros de profesión, bajo la excusa de que lo que dicen "no es verdad". No será verdad (o tal vez sí), pero lo cierto es que esa página no es digna de considerarse cristiana, y mucho menos de pontificar. El mensaje de Cristo no se lleva a través del insulto, sino del perdón, de la búsqueda de la verdad y, sobre todo, del ansia por la libertad. Tampoco quiero obviar que algunos "rumores de ángeles" puedan parecer ofensivos. Yo mismo no estoy de acuerdo con todos. Pero existe una clara diferencia: casi todos están firmados, y los que no, los asume un consejo editorial, con nombres y apellidos (ver quiénes somos).

Debo reconocer que esa brecha, lejos de reducirse, aumenta por culpa de todos. De todos, queridos compañeros: unos por su catolicismo "integrista"; otros por su crítica desaforada; otros por nuestro silencio. Pero también es de justicia recordar que se han tendido puentes en infinidad de momentos, que no han sido recogidos ni por la jerarquía ni por los periodistas. Muchos han cesado en su empeño: algunos, todavía, intentamos que el mundo de la información religiosa se rija por parámetros de estricta profesionalidad,y no por cuitas personales. Me acuerdo (se me olvidan otros) de Luis Gordon, de Martínez de Velasco (hay que volver a ello, Pepe), de Pedro J. Navarro, de Luis Esteban Larra, en menor medida (pero con una responsabilidad muy grande) de José María Gil Tamayo... Los "tendedores de puentes" somos especie en vías de extinción, pero permítanme que no me posicione ni con una Iglesia crítica en exceso ni con una Iglesia integrista en lo ortodoxo.

Creo en una información religiosa profesional, en la que los compañeros nos respetemos, en la que podamos realizar nuestro trabajo con cierta dignidad. Creo en unos responsables de información de nuestra Iglesia que no se escuden en el silencio, que salgan a la plaza pública para opinar, para "no tener miedo", como decía el Santo Padre en lugar de esconderse en sus cuarteles de invierno; que no vean a los medios como "enemigos" sino como una buena oportunidad para llevar el Evangelio a los cercanos y a los lejanos. Creo en unos medios que critican a la Iglesia cuando hay que hacerlo, que la alaban cuando ejerce como tal. Creo en una Iglesia en la que cabemos todos, desde el cardenal Rouco a Miret Magdalena, porque en lo esencial (Cristo y su mensaje de salvación, de libertad, de justica y de vida) hay muchas menos diferencias de las que parecen a simple vista.

Creo en nuestra responsabilidad para ejercer conscientemente nuestro trabajo, y no mediatizados por prejuicios, pero tampoco por cartas que piden nuestra cabeza cuando contamos cosas que molestan. Eso ha ocurrido y ocurre. Creo en la libertad de opinar dentro de una Iglesia a la que pertenezco. Creo en Ángel Herrera, maestro de periodistas católicos, cuando decía que éstos, ante todo y sobre todo, tienen que ser buenos profesionales y no aduladores del templo y de la mitra. No creo en el periodismo rancio, del que a veces pecamos todos, basado en la tergiversación, en contemplar únicamente lo malo. No quiero vivir constantemente con el temor de pensar que si escribo sobre una cuestión delicada puedo perder mi trabajo.

Creo que deberíamos juntarnos todos para hablar, para supurar heridas, para recomenzar. En este sentido, la Conferencia Episcopal tiene un gran reto con la elección de nuevo secretario y portavoz, con la próxima remodelación de sus gabinetes de prensa: el futuro informativo de la Iglesia pasa por una mayor apertura, por perder el miedo a presentarse ante los medios tal y como se es, sin dobleces, sin políticas de alcantarilla, sin puñaladas traperas.

No sé si he logrado concretar mi posición: no estoy dispuesto a adoptar una postura que me aleje de la verdad, ni que implique considerar a otros como mis enemigos. Ése no es el camino, al menos no es mi camino. Y todos, TODOS, deberíamos reflexionar no tanto en el daño que otros me hacen sino en la responsabilidad de cada uno. No sé si alguien me obligará a dejar religiondigital.com tras esto, elegir entre continuar con este trabajo y perder otros, o viceversa, espero no tener que hacerlo. Mi independencia radica en que estoy convencido de que se puede ser profesional sin tener que estar en contra de otros. "La verdad os hará libres", dijo Cristo. Sólo espero seguir siendo un buscador incansable de esa verdad, con todas sus aristas. En esto, sólo en esto, puedo ser tachado de radical.

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Diario de Navarra, 21 de mayo de 2003

LA DEVOCIÓN AL PAPA

CASIANO FLORISTAN, catedrático emérito de Teología Pastoral

La visita de Juan Pablo II a España ha puesto de manifiesto en las dos celebraciones de Cuatro Vientos y Plaza de Colón de Madrid la devoción que los católicos españoles profesan al Papa. Los asistentes estuvieron más pendientes de la persona arrolladora de Juan Pablo II que de sus discursos, interrumpidos con aclamaciones y vivas. Al regresar de las ceremonias, muchos recordaron lo que vieron, no lo que oyeron. Fueron a ver, a emocionarse religiosamente con llantos y alegrías. Las autoridades lo saludaron y despidieron con inclinaciones de cabeza, besamanos y genuflexiones, síntomas de fascinación papal.

Pío IX, el Papa del Vaticano I (1869-1870) y de la infalibilidad, promovió tres devociones que han configurado la espiritualidad de la Iglesia católica a lo largo de unos cien años, centradas en la Hostia consagrada, las imágenes coronadas de la Virgen y el Papa aureolado de infalibilidad. Estas tres devociones blancas, así llamadas, son más propias de un catolicismo popularizado, asimilado por las clases medias, decimonónico en su religiosidad, combativo frente al protestantismo y la modernidad y centrado en el binomio salvación-condenación, que del catolicismo popular, enraizado en la cultura religiosa del pueblo sencillo, centrado en el Niño Jesús, el Crucificado y la Virgen y expresado en creencias, fiestas, romerías, ritos, procesiones y devociones que no coinciden del todo con las oficiales de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II intentó corregir los excesos de estas tres devociones, al situar la Iglesia bajo la palabra de Dios, la eucaristía en la mesa del Señor, la Virgen sin desplazar a Cristo del centro, y el colegio de los obispos, unidos y presididos por el Papa, con la curia a su servicio. Cuando se producen desvíos en la Iglesia, no es fácil reformar convicciones religiosas, costumbres inveteradas y ritos consagrados, alejados del patrón evangélico original de Jesús de Nazaret. Tarea de la Iglesia es conseguirlo en estado de permanente reforma.

Los historiadores reconocen el capital moral y espiritual acumulado por el papado desde León XIII a Juan Pablo II, durante algo más de cien años. Los últimos papas a partir de Pío XII, en lista de espera de su canonización, han rayado a gran altura. Sobresalen dos: Juan XXIII, papa promotor del Concilio, adalid de los innovadores, y Juan Pablo II, misionero viajero por medio mundo, patrono de los restauradores. El Papa actual, con un largo pontificado a sus espaldas, brilla con su denodada personalidad: luchó como laico cristiano, sacerdote y obispo contra el racismo totalitario de Hitler y el imperialismo soviético de Stalin; sufrió un atentado que pudo conducirle a la muerte de un modo martirial; domina como buen polaco multitud de idiomas; tiene ochenta y tres años y sigue empuñando la barca de la Iglesia con manos temblorosas; está enfermo y se sobrepone al sufrimiento con una tenaz energía interior.

Testigo fiel de Dios

La personalidad espiritual y moral de Juan Pablo II es una de las más prominentes del mundo de hoy, sobre todo del occidental con raíces cristianas. Es el Papa de las certezas en un mundo de inseguridades; testigo fiel, valiente y veraz de Dios frente a no creyentes y cristianos vergonzantes; liturgo que domina presbiterios y escenarios con maestría; comunicador carismático que besa o abraza a niños y minusválidos, reinas y campesinos. En sus comparecencias prevalecen las imágenes sobre las palabras, el griterío espontáneo sobre los coros disciplinados, la mitra papal sobre las mitras episcopales y un trono soberano sobre las sillas de tijera. Sólo ha faltado a la cita la silla gestatoria, más estética y ceremonial que el papamóvil.

Ha sido deslumbrante el boato papal, embellecido y magnificado por las imágenes de la televisión más que por los comentarios piadosos de los reporteros. Han dado calor a las ceremonias los cinco grupos de fieles, familiares y cofrades de los cinco canonizados.

El rápido viaje de Juan Pablo II a la Iglesia española da pie para preguntarnos si los católicos estamos rozando la latría papal, un tipo de adoración propia de Dios. Periodistas de la información religiosa lo han llamado, equivocada o exageradamente, Vicario de Cristo, Pontífice, Su Santidad, Santo Padre. La Comisión Teológica Internacional recordó hace tiempo que los dos títulos más adecuados son Papa y Obispo de Roma y recomendó que no se empleen otros títulos ostentosos, exagerados o cortesanos. Los cristianos anglicanos, protestantes y ortodoxos se asombran al contemplar la exaltación que recibe el Papa en la Basílica de San Pedro y en sus viajes por todo el mundo. La unión de las Iglesias exige que se revisen en profundidad las tres devociones aludidas, sobre todo la centrada en el Papa. Precisamente el papado es una de las mayores dificultades para llegar a la ansiada unión.

Al mismo tiempo hay católicos convencidos de que nadie en la Iglesia, ni siquiera un Papa concreto, es insustituible; que toda persona tiene derecho y obligación de jubilarse cuando le llega la edad pertinente; que la identificación de Juan Pablo II con el Cristo doloroso por sus achaques y enfermedades, podría también parangonarse con el Cristo glorioso del gozo y de las jubilaciones; que al jubilarse los obispos de toda la Iglesia a los setenta y cinco años, debería hacerlo el Papa, que lo es por ser obispo de Roma.

No se si será el próximo Papa, el futuro Concilio o un Sínodo episcopal deliberativo, no meramente consultivo, quien tendrá que encauzar por las vías evangélicas el fasto papal. Difícil papeleta heredará el futuro Papa si pretende seguir los pasos de Juan Pablo II. Presiento que será italiano -se nombra al obispo de Roma-, tendrá otro tipo de carisma -cada Papa hace prevalecer sus cualidades- y elegirá a colaboradores de su confianza. A mí me gustaría que mantuviera a raya a los papistas y encauzara evangélicamente, con madurez, la relación del pueblo católico con el Papa.

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